Del esperpento al absurdo
«Es tal el cúmulo de despropósitos vividos con espeluznante naturalidad que hoy el teatro del absurdo de Beckett, de Ionesco, de Mihura, parece costumbrismo»
En El mito de Sísifo, el Nobel Albert Camus, librepensador donde los hubiere, escribió: «En un universo repentinamente desposeído de ilusiones y de luces, el hombre se siente extraño, un extranjero. Su exilio no tiene remedio, pues está despojado de la memoria de un hogar perdido o la esperanza de una tierra prometida. Ese divorcio entre un hombre y su vida, entre el actor y el escenario, es propiamente el sentimiento de lo absurdo».
A su lado, esa genial creación de Valle-Inclán, el esperpento, surgido de la mirada oblicua ante los espejos del Callejón del Gato madrileño, cóncavos y convexos, se ha convertido en la más precisa, concisa y contundente metáfora de cuanto acontece. Si a esa mirada deformante de la realidad, que se considera hoy -a esos extremos hemos llegado- la única capaz de explicar lo que ocurre, se le suma el escenario del absurdo maravillosamente explicado por Camus, la ecuación es perfecta. Y terrible. Y en esas estamos. Ya advirtió Ortega, en crisis si no semejantes, sí paralelas, que «lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa». El erasmista español, sin saber que era erasmista, Francisco Sánchez escribió un luminoso libro bajo el título, más luminoso aún, Que nada se sabe. Qué poco se sabe de cuanto pasa en la calle.
Ahora la cuestión principal es exhibirse, todo lo contrario de la discreción. Como ya recordara Cervantes en el Prólogo al Persiles: «Viajar hace a los hombres discretos», porque hay más cosas en el mundo de las que sueña la filosofía de cada cual (en recuerdo de Shakespeare). La discreción ha sido la geografía habitual de sociedades equilibradas e ilustradas. En esta hora del vértigo del presente, olvidada, orillada, menospreciada la discreción, todo da paso al barullo, al ruido. Cuando el pasado se configura como la interpretación caprichosa de cada uno, el presente se muestra mediante un relativismo nihilista y el futuro sabemos, que no existe, entran en escena el esperpento y el absurdo. De ahí que el sabio Nicolás Gómez Dávila sentenciara: «La sociedad moderna se da el lujo de tolerar que todos digan lo que quieran, porque hoy coinciden básicamente en lo que piensan».
Un manual de prohibiciones, apoyado en la nueva inquisición que persigue los grandes placeres, unido a la autocensura, por temor a ser inmolado en las redes sociales, se funden en un serio aviso a caminantes. Tal aviso inunda la vida cotidiana de los ciudadanos, anestesiados por ese cúmulo de información, o lo que quede de ella. No hay que ser Pitágoras para descubrir que cuando el mapa es el territorio, no tenemos mapa. Todo ello, aderezado con el mesianismo de dar soluciones simples a problemas complejos (populismo), provoca un efecto social demoledor.
Lejos queda la admirable advertencia de Benjamin Constant en su discurso de 1818 sobre la libertad de los antiguos y modernos: «Que el Estado no sobrepase sus fronteras y se limite a ser justo, que nosotros nos encargaremos de ser felices». La cuestión no es ignorar el laico y sagrado derecho que cada uno posee de expresar su opinión, sino en valorar la calidad e interés de esa opinión. Una opinión debe interesar por algún hecho propio que así la distinga. Forjarse un criterio.
«Ante una realidad como la actual, hoy, Nixon no habría dimitido. ¿Para qué?»
George Steiner, uno de los últimos humanistas europeos, en la estirpe de Erasmo, señalaba, en cuanto a la lectura, que ésta se ensambla en dos hechos: tiempo y silencio. Algo de lo que la sociedad contemporánea carece. El tiempo es un relámpago y el silencio, una quimera, diz que elitista. Así las cosas, si uno quiere acercarse a comprender el guirigay, no ya nacional, sino internacional -aquí, como en el verso de Blas de Otero, «no se salva ni Dios»- tendrá en el más absoluto de los absurdos y en el más espléndido recital de esperpentos, las claves de lo que nos pasa, si es que se está dispuesto a enterarse de ello. Que esa es otra.
Es cierto, ante una realidad como la actual, hoy, Nixon no habría dimitido. ¿Para qué? Cuando la convivencia democrática se entiende como un combate sin tregua, y los puentes entre distintas interpretaciones de la realidad se han volado, mayor absurdo y esperpento que esto es difícil encontrarlo. Es tal el cúmulo de despropósitos vividos con espeluznante naturalidad que hoy el teatro del absurdo de Beckett, de Ionesco, de Mihura, nos parece mero costumbrismo.
Y a pesar de ello, a pesar de todo ello, en peores plazas nos hemos visto y la vida ha seguido adelante. La confianza en que la sociedad, de manera espontánea, solidaria, responsable, ilustrada, serena, tome las riendas de su destino es el mejor programa por cumplir. Como se ha visto estos dramáticos días en la provincia de Valencia, la sociedad siempre va muy por delante. Vuelvan el absurdo y el esperpento a los escenarios, y regrese el sentido común a los órdenes públicos. Sea.