Asesinos, héroes y extrañados
«Dos libros, ‘Extrañados’ de Jorge Freire y ‘Borroka’ de Alfonso J. Ussía, dos autores nacidos en la democracia asentada, permiten mirarnos tal como fuimos»
“Lo que pasó, lo olvidé.
Lo que se fue, lo perdí.
Y nunca supe por qué
solo en mí mismo encontré
memoria amarga de mí”
José Bergamín
No todo está perdido cuando sabemos guardar memoria amarga de nosotros. Como el Don Juan de Zorrilla la guardaba de si mismo. Como la guardó durante tanto tiempo el intempestivo Bergamín. No olvidar lo que fuimos. No perder lo que se fue. Ser conscientes de que, dentro de nosotros, llevamos el monstruo y el milagro. Que nuestros vecinos pueden ser asesinos o héroes. Todos podemos ser extrañados de nosotros mismos. Hay dos libros recientes de dos autores nacidos en la democracia asentada, con el PSOE en el poder, que permiten mirarnos tal como fuimos. Tal como pudimos ser.
Un ensayo sobre cuatro autores «inactuales e intempestivos», cuatro maneras de desarraigo, de soledad por más que «triunfaran»-unos más que otros- con sus obras. Jorge Freire, joven filósofo y escritor, después de advertirnos de la banalidad del bien, nos acerca a las vidas, obsesiones y perversiones de Wodehouse, Wharton, Blasco Ibáñez o Bergamín. Nos detendremos en ese rara avis de nuestra cultura, de nuestra historia y nuestra memoria, más o menos cercana, que fue José Bergamín. Este católico tan peculiar, este «españolazo» amante de la tauromaquia, entre la modernidad y el casticismo, entre comunistas y gudaris, que se forjó entre la independencia y la soberbia, entre la tozudez y la melancolía y que terminó de compañero de viaje de los filoetarras y batasunos.
Bergamín, con su mirada de solitario pájaro de altura, fue de los que quiso no ver, no condenar, no admitir lo que estaba pasando en esos «años de plomo y sangre» en el mundo de la Borroka que, de manera vibrante y cercana, relata Alfonso J. Ussía en su novela.
Los que me conozcan, o me hayan leído, saben las admiraciones varias que le tengo al escritor, al poeta, al intelectual que supo y quiso entrar en muchos laberintos. A ese Bergamín tan contradictorio en vida y obra le guardo respeto, aunque no comparta su mirada política. Ni la de aquel defensor de las chekas, ni del que pedía dureza contra los que se desviaran del «único camino» ni al que, para defender a la República, enseñó la pistola a sus amigos de entonces. Nunca olvidaré una conversación con el liberal y culto, divertido y bondadoso Pepín Bello. Cuando le pregunté por qué no optó por el exilio después de haber sufrido el asesinato de su íntimo amigo Federico García Lorca y otros desmanes de los sublevados y prefirió quedarse escondido en Madrid al amparo de los Garrigues con el miedo en el cuerpo.
Con su memoria no vengativa y su tranquila independencia, me confesó que temía a ambos bandos. Que un hermano murió asesinado en Paracuellos y que, cuando vio a Bergamín con pistola, decidió que aquellos compañeros de vida e inquietudes de su fotografía de la generación del 27 en el Casino de Sevilla, ya no eran los suyos. Su naturaleza amistosa y no sectaria le permitió seguir viendo en sus regresos a Buñuel, Alberti o Bergamín.
«Bergamín no quería dejar de ser peregrino en su patria, de ser el intransigente y negador que siempre fue»
Pepín siempre se alegró de haber permanecido en España y haber podido disfrutar de la vuelta a la normalidad en la Residencia de Estudiantes, de participar en las discusiones con los diferentes, en las discretas tertulias, casi clandestinas, en compañía de Chueca Goitia, Juan Benet, los Garrigues, Alfonso Buñuel o María Asquerino. Eran esa tercera España de exilios interiores, de aquellos que creyeron en la transición y en la recuperación de la democracia. Una tercera España a la que también pertenece Cansinos Assens cuyo imprescindible Diario 1944 acaba de publicarse.
