THE OBJECTIVE
Guadalupe Sánchez

La política como espacio para la impunidad

«En España, quien ostenta poder puede eludir la acción de la justicia, bien sea apelando a tecnicismos, bien a leyes o a sentencias dictadas ad hoc»

Opinión
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La política como espacio para la impunidad

Ilustración de Alejandra Svriz.

Socorrer al que se encuentra en peligro y en situación de desamparo no es sólo una obligación moral, también legal. El Código Penal apenas permite excusas para el que pasa de largo ante otro en apuros sin detenerse a asistirle: se enfrentará probablemente a una condena por un delito de omisión del deber de socorro salvo que acredite la existencia de un riesgo para sí mismo o para terceros. Pero no se haga ilusiones, estimado lector, pues se trata de un comportamiento únicamente exigible a los ciudadanos de a pie, a los que pagamos impuestos y cumplimos las leyes. La clase política está exenta, me temo: siempre hay una cuestión competencial o burocrática a la que pueden acogerse para esquivar su responsabilidad en situaciones de crisis. Lo ocurrido tras la reciente catástrofe en Valencia es un doloroso ejemplo de esta realidad.

La reacción oficial ante la tragedia de Valencia ha evidenciado nuevamente esta doble vara de medir, esta brecha insalvable entre los españoles y sus gobernantes. Mientras que los vecinos y voluntarios arriesgaban en Valencia su propia seguridad e integridad física para ayudar a los afectados, las autoridades los observaban a través de las cámaras, pensando en la mejor forma de politizar el dolor en su propio beneficio. El tristemente célebre «si necesitan recursos, que los pidan» pronunciado por Pedro Sánchez se ha convertido ya en un eslogan macabro que sintetiza la ausencia de previsión, de respuesta y de humanidad de una clase política distanciada de la realidad y de las necesidades del país que dicen gobernar. 

Esta indiferencia institucional está detrás de la frustración de los vecinos de Paiporta, que vieron en el coche de Pedro Sánchez un símbolo de esa desconexión entre los dirigentes y su pueblo, entre quienes llevaban horas achicando agua y barro sin descanso a pesar de haberlo perdido todo y una comitiva oficial que desfilaba, impoluta, ante sus incrédulos ojos. Muchos increparon al presidente del Gobierno, unos cuantos hasta zarandearon su coche. Una reacción visceral, pero comprensible, que no sólo les expuso a ser señalados como ultraderechistas organizados, sino que llevó a que algunos hasta fueran detenidos por una unidad de élite antiterrorista y puestos a disposición judicial. 

Imaginen qué debió pesar esa buena gente de Paiporta cuando declaraba ante el juez mientras se sucedían en su cabeza las imágenes del prófugo Puigdemont realizando un mitin en pleno centro de Barcelona y marchándose después de vuelta a Waterloo sin que nada ni nadie se lo impidiese. ¿Cómo le vas a pedir al sufrido contribuyente que crea en la igualdad ante la ley, cuando su cumplimiento está supeditado a que el presidente no necesite del apoyo parlamentario de los tuyos para seguir gobernado? Yo no puedo, me da vergüenza.

Porque lo cierto es que esta impunidad de la política no nace con la infame ley de amnistía, viene de atrás. Ahora sólo estamos asistiendo a las consecuencias de su culminación. Sirva de ejemplo la reciente sentencia del Tribunal Constitucional sobre el caso de los ERE andaluces. Mientras la Sala Segunda del Tribunal Supremo condenó a los principales responsables políticos de la Junta por malversación de caudales públicos y prevaricación, el Constitucional decidió corregir la sentencia para excluir los actos políticos del ámbito de aplicación del primero de los delitos: lo que se vota en una asamblea nacional o regional, no delinque. Los de Pumpido tuvieron el cuajo de acusar a los de Marchena de desconocer la separación de poderes, como si de la misma se coligiese la existencia de un espacio de impunidad para la política.

El mensaje que se está lanzando es devastador: en España, quien ostenta poder puede eludir la acción de la justicia, bien sea apelando a tecnicismos, bien a leyes o a sentencias dictadas ad hoc. Algo impensable para el ciudadano común de cuyo esfuerzo y sacrificio sale el dinero que los impunes despilfarran. Luego los escuchas expresar su preocupación por la enorme desafección de los españoles hacia la política y las instituciones. Hay que tener el rostro muy duro y los bolsillos repletos para decirlo sin reírse.

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