THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Cuando el ecologismo mata

«Lo sucedido en Valencia es, sobre todo, culpa de una doctrina: el ecologismo radical, que no sólo ampara a sinvergüenzas, sino que resulta muy peligroso»

Opinión
1 comentario
Cuando el ecologismo mata

Ilustración de Alejandra Svriz.

Andan enzarzados nuestros inefables políticos en la estéril polémica de quién dio o no dio la alarma de la gota fría que asoló Valencia, cuando esta cuestión es secundaria frente al verdadero crimen: no haber hecho las obras hidrológicas imprescindibles ni realizado el mantenimiento del entorno para proteger una zona que desde hace siglos sufre inundaciones.

No me voy a remontar al año 1969, cuando ya se contemplaba la necesidad de completar la recién finalizada obra del nuevo cauce del Turia con otras actuaciones que protegieran el sur de Valencia. No hace tanto, en 2009 para ser exactos, la Confederación del Júcar recordó a los responsables políticos esta carencia y advirtió del riesgo que suponía no acometer las obras para evitar inundaciones en el fatídico barranco del Poyo.

Poco más de una década después, en 2021, cuando parecía que por fin se realizarían las obras, estas quedaron suspendidas sine die por culpa de La Ley de La Huerta de Valencia (Ley 5/2018), que clasifica ciertas áreas de la histórica huerta valenciana como «no urbanizables», aludiendo a la protección del patrimonio cultural, la sostenibilidad ambiental y el fomento de la agricultura tradicional y colaborativa. Esta ley fue aprobada en 2018 por el Gobierno de la Comunidad Valenciana, liderado en ese momento por una coalición del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y Compromís, con el apoyo de Podemos. Así que, puestos a señalar culpables, prepárense porque la lista es realmente larga.

El número de manifestantes que se echen a la calle para exigir la dimisión de un par de políticos no cambiará la realidad. Lo sucedido en Valencia no es culpa sólo de un puñado de nombres propios en un momento muy concreto, sino de muchos a lo largo del tiempo. Pero, sobre todo, es culpa de una doctrina: el ecologismo, que no sólo ampara a sinvergüenzas, sino que en su actual formulación radical resulta extremadamente peligroso.

Por supuesto, no me refiero al ecologismo entendido de forma razonable, como el cuidado del entorno y la deseable aspiración de que la actividad humana sea cada vez más eficiente y respetuosa con el medio ambiente. Hablo del ecologismo como idea de progreso incontestable y que tiene en la izquierda a su principal promotor y usufructuario; y en los ecologistas sobrevenidos de todos los partidos, sus colaboradores necesarios.

Del ecologismo radical al Decrecimiento

Durante un tiempo Tierra y Mujer parecieron estar a la par como los dos sujetos fundamentales de la acción política de la izquierda. Sin embargo, los izquierdistas no tardaron en descubrir que las posibilidades del ecologismo para, primero, condicionar y, después, neutralizar cualquier idea alternativa de progreso que los desafiara eran potencialmente enormes.

Desde entonces la capacidad del ecologismo para condicionar y someter cualquier iniciativa relacionada con el desarrollo humano se está demostrando intratable. Pero esto no habría sido posible sin la propagación fulgurante en las universidades, y desde ahí a la política, de una doctrina derivada: la doctrina del Decrecimiento, de la que emana el cuerpo de zapadores travestidos de economistas y sociólogos del ecologismo radical.

El número de universidades occidentales que han incorporado el estudio y la enseñanza a sus alumnos del Decrecimiento como una teoría económica viable no deja de aumentar. En Europa, por citar sólo algunos ejemplos, el Decrecimiento ya tiene departamentos en la Université de Paris-Saclay (Francia), Universitat Autònoma de Barcelona (España), Université de Lausanne (Suiza), Università degli Studi di Torino (Italia), Stockholm University (Suecia), Lund University (Suecia), University of Sussex (Reino Unido) o University of Leeds (Reino Unido).

En Norteamérica, el Decrecimiento se estudia e imparte, entre otras, en la Université du Québec à Montréal (Canadá), University of Vermont (EE UU), University of California, Berkeley (EEUU), University of Michigan, Ann Arbor (EE UU), University of Oregon (EE UU), Arizona State University (EE UU), University of Massachusetts (EE UU), Yale University (EE UU), Columbia University (EE UU), University of North Carolina at Chapel Hill (EE UU) o New York University (EE UU).

«Alemania es el líder académico indiscutible en el estudio y enseñanza del Decrecimiento»

Pero si hay un lugar que podamos considerar el baluarte académico del Decrecimiento, este lugar es Alemania. El país germano, que casualmente parece sumirse en una crisis industrial sin precedentes desde la II Guerra Mundial, es el líder académico indiscutible en el estudio y enseñanza del Decrecimiento. Sus principales universidades no sólo cuentan con potentes departamentos dedicados a esta materia, sino que han sido claves en la organización de eventos internacionales y redes de investigación, posicionando a Alemania como uno de los principales centros de estudios sobre el Decrecimiento en Europa y en el mundo. Estaría bien que los académicos decrecentistas salieran de los campus y dieran conferencias sobre lo estupendo que es decrecer en las factorías y fábricas que van a despedir a decenas de miles de trabajadores alemanes.

