Lo que mal empieza, mal acaba
«La protección de la población es la primera e indelegable tarea del Estado (Gobierno español, valenciano y de cada municipio)»
Lo que mal empieza, mal acaba
Creo que más de 10 años al frente de la Dirección de Crisis de la Presidencia del Gobierno de España y haber tenido una participación muy directa en la creación del Sistema Nacional de Crisis, me da una cierta legitimidad para hablar de lo que ha sucedido y está sucediendo en España con las inundaciones derivadas de la DANA.
Hay un principio en la gestión de crisis que implica no solo a los gobiernos, sino también a la sociedad y a los medios de comunicación: dejar gestionar la emergencia y, posteriormente, proceder a exigir responsabilidades. Esta máxima nunca se cumple, y en la España extremadamente politizada y polarizada sería un milagro.
La gestión de desastres como la DANA (gota fría) deja al descubierto la manifiesta insuficiencia de las políticas de planificación y respuesta de emergencias en la Comunidad Valenciana y en España. Además, hay un cúmulo de errores e indecisiones por parte de ambos gobiernos. Desde hace años se ha olvidado invertir y capacitar a las administraciones y a los ciudadanos para disponer de una estrategia real de respuesta ante estas situaciones.
No se puede hacer frente a las emergencias sin planificación, inversión y sistemas de mando y control. Esto implica una visión a largo plazo y menos palabrería. En estas cuestiones no se puede recurrir a echar la culpa a los anteriores.
No basta con declararse convencido del cambio climático y no adaptar las infraestructuras a este. La falta de encauzamiento de ríos, la limpieza permanente, la creación de aliviaderos de caudal, la carencia de carreteras alternativas y un largo etcétera han agravado las consecuencias, comenzando por dificultar el acceso de los servicios de emergencia. Hay multitud de acciones olvidadas que son fundamentales para mitigar los riesgos de las inundaciones, y en las que también juega un papel destacado la formación y el entrenamiento de la población.
Es fundamental contar con acciones educativas que proporcionen pautas de actuación ante una catástrofe natural o tecnológica, algo que ya contemplaba el hoy diluido Sistema Nacional de Crisis, sustituido por centenares de protocolos que, como se ha visto, son inútiles. Sonreirán si digo que en una democracia avanzada no solo debe prepararse la población, sino también los medios (comunicadores) y los gobernantes. Pero en España, todos parecen descender de la estirpe del Cid.
Los errores del caso
Se han subestimado las advertencias meteorológicas. La Aemet es un organismo neutral cuya función es la previsión de fenómenos meteorológicos en base a cálculos científicos validados internacionalmente. No hay certeza plena en sus previsiones, pero pueden acercarse a porcentajes altos de acierto a medida que se aproxima la fecha del fenómeno previsto. La meteorología es una ciencia probabilística, y la Agencia había previsto certeramente lo que iba a suceder. Su información se distribuye ampliamente y llega a multitud de organismos, entre ellos, a los responsables políticos de la actuación ante la emergencia, cuya labor es no solo advertir a la población, sino también disponer de los medios humanos y materiales para minimizar el riesgo y su posible agravamiento.
«Es curioso que los dirigentes políticos se proclamen adalides de la fe en la inteligencia artificial y sean paupérrimos en el uso de la natural»
Si sus deberes están bien hechos, la planificación debe estar escalonada para actuar en función de la gravedad, de menor a mayor. En la gestión de emergencias hay otra máxima que dice: «Más vale pasarse que quedarse corto». En este caso, la falta de previsión ha condenado a todos los ciudadanos a la desprotección, y a muchos, a perder la vida. La protección de la población es la primera e indelegable tarea del Estado (Gobierno español, valenciano y de cada municipio).
En definitiva, si estamos en 2 y deberíamos estar en 3, el debate demuestra la incapacidad gestora de quienes deben realizarlo. Con la advertencia de la Aemet, los organismos de gestión de crisis y emergencias del Estado y de la Comunidad Autónoma debían haber tomado las decisiones oportunas y conjuntamente, al máximo nivel. Lo demás son excusas que los ciudadanos y los tribunales juzgarán en su momento.
