Nadie es perfecto
«En el socialismo de los falsetes, sus sofismas sólo triunfan cuando los engañados por ellos conocen su falsedad y, a pesar de eso, prefieren la farsa»
Desde hace unos años, es corriente encontrar en las páginas de opinión de los periódicos lo que suele considerarse como la lista de las «mentiras» que el actual presidente del Gobierno ha utilizado para alcanzar el poder y mantenerse en él. Pero hay algo que llama poderosamente la atención en ellas, no sólo en este caso, sino en el del nuevo tipo de políticos que las utilizan. Los humanos hemos ideado toda clase de mentiras, desde las piadosas hasta las trágicas, pero, como señalaba Harry Frankfurt a principios de este siglo, todas ellas tienen en común el interés del mentiroso en ocultar la verdad que, por tanto, conoce perfectamente y cuyo descubrimiento echaría por tierra su falacia. En política, esto es lo propio de los grandes tiranos de la historia: cuentan con un inmenso aparato de propaganda para la falsificación de los hechos. En nuestro tiempo encontramos algo de este jaez en figuras como Putin, Alí Jameini, Nicolás Maduro o el inefable Kim Jong-un.
Pero a los políticos de la familia de nuestro presidente les falla, para encajar en ese molde, en primer lugar, la complexión física. Carecen de la masculinidad rolliza tanto como de la musculación viril de algunos de los enumerados, y tampoco tienen la vellosidad exuberante de las barbas de los ayatolás o los bigotes de los caudillos, de la que entre nosotros aún podía presumir el Pablo Manuel del 15-M y que hoy sólo conserva Santiago Abascal. Y, sobre todo, les faltan la verborrea desmesurada de los autócratas que, como Fidel Castro o Hugo Chávez, pueden pasarse varias horas perorando ante un micrófono, y la voz rotunda, marcial y detonante de los dirigentes autoritarios que erizan los cabellos de sus audiencias en los mítines. Esto es patente en el caso de Sánchez, cuyo repertorio como orador es muy discreto, y cuyos intentos vocales de subir una octava hasta el registro de contratenor (que generalmente se quedan en falsete) se agotan rápidamente en frases breves y entrecortadas.
«A su debilidad parlamentaria une la debilidad ética que le permite ‘cambiar de opinión’ tantas veces como sea preciso»
Lejos de proyectar la imagen de hombre fuerte, el porte de este tipo de político es el de un hombre débil, siempre a punto de perder su frágil equilibrio, lo que favorece su éxito entre cierto público femenino. También es débil su arrastre electoral; las mayorías absolutas son incompatibles con su carácter, porque se les indigestarían como a un vegano empedernido un chuletón de 700 gramos. Y a su debilidad parlamentaria —en la que se siente como pez en el agua— une la debilidad ética que le permite «cambiar de opinión» tantas veces como sea preciso para mantener su precaria compostura. Es de esta debilidad de la que extrae su poder, que sólo procede de la flaqueza que, por ejemplo, ha llevado a nuestro presidente a ceder sistemáticamente ante sus socios de coalición (hasta el punto de robarles sus votantes) y ante sus aliados nacionalistas y separatistas, a quienes ha hecho más fuertes de lo que nunca fueron, y de cuya fuerza se alimenta para sobrevivir políticamente.
Las democracias están relativamente vacunadas contra los hombres fuertes que ofrecen la solución final a todos los problemas, pero no detectan con tanta precisión el riesgo de la debilidad como mecanismo infalible para convertir en problemáticas todas las soluciones. Por estos motivos, también las mentiras de esta clase de políticos son mentiras débiles. Así, los embustes de la infame lista a la que me referí al principio se caracterizan porque su falsedad es sobradamente conocida. Todo el mundo conoce los verdaderos motivos por los que Sánchez indultó y amnistió a los líderes del procés, se asoció con Podemos y con Sumar, modificó el Código Penal, se alió con Bildu, concedió la soberanía fiscal a Cataluña, y por los que ha desprestigiado al CIS, a la Fiscalía General, a la Abogacía del Estado, a RTVE, al Tribunal Constitucional, a la universidad, etc. Él mismo ha confesado que cada vez que ha incumplido su palabra lo ha hecho por necesidad, y que ha convertido esa necesidad en virtud, poniendo de manifiesto que en su concepción de la política no hay más necesidad que la de alcanzar el poder y permanecer en él, ni más virtud que la de lograr ese fin.