Una fulgurante historia de éxito

El camino que ha seguido el Decrecimiento hasta convertirse en una corriente dominante al servicio del ecologismo radical ha sido relativamente largo, pero en tiempo histórico es más bien corto, porque en menos de tres cuartos de siglo se ha hecho omnipresente. Los orígenes se remontan a la década de 1950, con la crítica al consumismo de algunos pensadores como Lewis Mumford e Ivan Illich, que comenzaron a advertir sobre los efectos nocivos del consumismo excesivo, la alienación social y el impacto ambiental del crecimiento sin control.

Más tarde, en 1972, el informe Los límites del crecimiento publicado por el Club de Roma marcó un hito. Sus autores analizaron las consecuencias de un crecimiento económico y demográfico ilimitado, advirtiendo que este llevaría al agotamiento de los recursos y al colapso del planeta. Aunque este informe no proponía explícitamente el decrecimiento, animó los debates sobre la necesidad de cuestionar los objetivos de crecimiento en la economía mundial.

Curiosamente, ninguno de los pronósticos de Los límites del crecimiento se cumplió. De hecho, todos —y cuando digo todos, es todos— fallaron miserablemente, pero la idea, lejos de ser desechada, fructificó en el concepto de «estado estacionario» del economista ecológico Herman Daly.

«En 1987 se produjo otro salto cualitativo con el concepto de ‘desarrollo sostenible’»

Así, en 1987 se produjo otro salto cualitativo cuando el concepto de «desarrollo sostenible» se popularizó con el Informe Brundtland. Aunque el desarrollo sostenible aún promovía el crecimiento, su énfasis en la sostenibilidad inspiró corrientes de pensamiento más radicales que cuestionaban la viabilidad del crecimiento continuo.

Sin embargo, hubo que esperar a la década de 1990 para que el término «decrecimiento» (décroissance, en francés) fuera utilizado por primera vez en el contexto académico por Serge Latouche y André Gorz en Francia. Más tarde, en 2002, el Decrecimiento ya como doctrina con nombre propio fue impulsado en Europa con una gran conferencia en París a la que acudieron numerosos académicos y activistas.

Pero el espaldarazo definitivo al Decrecimiento vino con la crisis financiera de 2008. Teóricos decrecentistas como Tim Jackson, autor de Prosperity Without Growth, aprovecharon la Gran recesión para argumentar que la prosperidad y el bienestar no dependían del crecimiento económico, sino de la equidad, la sostenibilidad y la «resiliencia comunitaria». A partir de ese momento el Decrecimiento experimentó un boom académico sin precedentes y las conferencias internacionales se volvieron eventos periódicos, atrayendo a académicos, activistas… y cargos políticos.

El pánico moral de este siglo

En la actualidad, según la engolada jerga académica, la doctrina del Decrecimiento es una corriente de pensamiento económico, social y político que aboga por la reducción controlada y equitativa de la producción y el consumo en las sociedades desarrolladas. Pero expresado de forma más certera y directa el Decrecimiento es en esencia una doctrina anticapitalista, tan viable y estupenda como lo fue en su día el comunismo.

«Al decrecimiento económico lo que le sigue invariablemente es el atraso, el desempleo y el empobrecimiento»

Los principios fundamentales del Decrecimiento, la sostenibilidad ambiental, la justicia social, la calidad de vida, la economía local y solidaria y la reducción de la jornada laboral pueden parecer muy atractivos, la piedra filosofal de la vida buena. Pero si bien el papel lo aguanta todo, no sucede lo mismo con la realidad. Al decrecimiento económico lo que le sigue invariablemente es el atraso, la pérdida de calidad de vida, el desempleo y el subempleo, el empobrecimiento, el desmoronamiento del Estado de bienestar y, en última instancia, el deterioro de la salud pública y la reducción de la esperanza de vida.

Ocurre, sin embargo, que, puesto que la doctrina decrecentista sirve a una doctrina superior, enfrentarse a ella implica por fuerza desafiar a una de las ideas más beligerantes e intimidantes de la historia reciente: el ecologismo. Un dogma cuya capacidad para generar pánicos morales es extraordinaria. No en vano la criatura del ecologismo radical, la emergencia climática, es el pánico moral de este siglo. Un fenómeno de histeria colectiva desencadenado y alimentado desde el poder, esponsorizado por corporaciones y propagado por los medios de información, que se llevan su parte del pastel en forma de campañas publicitarias, patrocinios y eventos relacionados.

Ante esta histeria colectiva, no sólo los progresistas racionales y sensatos temen levantar la voz y optan por colocarse en línea para no ser señalados como herejes, muchos conservadores y liberales, para evitar el estigma del negacionismo, se abrazan a conceptos relacionados como «economía sostenible» o «economía circular». Esto ha impedido que desde la política se diga la verdad, que lo que arrasa poblaciones, llevándose por delante vidas y haciendas, es un ecologismo radical que alienta el determinismo catastrófico de lo que hoy llaman DANA.

Los desastres naturales son y serán siempre una amenaza, pero lo que los convierte en sumamente letales es no prevenirlos, santificar los espacios naturales para que sean intocables y no hacer nada frente a ellos, confiando en que la lotería del desastre le toque al siguiente gobernante.

Devolver el espacio ganado a la naturaleza para que esta se desarrolle agreste, salvaje e incontrolable se ha demostrado letal no en un país lejano y atrasado, sino en España, la cuarta potencia de Europa. Sin embargo, lo sucedido en Valencia no será nada en comparación con los efectos combinados del ecologismo radical y su doctrina derivada, el Decrecimiento. Porque el primero está convirtiendo a la naturaleza en un monstruo, pero el segundo nos dejará sin recursos e inermes frente a ella.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D