El síndrome Salieri, variaciones literarias
«No es que la vida de un escritor sea su obra, es que el escritor es otro. Porque hay escritores que solo viven, vibran, sueñan, imaginan otros mundos, en sus obras»
Todo empezó en 1984, con una película, prodigiosa por cierto, de Milos Forman, Amadeus. Ahí aparecía un personaje, Salieri (espléndido F. Murray Abraham) que se reconcomía ante Mozart (Tom Hulce). No entendía el bueno de Salieri cómo era posible que un tipo tan vulgar y ridículo en sus maneras cotidianas, andares, comentarios, risas y demás, fuera el mismo que componía músicas con una naturalidad tan extraordinaria como sublime. Que cada nota que salía y fijaba en las partituras llevara un toque de genialidad tan deslumbrante. Salieri se hartaba de no entender.
Al principio trató de que la cosa (algo más oscuro que la mera envidia) no fuera a más. Pero lo que iba a más era la magna obra de Mozart. Cada nueva composición era una punzada en lo más íntimo de Salieri. Mozart había sido un niño prodigio, o como se diga ahora. No tenía la sofisticación, los conocimientos, el mundo musical que había cultivado, con mimo, con dedicación, Salieri. Nada, pero escuchar las composiciones de Mozart, sinfonías, óperas y demás géneros, era entrar en una dimensión única, desconocida hasta entonces. Pobre Salieri, no comprendió algo esencial: el que crea y el que vive no son la misma persona. Vayamos a una variación del síndrome Salieri.
Olvidemos por un momento la relación entre creadores, sus fobias, envidias y todo eso que rodea a los ámbitos artísticos, trifulcas entre ellos, y entremos en otro terreno que bien podría entenderse como la profunda decepción que para algunos lectores, o críticos, o profesores, provoca un escritor o escritora al que admiran y, por juegos del azar, o por empeño de tales, o por arte del birlibirloque, un día llegan a conocer.
Descubren, no ya asombrados, sino estupefactos, la distancia, miles de kilómetros imaginarios, que media entre el que escribe y el que lleva una vida tan normal como cualquier otro, profesa sus particulares manías, y tanto en su conversación como en sus maneras deja mucho que desear, para decirlo suave. Ese lector, o crítico, o profesor cae en el mismo error de Salieri: olvidar la distancia invisible que separa a quien es capaz de crear una obra literaria extraordinaria y a quien vive y muere. Primero, porque ese que escribe, si su obra trasciende las modas y los tiempos, vive para siempre, y el otro, lamentablemente, no.
Dos ejemplos, de escritores que eran conscientes de ello. Rimbaud, siglo XIX, anticipado a su tiempo, también en esta sensible sensación y convicción. Fue quien escribió: «Yo es otro». Claro que es otro. Y bien que lo sabía él. Ya hubiera querido ser en su vida, en su hacer cotidiano, en su errático andar por la vida, el tipo que escribía, y creaba, la poesía contemporánea.
Borges, siglo XX, cuando escribe algo así como «el tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges». Sin duda. Un Borges que había nacido en Buenos Aires en 1899 y que moriría, allí donde descubrió, adolescente, la literatura, Ginebra en 1986. Bien consciente era Borges de esa dualidad. Porque el otro Borges ahí permanece, como se recuerda de Gardel que canta día canta mejor, la literatura de Borges continúa como un clásico contemporáneo y lo que rondará a las generaciones futuras.
«No es que la vida de un escritor sea su obra, es que el escritor es otro»
Al Borges funcionario en la biblioteca municipal de Buenos Aires, un buen día, mientras catalogaba volúmenes recién llegados, y un compañero, hacía lo propio con una antología de escritores argentinos, le comenta, algo así como: «Mire, Borges. Aquí hay un escritor que lleva su mismo nombre». Por su quehacer diario, su timidez, ese compañero no pudo imaginar que quien se sentaba cada mañana junto a él en el despacho de la biblioteca, era un escritor, y qué escritor, aunque por entonces hubiera ya publicado libros, eso sí, con escasas ventas.
No es que la vida de un escritor sea su obra, es que el escritor es otro. Porque hay escritores que solo viven, vibran, sueñan, imaginan otros mundos, sin duda apasionantes, en sus obras. Gentes como Kafka, Cavafis, Pessoa, Eliot, Borges llevaron vidas en las que la pasión, el talento, la genialidad estaban puestas en la obra; es decir, en el otro.
«Cuando se habla más de la vida de un escritor que de su obra, algo falla»
Lo que denominamos vida cotidiana permanecía en la rutina solo rota cuando en la penumbra de la habitación, del despacho, del café, surgía el otro, quien arrebataba lo chusco de la existencia al sueño de lo infinito, de lo imposible. De ahí que Borges descubra con elegante desolación que el mundo, desgraciadamente, es real y que, por ello, él, desgraciadamente es el Borges que nació en Buenos Aires al final del siglo XIX, no el que perdurará en las páginas escritas. Consciente de que la biografía perecerá, en algún momento, consumida por el ingrato tiempo, pero que el otro seguirá ahí por los siglos de los siglos.
Cuando se habla más de la vida de un escritor que de su obra, algo falla. Un ejemplo. Cuando la persona quiere convertirse en el personaje: Hemingway. Sus hazañas, sus anécdotas, su imponente biografía supera, con creces, la atención a su obra. Aquí fue el Hemingway real el que superó al Hemingway escritor. Es el caso contrario a los citados. Todo en su vida es un acelerón constante. Su obra es una excusa para vivir. Con Hemingway sus admiradores no se llevaban ninguna decepción, todo en él era torrencial. Tal y como se imaginaban.
Philip Larkin definía el yo que pronunciaba conferencias de manera harto irónica: «Un yo que hace como que soy yo». Pero lo sabía, no era ese yo. Porque como advirtió, Bern Traven, autor de El tesoro de Sierra Madre: «Me gustaría que quedase bien claro que la biografía de un autor carece de importancia. Si no se le reconoce en su obra, entonces es que no vale nada o que su obra no tiene ningún valor». Cuídese el lector del ensimismamiento previo hacia el autor o autora y como seguro imperecedero, quédese en las obras. Si la biografía supera a su obra, algo no ha funcionado del todo.