Si se tratase de verdaderas mentiras, ¿no concluiría cualquier observador imparcial que, en un régimen de opinión pública, ningún político al que se le hubiera pillado en tantos renuncios, y en cuestiones tan graves, podría mantenerse en el cargo más de diez minutos, incluso en un país mediterráneo? ¿No ocurrirá que esas fechorías no se merecen siquiera el título de «mentiras», título que tiene al menos la nobleza de mantener una estrecha relación, aunque sea negativa, con la verdad? Ello podría explicar el nulo efecto que la revelación de esa verdad produce en los ciudadanos. Para esta clase de patrañas, el citado Frankfurt reservaba un término (bullshit) para el que es difícil encontrar mejor traducción al castellano que «caca de la vaca». Más que engaños o fullerías, son las bostas que se arrojan, no para ocultar la verdad, sino para mancharla y confundirla con esa misma pasta excremental hasta hacerla indiscernible.
«Al ser utilizado el argumento para descargar toda la culpa sobre la competencia, la verdad se convierte en una inmundicia más»
Para no reincidir en la deshonrosa lista, voy a poner dos ejemplos al azar. En un evento de altísimo nivel internacional celebrado hace poco en Barcelona se afirmó, con alarma y escándalo, que la opinión discrepante está desapareciendo de algunos medios periodísticos, y que es difícil encontrar en las páginas de opinión de los diarios artículos que se desvíen de la línea editorial. Lo que no es en absoluto mentira, sino una verdad como un templo. Y lo habría sido en toda la regla si se hubiese tratado de una confesión autoinculpatoria del orador, representante de un medio que practica diariamente esa persecución de la disidencia; pero al ser utilizado ese argumento para descargar toda la culpa sobre la competencia, la verdad se convierte en una inmundicia más de las que se lanzan en una contienda como la tomatina de Buñol, pero con un perfume más hediondo, y por tanto deja de distinguirse de la más burda mentira.
Segundo ejemplo: como el lector sabe bien, recientemente abandonó la política un exdirigente de Podemos que responde al tipo físico-moral de la peligrosa debilidad antes descrita. Sobre su cabeza ha caído una buena cantidad de la misma caca de la vaca que él mismo encumbró hasta los cielos de la santa indignación de los justos, por lo que su deshonra no ha despertado compasión alguna.
Como en la última escena de Con faldas y a lo loco, el embaucador creía poder librarse de las consecuencias de su añagaza diciendo patéticamente: «¡Soy un hombre!» (en este caso: «Soy un luchador anticapitalista derrotado por su enemigo, cuya subjetividad tóxica se ha infiltrado en mis hormonas»); pero eso es tan falso como la superioridad moral de sus antiguos camaradas ansiosos de ocupar su puesto, de los tertulianos de bien que se agolparon para salir en la foto del lado de la víctima, y de las denunciantes que han tenido la debilidad de retrasar durante años su desquite. Y todos ellos le responden al unísono: «Nadie es perfecto» (en este caso: «No importa, aunque no seas de derechas, también te cubriremos con el estiércol de la justicia divina»). Y todo lo que las investigaciones periodísticas, policiales o judiciales puedan aportar no limpiará ya las manchas que han desactivado el menguante poder de la verdad.
Ahora caigo en que, para evitar la malsonancia del vocablo de Frankfurt, de este tipo de embustes inmundos no debería decirse que son falsos, sino sólo falsetes, como los gorjeos oratorios antes aludidos. Y, después de tanta tinta derramada sobre el capitalismo de amiguetes, alguien debería escribir sobre el socialismo de los falsetes, cuyos sofismas sólo triunfan cuando los engañados por ellos conocen su falsedad y, a pesar de eso, como el millonario Osgood de la película de Wilder, prefieren la farsa.