Paraguas y grupúsculos
«Donde todos vimos a vecinos rotos por la tragedia, indignados y con sensación de abandono, el Gobierno veía a radicales. La mentira apenas duró horas»
Una señora con leggins, rebeca gris y diadema golpeando el coche oficial del presidente Pedro Sánchez con un paraguas. Donde todos vimos a vecinos rotos por la tragedia, indignados, extenuados y con sensación de abandono, el Gobierno veía a grupúsculos radicales. Algunos medios de comunicación que, si salieran en papel, le harían competencia al buzoneo comercial del Carrefour, publicaron pronto sus pesquisas, que pretendían confirmar la teoría del PSOE: a Pedro Sánchez no le protestaban por su gestión de la catástrofe; era todo una maniobra orquestada por la ultraderecha.
Análisis de tatuajes, de sudaderas, fotografías de personas con los brazos levantados, una alcaldesa socialista diciendo que algunas personas no le sonaban de un municipio con casi 30.000 habitantes… Cualquier detalle era suficiente para convertir a un pueblo enfadado en un ejercito nazi-fascista marginal y violento que sólo había pisado el fango para atentar contra el presidente del Gobierno. La mentira apenas duró unas horas. Las imágenes, los testimonios y las detenciones, desmontaron inmediatamente el relato. Ni la publicidad en Facebook ni la fe inquebrantable de los tertulianos afines pudieron evitar la agonía de un embuste.
Pedro Sánchez ha convertido España en una pantalla verde de croma donde se proyecta una vida que nada tiene que ver con la realidad. Hay un mundo más allá de Intxaurronders y Antitrumpistas empadronados en Parla. El pasado domingo pasamos de la máquina del fango al fango para el máquina. Por lo que sea, la protesta pública ya no es jarabe democrático. Señoras y señores que lo han perdido todo armadas con paraguas y escobas. Se puede estar en contra de la violencia y se puede estar, a la vez, en contra de la mentira.
La izquierda se siente pueblo salvo cuando el pueblo toma caminos desconcertantes. La izquierda defiende al pueblo sólo cuando el pueblo se pliega a sus condiciones, a sus esquemas y a su imaginario. Cuando el pueblo, cuando la calle, alaba a ídolos diferentes ya no es heroico, sino inculto. Cuando la gente se expresa y no dice lo que la izquierda espera oír, ya no es libre, sino rebaño manipulado.
Qué es España, me pregunto. Yo veo a los voluntarios, escucho sus acentos entrevistados en la radio y en la televisión. En los municipios afectados por la DANA hay catalanes, andaluces, extremeños… y pienso, ¿y si esto es España? Y si la tierra no es más que la excusa. ¿Y si España son estas botas embarradas? ¿Y si España es esta unión improvisada tras la catástrofe?
«¿Y si España no es lo que dicen que somos? Quizá España no es ese mirar con desconfianza nuestra bandera»
¿Y si España no es lo que dicen que somos? Quizá España no es ese mirar con desconfianza nuestra bandera. España no es algo roto. Al contrario, España es una emoción que despertó con fuerza hace justo unos días. España es esta luz. Este pueblo que llora y ríe y sufre de la mano.
Los populismos siempre intentan aprovecharse del dolor. Lo hace, desde siempre, la extrema derecha, con su patrioterismo xenófobo. Lo hace, desde hace mucho también, la extrema izquierda de la indignación y la oposición permanente; y ahora lo está haciendo una izquierda que se autodefine progresista pero que se ha abrazado al victimismo y a la propaganda.
Yo también creo que el pueblo salva al pueblo, pero lo hace a través de la democracia. A través de los cauces establecidos. Y, por supuesto, respetando a sus representantes públicos. Para echarlos, a las urnas. Ni lanzando barro ni golpeando coches. Que el cansancio, que la pena, que la desesperación, no nos alejen del acuerdo que nos garantiza la convivencia.
En Valencia, tras una tragedia humana, estamos viendo las consecuencias de haber convertido nuestro Estado en un ring eternizado, en un concurso de relatos. Deslealtad institucional, ausencia de diálogo y, como hemos visto, incapacidad para dar una respuesta rápida al dolor y a la destrucción. En ese campo árido prende antes la llama de la desesperación.
«Quizá el 3-N pueda conseguir lo que el 15-M no consiguió: mejorar nuestro país, higienizar nuestra democracia»
La gente estaba enfadada. Los muertos aún bajo los escombros, dentro de sus coches, entre los lodos; mientras tanto, los representantes públicos hablaban de competencias, de llamadas y de mails. Una realidad ajena a la calle. Con un lenguaje que nada tiene que ver las palabras que la gente necesitaba escuchar.
Quizá el 3-N pueda conseguir lo que el 15-M no consiguió: mejorar nuestro país, higienizar nuestra democracia, hacer reflexionar a los políticos, encontrar nuevos cauces de representación pública, unir a este país frente a sectarismos e intelectualidades impostadas.
Soy un hombre desesperanzado. Pero la juventud que hoy empuña una pala y saca barro de viviendas inundadas quizá sea más exigente con sus gobernantes de lo que fue mi generación: la del activismo de sofá, la de los memes a Feijóo, la de los dos DNIs del juez Peinado, la de los aplausos a Kamala, la del o tú o yo. Merecemos otra España. Trabajemos democráticamente para conseguirlo.