¿Y si también ha fallado la nación?
«Nada tiene de sorprendente que no haya habido una respuesta nacional a la DANA si el Gobierno es sostenido por grupos que niegan la existencia de España»
De todas las terribles imágenes de la devastación causada por la DANA en la Comunidad Valenciana probablemente tres quedarán en la memoria política por los años venideros: la perplejidad de los bomberos voluntarios franceses al llegar al lugar del desastre antes que cualquier institución de socorro española, la cobarde huida de Pedro Sánchez de la indignación popular en Paiporta y el estoicismo del Rey ante las quejas de los paisanos, dando testimonio de la presencia del Estado y quizá también de algo menos abstracto.
Se ha escrito con razón sobre la incompetencia y mezquindad de la clase política, del fracaso del Estado, de las insuficiencias y fallos estructurales del Estado de las Autonomías, de la suicida imprevisión por no haber realizado a tiempo las obras públicas necesarias para paliar la riada por simple dejadez o por un ecologismo mal entendido, de la ausencia, en definitiva, de la primacía de los intereses generales ante la tragedia.
Lo sucedido en Valencia no ha sido una crisis local, sino una crisis nacional como serán nacionales todas las emergencias que en el futuro se deriven del calentamiento global en un país tan en riesgo y tan poco preparado como el nuestro para hacer frente a ese desafío. Sin embargo, y pese a toda la retórica desplegada estas semanas, lo que parece no haber existido es la nación, más allá de ese eslogan propio de un nuevo 2 de Mayo de «sólo el pueblo salva al pueblo», que el supuesto Gobierno progresista, en pánico, se ha esforzado inmediatamente en contrarrestar.
Nada tiene de sorprendente que no haya habido una respuesta nacional si el Gobierno es sostenido por grupos políticos que niegan la existencia de la nación española, que consideran que la única posibilidad de una España democrática es una España rota (Otegi) y que ésta solo puede existir en su versión autoritaria e integrista (Primo de Rivera, Franco), como cárcel de pueblos o mortaja de naciones.
Pero lo que es aun dramáticamente más grave, es que el PSOE actual y lo que queda del naufragio comunista -¿quién lo iba a decir?- hayan hecho suyo el discurso de los partidos separatistas.
«El PSOE actual ha abandonado las tradiciones liberal y republicana de España como nación para devenir en el partido de la división»
Pedro Sánchez ha hablado de «cogobernanza», esa entelequia que como han escrito en estas páginas Juan Luis Cebrián y Teresa Freixes no existe en nuestro ordenamiento jurídico, versión actual de aquellas quimeras de la «nación de naciones» y la «España plurinacional» de tiempos de Zapatero, cuando los socialistas, convencidos de que ya habían pasado los tiempos de las mayorías absolutas, abrazaron la causa de los nacionalismos periféricos permitiendo la aceleración de la construcción nacional ya emprendida por las élites catalanas y vascas y su secuela de injusticias y despropósitos como la marginación del castellano en los colegios, la supresión de símbolos españoles, la creación de embajadas propias y ahora y de remate la «financiación singular» de un cupo catalán.
Lamentablemente para todos, el PSOE, un partido crucial para la consolidación de la democracia, ha abandonado las tradiciones liberal y republicana de España como nación («España es una República democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de Libertad y de Justicia». Art.1 de la Constitución de 1931) para devenir con Sánchez en el partido de la división (leyes de memoria, el muro) y configurar un país imposible de ciudadanos extenuados, abandonados y polarizados.
Las naciones no son un hecho de la naturaleza. Las crean los Estados con la invención del relato de una identidad común construido con los escombros, iluminándolos u opacándolos, de una historia compartida. Pero si un Gobierno no tiene claro que exista su nación, muy difícil será que defienda intereses nacionales. Llevamos más de dos décadas viéndolo en política exterior en relación, sobre todo, con América Latina –como se ha puesto de manifiesto con el bochornoso fracaso diplomático de la reciente Cumbre Iberoamericana en Ecuador- y ahora también en política interior.
España existe, es una evidencia, y no tiene por qué ser inmutable. Pero en ningún caso es una comunidad de vecinos mal avenidos sin rumbo, con un presidente más pendiente de mirarse al espejo que de gobernarla, y que solo paga derramas.