Un pelín demasiado comunicativos
«En realidad no hay ideas muy sólidas para la mejora de la vida de los ciudadanos que convenga ‘comunicar’, sino ocurrencias que cambian según sopla el viento»
Entre los muchos análisis, unos atinados, otros interesados, que se vienen publicando sobre la catástrofe de Valencia y sobre las insuficiencias o defectos clamorosos que ha revelado en nuestro sistema de gobernación–¿tenía que pasar una catástrofe real para que se viera claramente la distancia sideral entre realidad y gestión?— creo que nadie ha apuntado al hecho, tan significativo, de que mientras sucedía la catástrofe sus Señorías debatían sobre una ley para que el Gobierno coloque en la televisión pública a una recua de «consejeros» de su cuerda, a cien mil euros por cabeza, y el presidente valenciano almorzaba largamente con una periodista para ofrecerle la dirección de la televisión pública de la región.
Por un lado, la realidad, por el otro la televisión. La naturalidad con que aceptamos que los gobernantes pongan a su antojo a los directivos de los medios públicos de persuasión es llamativa.
Cuando los números de las estadísticas no salen como nos gustaría, los partidos lamentan que ha faltado «pedagogía», ha faltado «discurso», ha faltado «relato», no se ha sabido «comunicar» bien sus propuestas y posicionamientos. Lo cual es curioso, pues da la impresión, a juzgar por los bandazos e impromptus que dan en asuntos fundamentales, de que en realidad no hay ideas muy sólidas para la mejora de la vida de los ciudadanos que convenga «comunicar», sino ocurrencias que cambian según sopla el viento, según se acercan o no unos comicios. Lo que sí hay son sobre todo equipos de comunicación y marketing, aparatos de propaganda y agitación, copys que inventan slogans y maquiavelos de gabinete, pinganillo y argumentario. Quizá eso está en la base, en el núcleo del sistema democrático, pero es asombroso que no dé más que pensar.
Shoichi Nakagawa, un competente exministro de Finanzas japonés, pero alcohólico desde joven, un día salió beodo en la tele, y al poco tiempo se suicidó. No pudo soportar la vergüenza pública de su falta de ejemplaridad. Yo no pido tanto al señor Mazón, pero debería dimitir. Si no ya por su manifiesta incompetencia frente a los acontecimientos –los eventos, hijo mío, los eventos, le respondió famosamente McMillan al joven periodista que le preguntaba qué es lo más difícil de la gestión política— por arrogarse el derecho de ir ofreciendo la dirección de la tele pública a quien le pareciese.
No menos se han ganado la dimisión en masa sus señorías por debatir una nueva norma para que Mikimoto y otros sicarios de la persuasión –las cuotas- ocupen cargo y cobren sueldo de cien mil euros por calentar silla en un «consejo asesor» y a su vez enchufar a sus amigos mientras en los pueblos levantinos la gente se arruina y perece. ¿Es demagogia populista señalar la luminosa plasticidad de esta imagen? Bueno, pues oye… quizá sí, pero a mí no me esperéis en el colegio electoral. En ese cepillo yo ya he dado mi óbolo.
«Sus señorías estaban por la labor de legislar un nuevo bebedero de patos, no por coger una pala para limpiar el fango de las calles»
Sus señorías estaban por la labor de legislar un nuevo bebedero de patos, no por coger una pala para limpiar el fango de las calles en catástrofe. Cosa que, por otra parte, nadie les pedía, hubieran incluso agravado la situación, habría que haberles rescatado también a ellos, aunque desde luego hubieran ofrecido una bonita estampa 300 parlamentarios cada uno con una pala, metidos en el Ave a Valencia. «¡Tranquilos todos, que aquí llegamos los padres de la patria! ¡Esto nosotros lo arreglamos en un plis plas!»
No hay mucha política aquí; de hecho de las cosas de la política –el precio de la vivienda, el trabajo y el salario, las masas de emigrantes que intentan escapar de la miseria africana, suramericana y asiática, el cambio climático, el exterminio de los palestinos, las esperanzas perdidas– se encarga el gran dinero, las superestructuras financieras internacionales con sede en los paraísos fiscales. Lo que, en cambio, sí hay es mucha, demasiada «comunicación». De hecho, si bien lo miras, no hay otra cosa.
Y aprovecho que el Pisuerga pasa por Valladolid para pedir a los grandes medios españoles, correas de transmisión de la propaganda de los partidos, cuya subscripción he cancelado, que no insistan en enviarme ofertas para renovarlas, pues ya tengo ollas y palos de selfies de sobras, me he cansado del alipori y me he subscrito a The New York Times, que también es sesgado, pero sobre una realidad más ajena y, cómo decirlo, pintoresca; y además más barato, y así de paso mejoro mi inglés, que al fin y al cabo lo aprendí en la calle, de ahí que lo hable con ese peculiar acento búlgaro.
Sobre el dañino y arraigado atavismo español de los «almuerzos de trabajo», horterada también de vital interés, ya hablaremos otro día, si Dios quiere.