Nada que ver, como señala Freire, con lo tozudo en su desarraigo voluntario que siempre mantuvo Bergamín. Por un lado, le gustaban las tertulias en el bar del cura Lezama, El Alabardero; le gustaba vivir «frente a Palacio», le gustaban las jóvenes que se le acercaban, mimaban o cuidaban y hasta el humor de José Luis Coll. Por otro no quería dejar de ser peregrino en su patria, de ser el intransigente y negador que siempre fue. Con estilo, gracia, aciertos creativos, músicas calladas y soledades sonoras se sintió solo en su barricada contra una España que había cambiado. En un momento le convencieron para presentarse por una candidatura republicana al Senado. Obtuvo 26.000 votos -«No sabía que tuviese tantas admiradoras», comentó con humor- pero no fue elegido y quedó otra vez solo y decepcionado.
Cuando podría haber elegido el dulce retiro en la Sierra de Aracena, como los herederos de su querido Chesterton, le llegaron las tentaciones abertzales, colaboró en Egin, se hizo amigo de los curas vascos proetarras y decidió dejarse querer por aquellos que pasaron del seminario a la parabellum. Se fue a comer alubias rojas con los excuras obreros que cambiaron sus rezos por los himnos gudaris. Como escribe Freire: «Hay zulos en parroquias y entre sus activistas se encuentran sacerdotes y hasta frailes capuchinos. Bergamín no se percata de que el catolicismo progresista ha cedido su lugar a un carlismo redivivo que hace del euskera un amuleto con el que espantar el diabólico liberalismo».
De los «ojos que no ven» de Bergamín a la mirada de «realismo sucio», de muerte y asesinatos que no se pueden dejar de ver, en la narración de Ussía hay todo un camino de bajada a los infiernos. Narra una realidad con muchos villanos, colaboradores activos o pasivos y algunos héroes. Novela de no ficción que nos devuelve a momentos crueles, duros e indeseables de nuestra historia. Leído ahora parece intolerable que una injustificada matanza de inocentes fuera posible.
«Aquellos comandos de la muerte estaban amparados desde púlpitos y tabernas, desde izquierdismos farsantes»
Recuerdo el efecto y el malestar que me produjo la novela de González Sainz, Ojos que no ven donde se cuenta algo podrido nuestro, de una sociedad que había cambiado, que había sabido hacer su transición, pero que todavía no era capaz de terminar con el terror de unos pocos.
Aquellos comandos de la muerte estaban amparados desde púlpitos y tabernas, desde izquierdismos farsantes, con pistoleros captados entre «las personas más radicales y más brutas dispuestas a cometer actos vandálicos». Estos serían los ejecutores de la patriótica misión de socializar el terror, la kale borroka tan documentada desde la verdad de los hechos en esta novela.
Espantan todas las muertes. De profesionales, empresarios, obreros, guardias civiles, periodistas, policías, políticos de todo pelaje… pero la narración de ese coche bajando cargado de amonal, con tornillos y metralla, escamas de jabón para provocar mayor daño entre los niños que jugaban en el patio del cuartel de la Guardia Civil de Vic o entre otros niños o adultos cercanos, aquella crueldad insoportable que produjo muertes y amputaciones, nos dejó especialmente humillados y heridos a todos. Aquello significó el principio del fin de una lucha contra el mal que también tiene muchos héroes.
En la presentación del libro, un veterano periodista que estaba a mi lado dijo con rabia y tristeza: «Algunos de esos siguen mandando». Han sido derrotados y vencidos, pero algunos no arrepentidos siguen mandando entre nosotros. Tendremos que seguir vigilando. No es tiempo para gobernar a sustentados por aquellos que no quisieron ver. O que vieron, participaron y siguen celebrando con chacolí aquel pasado. Con ese vino brindaron los del comando Barcelona. Recuérdalo tú y recuérdaselo a otros.