Cuando la magnitud de la situación superó la capacidad de la Comunidad Valenciana, que fue de manera inmediata, el gobierno valenciano debió solicitar, o el gobierno español decretar, lo establecido en la Ley 17/2015 del Sistema Nacional de Protección Civil y en la Estrategia de Seguridad Nacional. Inexcusablemente, se debería haber declarado el Estado de Alarma (art. 116 CE), regulado por el art. 4 y siguientes de la Ley Orgánica 4/1981, todo ello expresamente pensado para ocasiones como esta (que, por cierto, no impiden la gobernanza).
Estas normativas subrayan la responsabilidad del Estado (en concreto, de su presidente) de intervenir cuando una catástrofe supera los recursos de una comunidad autónoma. El hecho de que la situación se produjera en más de una comunidad autónoma, con previsión en otras, convertía de facto la crisis en nacional. El comportamiento de Mazón es negligente, sin paliativos, y el de Sánchez ha infringido palmariamente un deber constitucional. Podemos engañarnos y colocarnos detrás de «los nuestros», pero la verdad es la verdad: la inacción y la incapacidad agravaron la crisis.
«Ninguna de las administraciones dispuso de una estrategia comunicativa clara y rápida para informar y calmar a la población, más allá de lanzarse halagos en ruedas de prensa»
La demora en aplicar estas medidas y la falta de planificación previa de los recursos a utilizar demuestran una falta de preparación y organización en la cadena de mando para la gestión. Los protocolos, grupos de trabajo, comités y comisiones reflejan improvisación, y pesa más la ineficacia manifiesta en la reducción de los efectos de la tragedia y la indecisión política por miedo a ser vistos como responsables, echando la culpa al barro.
Es curioso que los dirigentes políticos se proclamen adalides de la fe en la inteligencia artificial y sean paupérrimos en el uso de la natural.
Sin duda, las redes sociales jugaron un papel doble: fueron útiles para la difusión de alertas y consejos, pero también contribuyeron a la desinformación y al pánico colectivo durante los peores momentos de las riadas. Sin embargo, los responsables políticos fallaron en contrarrestar y evitar sus efectos. Ninguna de las administraciones dispuso de una estrategia comunicativa clara y rápida para informar y calmar a la población, más allá de lanzarse halagos en ruedas de prensa. La comunicación veraz es, y eso debían saberlo los gabinetes de ambos presidentes, un elemento clave para una adecuada gestión de la crisis. Esto incluye el papel de los medios. Algunos actuaron de forma responsable, ejerciendo un servicio público, mientras que a otros les afloró el sensacionalismo, desviando la atención hacia los políticos implicados. Algunos líderes de la oposición, en lugar de sumarse a la solución, contribuyeron al problema, lo que requerirá explicaciones en el futuro, si es que tienen futuro.
Las consecuencias políticas de esta crisis no deben subestimarse, ya que pueden desembocar en una profunda crisis institucional en una democracia que no goza de buena salud. La gestión ineficiente está teniendo un impacto profundo en la sociedad y podría marcar el fin de un ciclo político y de una determinada forma de practicar la política. La falta de políticas reales, más allá de promesas; la obsesión por los impactos mediáticos; la politización partidista de toda la vida pública y la constante conversión del adversario en enemigo han terminado por desgastar a sus propios protagonistas, dejándolos, valga la expresión, enfangados en su propia realidad. La polarización exacerbada ha mostrado los límites de los actuales modelos de liderazgo.
Un buen manual de gestión de crisis dice que las responsabilidades deben asumirse cuando la situación esté estable. Entonces será el momento de evaluar a los líderes políticos. Esto es esencial para que los futuros gobernantes y las administraciones de ellos dependientes aprendan de estos errores y desarrollen una verdadera estrategia proactiva en lugar de reactiva, enfocada en la prevención del riesgo y en poner por delante, de verdad, la vida de la ciudadanía.