THE OBJECTIVE
Fernando R. Lafuente

Memorias póstumas o el crimen perfecto en efigie

«El escritor argentino Adolfo Bioy Casares compone en el volumen ‘Borges’ una suerte de diario en el que recoge las conversaciones mantenidas con su amigo»

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Memorias póstumas o el crimen perfecto en efigie

Los escritores Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares.

En el ya lejano, tal y como van los tiempos, 2006, se publicó, póstumo, el volumen Borges (Destino), una suerte de diario que había recogido a lo largo de décadas, el gran escritor argentino Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, 1914-1999) de las conversaciones con su íntimo amigo Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899- Ginebra, 1986), todas las noches que ambos cenaban (o comían en la terminología argentina) en lo de Bioy, calle Posadas, casa sita en el elegante barrio bonaerense de La Recoleta.

Se conocieron de manera harto curiosa. Adolfito, como era llamado en su familia, quería ser escritor, estamos en los años treinta del siglo pasado. Las familias de Borges y Bioy mantenían una excelente relación. Y los Bioy pensaron que si el chico, egresado en Derecho, quiere ser escritor, nada como encargarle a Georgie (Borges para la familia) que le ayude en tan difícil, complejo e imprevisible oficio. Y la cosa tiene su gracia.

Para que ambos comenzaran tal relación literaria, no se les ocurrió a los Bioy nada menos que enviarles a una estancia en el country (terminología de la burguesía porteña a la casa de campo) de los Bioy, propietarios además de una marca de yogures de enorme popularidad (y ventas) La Martona y que, entre los dos, elaboraran cierta publicidad del producto. El fin de semana tuvo dos consecuencias, por un lado, una publicidad muy alejada de los cánones del sector, y, por tanto, moderadamente inservible, y, por otro, una profundísima amistad que permaneció y se fortaleció a lo largo de los años. Incluso publicaron obra conjunta, elaboraron prólogos y antologías, y dirigieron colecciones editoriales, una de ellas dedicada a lo que hoy se denomina novela negra o algo así. Volvamos a la calle Posadas y a las cenas entre los dos amigos.

Allí cada uno confiesa, sobre todo Borges, sus admiraciones, escepticismos, exégesis y vituperios literarios. Borges, a tope. Le encantaba. Y Bioy, discreto siempre, más sugeridor que opinador, lanza preguntas, comentarios, sobre este, aquel autor o autora, libro, premio, título, obra en general y demás fanfarria de la vida literaria. Y Borges, nadie lo dude, entre al trapo en corto y por derecho. Qué comentarios, qué inteligencia y crueldad sobre algunos, qué manifestación sublime de querencias y desgracias literarias ajenas. Bioy disfruta cada noche como si fuera una soberana lección de historia y actualidad literaria. Sí, un lujo.

Terminada la cena, la memoria de Bioy es prodigiosa, una vez Borges se despide camino de su apartamento en la calle Maipú, Bioy se sienta en su despacho y comienza a escribir cada comentario, cada observación, cada maldad y cada elogio que Borges ha manifestado en la intimidad y confianza de tan verdadera y firme amistad. A quien esto escribe, Bioy le enseñó, en 1990, las carpetas en las que había reunido todas esas cenas, hoy, nadie lo dude, históricas para la literatura.

«No quería estar vivo cuando el libro se publicara porque lo que ahí se contaba iba a inquietar a la sociedad literaria argentina»

Bioy describe cada encuentro, apenas incorpora apostillas a lo supuestamente sucedido y conversado. Si el diario es un género que colinda, peligrosamente, con la traición (Mario Paoletti), las memorias tienden al ajuste de cuentas, incluso, y así son las mejores, con uno mismo. Bioy dejó claro que este libro sólo se publicaría como póstumo. La intención era aún más clara. Lo que contenían sus páginas era una visión de Borges, como nadie habría accedido a tener, o, mejor, de Borges a través de Bioy.

Pero, detrás de lo obvio, se agazapaba una intención, no quería estar vivo cuando el libro se publicara porque lo que ahí se contaba iba a inquietar, como mínimo, a la sociedad literaria argentina y alguna más y por la dimensión que adquirió la extraordinaria obra de Borges en la segunda mitad del siglo XX, al universo de las letras internacional. No se equivocaba.

Cuando se escribe de alguien que ha muerto y el que lo ha escrito ya es un muerto en el momento de la publicación, y el asunto central de lo escrito, se refiere a conversaciones privadas, vale la conjetura, por muy honorable que el autor sea, y a quien esto escribe le consta su honorabilidad, Bioy Casares era un caballero, no sé si el último pero casi, lo de crimen perfecto quedaría fijado no como una intención primera y perentoria de su autor, sino como una consecuencia, quizá no prevista.

La razón de unas memorias póstumas (estas lo son, aun bajo el género de diario, cabría entenderlas como unas memorias literarias), es el mismo hecho de ser póstumas, pero para que la venganza, o el crimen en efigie sea rotundo inapelable, deben cumplir una mínima exigencia de maleva intención: los contemporáneos de los que se habla, o buena parte de ellos, deben estar vivos, porque si no se pierde la contundencia.

Y aquí entra Hitchcock en acción. El formidable director inglés confesó alguna vez que, por fin, había descubierto el crimen prefecto. Después de darle vueltas en algunas de sus películas, La soga (1948), Extraños en un tren (1951), Crimen perfecto (1954), por ejemplo, había encontrado el modelo: unas memorias póstumas. Porque en cierto y castizo sentido, que le vengan a pedir cuentas al cementerio, o al crematorio, de lo escrito. Da la impresión de que poco ya le importará lo que puedan opinar los demás. Pero el libro queda, queda lo escrito, imperecedero, oculto o resucitado en el imparable devenir de los siglos.

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