Ineptocracia y algo más…
«Es el momento de exigir a las instituciones y a los políticos un proceso de regeneración que anteponga el bien común al interés partidista»
¿Por dónde empezar? Más allá de la consternación, la frustración y la rabia, creo que deberíamos comenzar con un diagnóstico profundo de las causas que nos han llevado a este escenario dantesco, producto de la inacción de quienes tenían la obligación de actuar. Que nadie espere un juicio político, mucho menos partidista; las causas son mucho más profundas. Los síntomas de decadencia de nuestro sistema ya se atisbaban, y ahora vemos cómo está colapsando. Debemos mirar más allá de la niebla de la catástrofe, del ruido de quienes pretenden huir de sus responsabilidades y de los creadores de relatos escritos sobre muchas muertes, desolación y desconsuelo.
Un buen amigo, tan consternado como yo por la tragedia de Valencia, al ver el caos, el ruido político y el sufrimiento, me preguntó: ¿cómo reconducir este caos? Naturalmente, si alguien quiere responder a esa pregunta, debería plantearse esta otra: ¿qué está fallando en nuestro país? Si quieres cambiar algo, debes construir sobre lo que es, no sobre lo que debería ser, porque lo segundo, básicamente, no existe. Quizás ha llegado la hora de ponernos frente al espejo y ver cómo somos. La realidad es que la sociedad civil, incluso la no organizada, ha estado a la altura, superando a los gobiernos y gobernantes. Creo que es el momento de exigir a las instituciones y a los políticos un proceso de regeneración que anteponga el bien común al interés partidista.
Pasemos a las preguntas incómodas: ¿tenemos un Estado tan inoperante como depredador? La respuesta es un rotundo sí. Los funcionarios han tenido que tirar de coraje y altura de miras para enfrentar la tragedia. Hemos visto la rabia y los dientes apretados de bomberos, policías, guardias civiles y militares mientras contemplaban la absoluta ineptitud de quienes hemos puesto a los mandos de la nave. Tenemos un Estado hipertrofiado, con un exceso de grasa en forma de dádivas y clientelas, con una crosta ideológica que antepone el supuesto ideal a la realidad, lo cual ha demostrado traducirse en la pérdida de vidas humanas. Un Estado que esquilma a sus ciudadanos para sostener un enorme aparato administrativo que no cumple con su función. Un Estado que utiliza los recursos de todos para gastos suntuarios y, lo más preocupante, para intereses de partido. La pregunta sería: ¿qué hacen con nuestros impuestos?
Nuestra ejemplar Transición nos dio un sistema sin contrapesos, con un sesgo hacia los intereses centrípetos de nacionalismos y regionalismos diversos. Un sistema que ha ido contaminándose con una cultura política que concibe a España como una especie de comunidad de vecinos sin rumbo, sin guía y sin capacidad de decisión o coordinación. Esta cultura política, implantada en Moncloa, se reflejó en una frase que pasará a la historia: «Si necesitan ayuda, que la pidan». Un presidente del Gobierno que actúa como si fuese el presidente de la Comisión Europea, con una especie de principio de subsidiariedad entre las naciones de una confederación ibérica. La inacción del Gobierno responde a un profundo problema de desconocimiento sobre qué es España, qué es una nación, qué debe ser un Estado. Es un problema de cultura política.
La deriva del sistema autonómico, con una metamorfosis paulatina hacia una serie de reinos de Taifas, nos hace más pobres, más pequeños, más vulnerables, más ineficaces. Las autonomías, con su proceso de acaparamiento de competencias sin fin, tienen como resultado la inoperancia, la ineficacia y la fragilidad institucional. Debemos repensar qué queremos hacer con nuestras instituciones y para qué las necesitamos. ¿De verdad un país como España necesita tantas capas de administración? ¿Realmente necesitamos ayuntamientos, consejos comarcales, diputaciones, autonomías y un gobierno central? ¿De verdad hacen falta tantas regulaciones que al final resultan en la incomparecencia de quienes tienen la obligación de responder?
«Los partidos se han convertido en maquinaria de mediocridad y servilismo clientelar»
Este complejo, ineficaz y costoso sistema administrativo nos lleva a otra consecuencia: ciclos electorales sin fin y una clase política obsesionada por la siguiente elección, por cómo afectará a sus intereses, por un legislar convertido en espectáculo para lograr el siguiente voto, el siguiente escaño, el siguiente sueldo. Esta vorágine sin fin nos lleva a gobernantes que nunca se quitan el gorro de candidatos, gobernando para sus intereses más que para los de la ciudadanía. Todo son fuegos de artificio, propaganda, desinformación; cualquier decisión está basada en un calendario electoral. El bien común se convierte en un simulacro; todo es danza, todo es ruido, todo es humo, todo es niebla.
Y vamos a los partidos. Otra de las causas profundas de haber convertido a España en una ineptocracia es el sistema de partidos. En un mundo ideal, los partidos serían máquinas meritocráticas para seleccionar a los mejores para gobernar los intereses de todos al llegar al poder. Sin embargo, quienes conocemos las dinámicas de los partidos sabemos que son una especie de red clientelar destinada a cortar cabezas de quienes hagan sombra a los líderes y a reunir una legión de fieles que los acompañen y, si es necesario, se inmolen por ellos. Después, si eso, ganan elecciones y, quienes ocupan los cargos de responsabilidad no son los mejores, son aquellos que han demostrado suficiente vasallaje en la vida interna del partido. Que sean adecuados o no para ser ministros, consejeros, concejales o lo que sea, es un tema menor para ellos, hasta que llega lo inesperado: la catástrofe, la guerra, la pandemia. Los partidos se han convertido en maquinaria de mediocridad y servilismo clientelar (salvo algunas honrosas excepciones).
Estas son las causas profundas de lo que estamos viendo. La tragedia de Valencia solo ha sido un acelerador de la decadencia, del colapso del sistema. Sin Valencia, el deterioro habría sido más paulatino, pero igualmente inexorable. El fango político, esa evasión de responsabilidades, ese culpar al otro de las muertes, ha tenido una excepción: el Rey. Como jefe del Estado, cumplió con su deber, dio la cara, intentó movilizar los recursos de nuestro país, pero se encontró con el muro de la incompetencia y el cálculo partidista. Esto debería hacernos reflexionar; necesitamos que, en momentos como estos, exista una figura que lidere más allá de los intereses espurios, más allá del cálculo electoral.
Desde aquí, como muchos, creemos que debería haber un movimiento de regeneración, de racionalización, de altura de miras y de visión de Estado. Hay que preguntarse para qué queremos el Estado, qué tamaño debe tener, cómo debe ser, qué contrapesos o check and balances requerimos, qué cultura política es la adecuada, qué sistema electoral necesitamos, qué mecanismos de selección deben tener los partidos (¿un cursus honorum?), qué papel debe tener la monarquía como aglutinador y visión estratégica, y, si me apuran, alguien debería abordar, desde un patriotismo sincero, qué es España y qué queremos que sea España. La pregunta es: ¿habrá alguien ahí fuera que anteponga el bien común por encima de su interés o del interés de su partido?