THE OBJECTIVE
Jose María Calvo-Sotelo

Nuestro amigo americano

«A Europa le irá siempre mucho mejor si una parte de la inmensa capacidad de innovación de EEUU se incorporara al desarrollo de la transición energética»

Opinión
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Nuestro amigo americano

Alejandra Svriz

En su libro Entre águilas y dragones (2021), Emilio Lamo de Espinosa recomendaba a Europa que no escuchara los cantos de sirena de aquellos que proclamaban el ideal de una defensa europea autónoma de Estados Unidos. Insistía el autor, con tanta sabiduría como resignación, en que Europa debía defender a toda costa la alianza con nuestros socios atlánticos, y sobrellevar estoicamente las invectivas y desprecios del entonces presidente de EEUU, Donald Trump. La invasión rusa de Ucrania nos ha permitido comprobar el valor incalculable de la Alianza Atlántica, y los europeos de hoy estamos más convencidos que nunca de que haremos todo lo que esté en nuestras manos para que se mantenga incólume por muchos años, incluso en el incierto y complicado escenario que se abriría con una victoria de Trump en las elecciones que se celebran hoy, primer martes de noviembre.

Pero si en el frente de la defensa atlántica Europa cuenta con una Alianza en torno a la cual aúna fuerzas con los Estados Unidos, estamos sorprendentemente muy alejados de ellos en cómo afrontamos los retos de la energía y de la descarbonización de nuestras economías. Este alejamiento ha cogido más fuerza incluso en los últimos años, y se prevé que siga aumentando cuando menos el resto de esta década. Un botón de muestra: ya en 2017, Estados Unidos pasó a ser el mayor productor de petróleo del mundo con 13,1 millones de barriles diarios – un 14% del mercado mundial. Según la Agencia Internacional de la Energía (AIE), en 2024 alcanzarán la cifra de 20 millones de barriles, casi un 20% de la producción mundial, y su cuota de mercado seguirá en aumento hasta el 2030. Si a todo esto sumamos los casi 6 millones de barriles canadienses, nos haremos una mejor idea del tamaño del sector en Norteamérica. En Europa apenas superamos los tres millones de barriles, casi todos ellos entre Noruega y Reino Unido, que no forman parte de la Unión Europea. 

El predominio americano en gas natural es aún mayor que en el petróleo: los EEUU producen un 25% del gas natural mundial y pasaron a ser el primer exportador del mundo de gas natural licuado (GNL) en 2023. Las exportaciones a la UE de GNL americano se multiplicaron por casi tres veces entre 2020 y 2023, en la estela de la guerra de Ucrania y del boicot al gas ruso, consolidando a Estados Unidos como primer proveedor de la Unión Europea.

A mayores, la Energy Information Agency (EIA) americana prevé que la producción de GNL del país casi se duplicará de aquí al 2030. Ante tal abundancia de recursos naturales fósiles, no nos sorprenderá saber que el gas natural en Estados Unidos cuesta una cuarta parte de lo que cuesta en Europa, con la ventaja competitiva que eso supone para su industria, y la correspondiente desventaja para la europea que destaca el informe Draghi como el principal talón de Aquiles para la competitividad de la nuestra economía.

«Una victoria de Trump daría al traste con una buena parte del incipiente impulso inversor en tecnologías bajas en carbono»

Así las cosas, Estados Unidos es hoy la primera potencia mundial en fuentes de energía fósiles, y todo indica que esa primacía irá in crescendo en los próximos años. Podríamos afirmar además que este patrón de crecimiento de la economía americana es independiente del color político que gobierne en Washington: la llegada de Donald Trump al poder en 2016 no supuso un cambio de patrón respecto de los últimos cuatro años de Obama; y durante los cuatro años de Biden se han seguido batiendo récords de producción y de cuotas de mercado. Los Estados Unidos no dependen en nada del mundo exterior para resolver su consumo de energía: son excedentarios en producción de petróleo y de gas, y con ellos cubren más del 70% de su consumo.

El resto lo resuelven también con fuentes internas, casi a partes iguales entre renovables, energía nuclear y carbón. De ahí que su apuesta por las energías renovables esté todavía muy lejos de estar a la altura del tamaño de la economía del país – apenas 500GW en esta década frente a los 3.200GW de China o los 550GW de la UE, y eso que nos superan en PIB y en consumo de energía en un 60%. 

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En resumidas cuentas, si ya parece difícil en cualquier escenario futuro que los Estados Unidos apuesten decididamente por la transición energética, una victoria de Trump en las elecciones de hoy daría al traste con una buena parte del incipiente impulso inversor en tecnologías bajas en carbono que puso en marcha la Inflation Reduction Act (IRA) del presidente Biden en 2022. A pesar de las críticas de competencia desleal que desde la UE se vertieron contra las obligaciones made in America de la IRA, a Europa (y al mundo) le irá siempre mucho mejor si al menos una parte de la inmensa capacidad de innovación tecnológica de Estados Unidos se incorporara al desarrollo de la transición energética. Casi todo lo avanzado hasta hoy se lo debemos al esfuerzo industrial y al ingenio de la industria china. Todos saldríamos ganando si nuestro amigo americano se subiera a este tren más pronto que tarde.

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