Trump y el liberalismo
«Trump se hará más rico, exacerbará el chovinismo yanqui y generará un gran caos geopolítico, pero con algo de suerte las instituciones de EEUU sobrevivirán»
El regreso de Trump a la presidencia de Estados Unidos, algo que parecía imposible después del asalto al Capitolio, una distopía de la que se habían salvado los Estados Unidos, vuelve a cuestionar la fortaleza de las ideas liberales en Occidente. Más allá de su narcisismo y megalomanía, del instinto autoritario que despunta en su gestos y declaraciones, y de la impúdica forma en que evadió los conflictos de interés para hacer dinero, y mucho, hasta 160 millones de dólares según CREW (Citizens for Responsability and Ethics in Washington), durante su presidencia, ¿qué tan amenazado queda el liberalismo en Estados Unidos con su regreso al poder?
Es la pregunta que ha intentado contestar Francis Fukuyama en un reciente artículo del Financial Times. Para empezar, parece claro que Trump supo capitalizar dos excesos o perversiones del liberalismo. El primero de ellos fue el wokismo, una estridencia académica que transformó la defensa liberal de la diferencia y la pluralidad, de la libertad para construirse a sí mismo y elegir un estilo de vida y la orientación sexual más ajustada a los deseos personales, en un puñado de identidades intolerantes que se dedicaron a exigir derechos bajo un chantaje victimista: quien no me dé la razón, quien me niegue cuotas, visibilidad, publicaciones, exhibiciones, reconocimiento, puestos de trabajo; quien cuestione mi identidad y la denigre con las palabras o las imágenes, se convierte en la prueba viviente de que vivimos en una sociedad opresivamente blanca y heteropatriarcal.
Y no, Occidente no quiere verse como una sociedad racista y prejuiciada, y por eso cayó en un chantaje al que Trump se resistió. Su antiwokismo no sólo fue una exitosa estrategia de campaña, sino una manera de purgar sus propios pecados. La comparación viene a cuento: Errejón no podrá volver a pisar la calle por ser un manilargo y un baboso, y en cambio Trump está en la Casa Blanca después de haber abusado sexualmente -así lo determinó un jurado- a una periodista estadounidense. La hipocresía de Errejón ofende; la brutalidad de Trump, en cambio, no importa, al menos no electoralmente, quizá porque desde el primer momento fue un desfachatado y un faltón, un Calibán en toda regla que construyó su carisma irritando y ofendiendo a las personas civilizadas, pero sobre todo a las élites woke de la academia y de la cultura yanquis.
El otro exceso que diagnostica Fukuyama es el neoliberalismo, una doctrina que deposita en los mercados la responsabilidad de mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos, quitándosela al Estado. El antiestatismo incrementó el comercio y la riqueza, y benefició a países que hasta hace poco eran pobres, pero al mismo tiempo sembró graves malestares en las sociedades occidentales. Disparó la desigualdad, con todos los problemas que esto causa, y amortizó a un tipo de trabajador poco formado, enraizado en su lugar de origen y sin habilidades cosmopolitas para integrarse a los mercados globales o a los trabajos tecnológicos. Este trabajador, derrotado y denigrado, fue seducido por el discurso trumpista que promete cerrar las fronteras a las mercancías del mundo rico y a los migrantes del mundo pobre.
«Trump confunde al opositor con el enemigo interno, y como cualquier caudillo, denigrará y aniquilará civilmente a quien lo critique y le haga oposición»
De un solo golpe, Trump se vendió como un candidato antiwoke y antineoliberal, y esto lo convirtió en una suerte de rebelde antiestablishment. La pregunta que deja su triunfo es si sólo le molesta las desviaciones del liberalismo o el liberalismo en general. Y la respuesta de Fukuyama no es optimista. Trump encarna un movimiento nativista y caudillezco, aislacionista y patriótico, no sólo hostil al comercio internacional sino a la Europa liberal y a la OTAN. Es, además, un líder providencial que no acepta la derrota ni las restricciones institucionales a su poder personal, y que por eso mismo ha violado la ley repetidamente sin sentirse obligado a rendir cuentas de sus actos. No es un líder fiable ni predecible, que además se muestra sospechosamente amable con una lista de líderes autoritarios que incluye a Putin y a Orbán. Lo más preocupante es que ya dejó caer comentarios que suenan familiares a los latinoamericanos. A Trump le preocupan menos los enemigos exteriores de Estados Unidos –China-, que el enemigo interno, «la basura con la que tenemos que lidiar, que odia nuestro país», según dijo en uno de sus mitines.
Como cualquier populista hispano, Trump confunde al opositor con el enemigo interno, y como cualquier caudillo, denigrará y aniquilará civilmente a quien lo critique y le haga oposición. No va a ser un espectáculo edificante. En su caso, sin embargo, contará con tanto poder que podrá hacer lo que quiera sin entrar en conflicto con las instituciones. Y eso, que con mucha razón preocupa a Fukuyama, puede, paradójicamente, evitar conflictos institucionales. Los populistas se hacen autoritarios cuando se ven ante obstáculos. En México, por ejemplo, AMLO se vio frustrado más de una vez por la Suprema Corte de Justicia, y para quitársela de encima aprobó una reforma constitucional que destroza el poder judicial. Trump no tendrá que hacer nada de eso. Seguramente se hará más rico, exacerbará el chovinismo yanqui y generará un gran caos geopolítico, pero con algo de suerte las instituciones estadounidenses sobrevivirán. No será agradable, pero también de esta se saldrá.