THE OBJECTIVE
Ricardo Cayuela Gally

Sincronizados

«En la forma vertical con que adoctrina a la sociedad, trata a sus subordinados y estigmatiza a sus críticos, el presidente ejerce una intolerancia que recuerda la ‘hoguera de las vanidades’»

Opinión
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El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. | Ilustración: Alejandra Svriz

En el seno del Gobierno de Pedro Sánchez se dan cita dos formas de ejercer y entender el poder. Por un lado, están los spin doctors, asesores y primeros colaboradores, cuya misión es construir un relato creíble del Gobierno. Son discípulos involuntarios de Maquiavelo (sin necesidad de leerlo) y saben que conservar el poder es el fin del Príncipe, meta que justifica todos los medios. Por otro están los trogloditas de la era analógica, apparátchiks del partido, fontaneros, políticos de la vieja escuela, indispensables para ganar congresos, primarias y elecciones, que quieren el poder para enriquecerse y divertirse. Una corrupción tosca, del tipo Torrente, de mariscadas, cocaína y putas. Los primeros son Naphtas que hablan como Settembrinis; los segundos no saben quién fue Thomas Mann, ni falta que les hace.

Los fanáticos del poder como fin en sí mismo tienen el aval explícito del presidente, y su involucramiento personal y cotidiano, aunque, como bien sabe Iván Redondo, pueden caer sin remordimientos a conveniencia del líder. El prototipo de estos personajes es Félix Bolaños, aunque la lista es larga. Atildados, meticulosos, pura lengua de madera. Su materia prima no es la mentira, aunque recurran a ella con peligrosa asiduidad, sino la construcción de una realidad alternativa. No perder el relato al menos, en palabras del fiscal general del Estado. Su principal logro ha sido la construcción exitosa de lo que se bautizaron certeramente entre José Ignacio Werth y César Calderón desde Twitter como el «equipo de opinión sincronizada». Sin necesidad de la vulgaridad del Aló, Presidente de Hugo Chávez o las grotescas conferencias de prensa matutinas del tándem López Obrador-Claudia Sheinbaum, apodadas popularmente como «las mañaneras», Pedro Sánchez ha logrado alinear a su favor a un grupo heterogéneo de medios públicos y privados que de manera sospechosamente parecida replican el argumental del Gobierno ante cada coyuntura difícil. La orientación ideológica de estos medios está a la izquierda, obviamente, pero en un arco amplio, ya que va de la socialdemocracia a la extrema izquierda, lo que refuerza su verosimilitud. El resultado es que, por citar un asunto de las decenas que caen en esta categoría, para un número no desdeñoso de ciudadanos, que conforman su piso electoral, Pedro Sánchez no traicionó por unos pocos votos la igualdad ante la ley con la amnistía a los participantes del golpe de Estado en que terminó la pantomima del procés, sino que resolvió un tema desde la política que el PP, en su inoperancia, había judicializado innecesariamente.

Los segundos, cínicos del poder como medio, cuya cabeza visible es José Luis Ábalos, también cuentan con el aval del presidente, que permite la corrupción siempre y cuando no le perjudique o salpique, en cuyo caso puede ser implacable. Estos personajes, que incluyen empresarios contratistas del Estado, no ven el poder como algo valioso en sí mismo, sino como un instrumento para el ascenso social. Para los primeros, la Moncloa es un espejo; para los segundos, una escalera o incluso una ganzúa.

«Pedro Sánchez ha logrado alinear a su favor a un grupo heterogéneo de medios públicos y privados que de manera sospechosamente parecida replican el argumental del Gobierno ante cada coyuntura difícil»

En una situación aparte se sitúa su mujer y su hermano. Estos demuestran que el propio presidente pertenece en el fondo de su alma al equipo de los cínicos, de los que no quiere ni puede desligarse, y que lo han llevado a cometer los únicos errores gruesos de manejo de crisis de su Gobierno, como la famosa carta a la ciudadanía o el impostado viaje a la India en calidad de inexistente jefe de Estado acompañado de una inexistente primera dama, pura compensación simbólica. 

En el ecosistema mediático que ha impuesto Sánchez de palo o zanahoria es de destacar el valor de algunos medios que no cejan en su empeño de servir de contrapoder. Su reto será cuando este Gobierno caiga y tengan que demostrar que su celo profesional no era sesgo ideológico sino deontología. Algunos no pasarán la prueba, me temo. 

La libertad de expresión está en el blanco de mira del poder, ya sea para instrumentalizarla, ya sea para deslegitimizarla. Para el presidente y su equipo, toda opinión desfavorable les parece motivada por intereses ocultos, una conjura de ultraderecha, que busca en los medios (y los jueces) lo que no obtuvo en las urnas. Así, el presidente crea una cámara de eco para los elogios que reclama su frágil ego y una coraza retórica que lo blinda ante las críticas legítimas, por duras que sean, lo que incluye señalamientos de errores puntuales fácilmente atendibles que se quedan sin resolver. 

Imposible avanzar así: la crítica es el motor de la era moderna y la base de cualquier avance. Desdeñarla y combatirla es condenar a España al retroceso y la polarización. Con los medios públicos, la estrategia ha sido la colonización partidista (uso la palabra con la propiedad que le falta al ministro de Cultura), cuyo cénit fue el decreto urgente aprobado sin discusión en el Congreso y publicado de urgencia en el Boletín Oficial del Estado para controlar la televisión pública en el día más trágico e incierto por el paso de la DANA en Valencia, con decenas de muertos sin enterrar, centenas de personas aún atrapadas en el lodo y miles de vecinos desesperados, sin luz, agua ni comida. En el caso de los medios privados, se trata de un control a través del uso descarado de la publicidad oficial (y otros apoyos encubiertos) y del castigo ejemplarizante, cuyo cénit fue la salida de Antonio Caño de El País como aviso a navegantes.

Con el descrédito desde el poder de la crítica y la tolerancia, que cancela la discrepancia civilizada, asistimos impotentes a un ataque al orden democrático, mucho más peligroso que el lejano 23F, al ser un ataque sibilino y subrepticio, enmascarado. En la forma vertical con que trata a sus subordinados, en la forma en que adoctrina a la sociedad y en la forma en que estigmatiza a sus críticos como parte de la fachosfera, el presidente ejerce una intolerancia que a veces recuerda la «hoguera de las vanidades» de Savonarola. 

Lo más peligroso es que, si toda crítica es producto de intereses espurios y toda idea distinta está equivocada, entonces la alternancia es inconcebible. Dejar el poder se convierte en un error moral, en una afrenta al pueblo. Y, por lo tanto, todo vale para garantizar la permanencia. Es la lógica de una mentalidad autoritaria que corroe desde dentro las bases de la democracia y la convivencia civilizada a lo largo y ancho del mundo, de la que España, tristemente, no es la excepción.

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