Por vuestra guerra bipartidista, España es tercermundista
«Cuando sucede una catástrofe como la valenciana, los demás países occidentales nos miran, pero no ven las etiquetas políticas. Lo que ven es un país tercermundista»
La política española asombra, entre otras cosas, por el desperdicio de las oportunidades heroicas. Qué jugada maestra de ajedrecista político hubiera sido para Alberto Núñez Feijóo imponer a Carlos Mazón esa dimisión que en una democracia veterana hubiera llegado al cuarto de hora. Asombra la resignación (¿cristiana?) con la que los líderes del Partido Popular aceptan sumisamente cualquier fraude, estafa, trampa o chanchullo de sus colegas peperos. Ya lo hizo Mariano Rajoy al echarse sobre los hombros la corrupción heredada de Aznar, bendecida con un atracón de ocho horas etílicas en el restaurante Arahy de Madrid. Y luego, personificando aquel estrambote cervantino, incontinente, miró al soslayo, fuese y no hubo nada.
Un Partido Popular capaz de aprovechar ese código de honor partidista para exigir —con celeridad de país desarrollado— la destitución de Carlos Mazón por su flagrante abulia, hubiera ganado la batalla moral y mediática desde el minuto uno. Con un Mazón correctamente dimitido, la responsabilidad hubiera recaído sobre el Gobierno nacional de Pedro Sánchez, a quien buena parte de los titulares internacionales ya adjudican la DANA.
Las pavorosas imágenes y los trágicos datos que nos deja la gota fría de Valencia traen recuerdos de otra reciente catástrofe mal gestionada en España: la pandemia de coronavirus. Hasta marzo de 2020 la prensa nacional repetía sin cesar, en textos de autobombo triunfal, que la sanidad pública española era la mejor del mundo. Aquel fue el año en que esa fantasmagoría se vino abajo con estrépito. Ahora, casi un lustro después, la DANA hace replantearse decenas de informes y artículos que encumbraban a Valencia como Ciudad Inteligente con categoría global. En la edición del año 2024 del ‘Índice Cities in Motion’ del IESE, las virtudes más destacables de la tercera smartcity de España eran la «gobernanza», la movilidad y el transporte.
¿Sucede algo con estas bravatas desmentidas por la realidad en directo? En absoluto. No pasa nada. Todo esto lo engulle la marea de polarización política que refuerza una jerarquía rígida nutrida mediante la selección negativa y el criterio de la incompetencia. Mientras en el resto de las democracias parlamentarias los políticos son conscientes de su carpe diem y renuncian si fracasan, en España se nos enquistan en modalidad vitalicia.
Salvo los siete años de rendija conciliatoria durante la Transición, que Leopoldo Calvo-Sotelo definió como un «extrañísimo paréntesis de libertad y limpieza», durante medio siglo de democracia la política española ha sido una batalla campal entre líderes mediocres.
«Mientras en el resto de las democracias parlamentarias los políticos son conscientes de su carpe diem y renuncian si fracasan, en España se nos enquistan en modalidad vitalicia»
El político español medio no concibe su profesión como una oportunidad privilegiada para hacer algo por su país, sino como un chollo idóneo para fabricarse una trayectoria profesional. El caso Begoña Gómez lleva esto a un paroxismo nunca visto. Pero los contribuyentes llevamos cinco décadas financiando la carrera política de un sinfín de trepas que usan su opípara poltrona para impresionar a mamá, seducir a la última pareja y deslumbrar a los amiguetes.
Tras la tragedia de Valencia, el espectáculo prenavideño de estos politicuchos incapaces de acordar ni la hora del día tras haber dejado morir a más de 230 personas, nos reconfirma que la ciudadanía de su país les trae sin cuidado. ¿Hasta cuándo este despliegue de políticos sádicos —100.000 cargos públicos según el CSIF— mantenidos con impuestos de ciudadanos masoquistas? Una vez más, sin que existan mecanismos legales para evitarlo, la moneda de cambio es la corrupción y una vez más los grandes perdedores son los españoles.
«El político español medio no concibe su profesión como una oportunidad privilegiada para hacer algo por su país, sino como un chollo idóneo para fabricarse una trayectoria profesional»
Creíamos estar curados de espanto, pero nunca como en el tramo 2020-2024 evidenció España con tal crudeza la ineficacia política, la corrupción sistémica, el guerracivilismo consistente en frenar todo avance culpando al contrario, la cultura de la mentira, la inexistencia de una sociedad civil y la alegre aceptación del fracaso nacional. Tenemos esta izquierda porque tenemos esta derecha y viceversa. Ambas se necesitan y se retroalimentan. Como decía una pancarta de una de las manifestaciones convocadas con motivo de la DANA: «Por vuestra guerra bipartidista, España es tercermundista».
Entre la derecha y la izquierda hay un amplio sector de la población hastiado de ambas, aunque no es una sociedad civil en el sentido occidental del término. Esta franja la forman unos seis millones de personas que a menudo no votan, pero parecen conformarse con despotricar en la barra del bar donde toman las cañas en su barrio. O que creen que basta con teclear improperios en alguna red social. Tomemos conciencia de que la España desesperante de 2024 la formamos todos: izquierda, derecha, centro, extremos y alerones. Y, cuando sucede una catástrofe como la valenciana, queda claro que los demás países occidentales nos miran, pero no ven las etiquetas políticas. Lo que ven es un país tercermundista situado al sur de Europa.