«Es la cultura, estúpido»
«La degradación cultural que introdujo la dialéctica populista ha hecho más por erosionar nuestra democracia que los errores de diseño institucional»
Hace años que, desde el ámbito académico, se viene ponderando la importancia de las instituciones para el buen funcionamiento de la democracia. Muchos siglos antes, Alexis de Tocqueville ya lo había sugerido tras su viaje a los Estados Unidos, donde pudo observar el funcionamiento de las leyes y del Gobierno en la primera república moderna. Sin embargo, el pensador y político francés sabía –o al menos intuía– que las instituciones, sin un determinado humus cultural, fácilmente se degradan y acaban volviéndose en contra de sus valores iniciales.
Como en el dilema del huevo o la gallina, cabe preguntarse si el ascenso contemporáneo del populismo en Occidente se debe a una fractura cultural o si más bien es la consecuencia de un mal diseño institucional. La respuesta segura nos diría que ambas cosas, aunque entonces nos quedaríamos como al principio. Pienso que el caso Errejón ilumina algunos aspectos de este debate.
La abrupta caída del político madrileño (e icono de la izquierda española surgida del 15-M) entraría dentro del ciclo de la vida pública, si no fuera por el clima de macartismo que la precede. La nueva izquierda surgió con la voluntad de asaltar las instituciones desde la negación del marco moral y jurídico de la democracia constitucional. Si el 78 había sido una farsa –y de ahí el desafío cultural planteado–, lo que quedaba entonces era apenas una ficción cuya finalidad sería esconder una estructura política injusta: la herencia del franquismo.
La maquinaria del descrédito populista ejecutó con precisión su trabajo, siguiendo el modelo ya clásico de la liquidación política: un maniqueísmo exacerbado y banal, que obedecía a la lógica amigo-enemigo. Frente a un presente extraordinariamente malo, el futuro –en manos de los nuevos partidos– adquiría rasgos de pureza prístina: un mundo nuevo e inmaculado sostenido sobre la «justicia» (y el resentimiento, todo hay que decirlo).
«España es a día de hoy un país más pobre, más dividido, más enconado y ramplón que hace una década»
Nada había que pudiera acercarse a la comprensión, a la empatía o ni siquiera al matiz intelectual; nada que no se pareciese a un proceso inquisitorial en marcha. El valor a destacar era la destrucción de lo previo, bajo el axioma de la construcción de lo nuevo. La ruptura, por tanto, fue cultural y la consecuencia se leyó en clave de fractura ideológica. De repente, la dignidad de las personas se empezó a medir por sus ideas. Se diría incluso que nuestra ciudadanía se calibraba de acuerdo a unos parámetros ideológicos.
Errejón ha sido devorado por las mismas fuerzas woke que él mismo ayudó a desatar, como les ha sucedido a tantos otros. Y su partido se ha convertido ya un meme de lo que decía que era o que iba a ser. La decepción forma parte de la historia misma del hombre, aunque la pregunta más bien debería ser otra: ¿por qué confiar en alguien que hace del resentimiento su principal razón ideológica? España es a día de hoy un país más pobre, más dividido, más enconado y ramplón que hace una década. Una buena parte de responsabilidad será institucional, pero no toda me temo.
Al contrario, sospecho que la degradación cultural que introdujo la dialéctica populista ha hecho más por erosionar nuestra democracia que los errores de diseño institucional. La gran puerta divisoria es precisamente la cultura y todos o casi todos los grandes debates de hoy son, de un modo u otro, profundamente ideológicos. «Es la cultura, estúpido, y no la economía, lo que nos separa», podríamos decir. Y unos partidos lo han entendido mejor que otros.