Lo que das, no vuelve
«Deberíamos poder volver a votar a gente que cumpla lo que promete. Sin pagar de nuevo, porque el dinero de nuestros impuestos se va por las alcantarillas»
No estoy sola. Eso me comunican los carteles rosas de publicidad institucional que cuelgan ahora mismo de las farolas barcelonesas. Me alegra saberlo, pues tenía mis dudas en esta ciudad de dos millones de vecinos. Empiezo a estar harta de tanto eslogan, banal y cursi, pagado por todos. Llego al bar, abro el periódico, y leo el último mensaje del Gobierno de España: «Lo que das, VUELVE». A toda plana y en colores, Hacienda nos asegura que lo que entregamos a Hacienda retorna: en la pensión, con el permiso de paternidad, en la beca, durante las emergencias… El anuncio televisivo en el que los servicios de ayuda rescatan a los necesitados apareció en TV durante la DANA. «Cuando hay una emergencia, llegan ellos», dice el spot. Qué inoportuno ante tanta desgracia. En el café de mi calle, la frase del año es: ¿A dónde van nuestros impuestos?
Desde Rodríguez Zapatero, ningún Gobierno español ha gastado tanto en publicidad como el de Pedro Sánchez. Sus ministerios, además de entidades dependientes, han comprometido 270 millones para 2024. Grosso modo, el Gobierno de Sánchez, desde 2019 hasta hoy, lleva gastados unos 1.500 millones de euros en sus planes de Publicidad y Comunicación Institucional. Por segundo año consecutivo, el Estado es el principal anunciante español. Se añoran aquellos tiempos en que El Corte Inglés, l’Oreal o Telefónica subían al podium de los anunciantes. Los ciudadanos no quieren, en general, pagar televisiones públicas con costes mayores a los de los grupos audiovisuales privados ni subvencionar medios de información por afinidades gubernamentales.
El problema sigue siendo la transparencia. Varios ministerios y sociedades públicas se abstienen de entregar todos sus datos y no pasa nada. La suma global tampoco se desglosa por medios u objetivos ni aparece en un fichero único. La Fundación Civio, cuyo lema es Periodismo y acción para vigilar lo público, lleva años advirtiendo que gran parte de las ayudas publicitarias públicas se distribuyen a través de centrales de medios. Las centrales se utilizan «como tapadera a la transparencia», aunque el último en escoger destino sea siempre Moncloa, la Generalitat, la Junta o el ministerio de turno. Las cuentas de la política de comunicación de las instituciones públicas son un oscuro cajón de sastre en el que cabe de todo.
Llevo años observando cómo aumentan los banners públicos por las ciudades, en marquesinas de autobuses, paradas de metro, farolas… También asisto al crecimiento imparable de la publicidad institucional, la que tiene objetivos de imagen más que de información relevante para el usuario. Abundan los mensajes banales firmados por alguna institución que pagamos todos. La fe en el eslogan se ha extendido entre los departamentos de Comunicación como si viviéramos en la Cuba castrista. Sigue, asimismo, la lluvia de asesores debido a la falta de capacitación de los cargos políticos.
En un momento dado del pasado año, media Cataluña se llenó de cartelitos que decían «Millor en casa». Era sobre la necesidad de los catalanes de envejecer con dignidad en sus propios domicilios. Los ingenuos dibujos de casas y ancianos felices -parecidos a los de la Rue del Percebe de los viejos tebeos- los firmaba la Diputación de Barcelona. La entidad, que agrupa a los ayuntamientos de la provincia, cuenta con un presupuesto total de 1.244 millones de euros para 2024, el más elevado de su historia.
«La Diputación de Barcelona tiene una televisión que contrata desde hace siete años a la señora de Carles Puigdemont»
La campaña sobre los mayores tuvo un presupuesto publicitario de medio millón de euros. Sin embargo, en esa misma provincia, la espera para entrar en un geriátrico -debido a la escasez de centros- es de entre dos y tres años. Y no existen estadísticas fiables sobre la cantidad de personas de edad avanzada que acaban contratando inmigrantes (casi siempre ilegales y con sueldos bajos) para que les cuiden. Habrá que decidir, en algún momento, cómo invertir mejor el gasto público y dejarse de eslóganes.
Es verdaderamente extraña la supervivencia de las 41 diputaciones españolas. Muchos, durante la Transición, creíamos que esos entes decimonónicos iban a cerrar con la creación de las autonomías. Siguen vivas. Fichando a expolíticos y familiares, repartiendo publicidad. La de Barcelona da para mucho: hasta tiene una televisión que contrata desde hace siete años a la señora de Carles Puigdemont, con una audiencia que no llega al 1%.
Intentamos entender lo que está pasando, leer entre líneas como hacíamos antes. Pero cansa andar todo el tiempo intentando descubrir «qué nos quieren vender hoy», aceptar que desde el Gobierno se empeñen en volver al viejo truco de dividirnos entre buenos y demócratas (los más o menos de izquierda) o malos y fachas (la derecha en su totalidad). Mientras eso sucede, los anuncios de nuevos impuestos para los ricos, sus empresas y sus yates, continúan teniendo algunos fans. «Más transporte público y menos Lamborghini», explicó Pedro Sánchez tras anunciar su última subida de impuestos. ¿Cuántos lamborghinis hay en España? Alrededor de 260. En la última década, se matricularon unos 26 por año. Poco ingresarán con ellos.
«Si los políticos no cumplen con su deber, los españoles acabarán desconfiando de la política»
Si los políticos no cumplen con su deber, perdiéndose en sectarismos, enchufes de familiares y gastos innecesarios, los españoles acabarán, como ha pasado en Estados Unidos, desconfiando de la política clásica. Votarán al distinto, al que promete la grandeza nacional, al populista, y, sobre todo, al que baje precios e impuestos. Antes de depositar su papeleta, los más mayores se acordarán de la frase de un conocido spot de los sesenta que acababa diciendo: «A mí plin, yo duermo en Pikolín».
Creo, como decía el PSOE en 2004, que «merecemos una España mejor». Después del desastre vivido, de los pactos con el independentismo y de la dificultad que existe para aprobar presupuestos sin hacer absurdas concesiones, los españoles deberían tener la oportunidad de volver a votar a gente que cumpla lo que promete. Sin pagar de nuevo, porque el dinero de nuestros impuestos, a menudo, se va por las alcantarillas. Y no vuelve.