Todo se vendrá abajo
«Víctor de Aldama es verdaderamente un hombre extraordinario. Tiene una combinación de patriotismo y corrupción asombrosa»
Pedro Sánchez, equilibrista, da pasos adelante conocedor de que si uno de ellos lo da en falso, acaba en el adoquín. Su situación sólo es sólida desde el punto de vista parlamentario. Como ha dicho Esperanza Aguirre con perspicacia en este mismo periódico, su debilidad le fortalece. Sus socios, tan de fiar como él mismo, hacen la misma cuenta que Pedro Sánchez. No quieren elecciones ni por asomo. Y cuanto más cerca esté el presidente de una situación desesperada, más caro pueden vender sus apoyos. A todos les interesa que se prolongue esta situación. Nadie quiere apretar el botón nuclear. Como en la Guerra Fría, los socios tendrían una destrucción mutua asegurada.
Víctor de Aldama es verdaderamente un hombre extraordinario. En la corte de Felipe III hubiera superado al Duque de Lerma. Tiene una combinación de patriotismo y corrupción asombrosa. Ha logrado corromper a medio gobierno. Y le ha facilitado a Pedro Sánchez, y a su entorno, el modo de hacer que sus cuentas corrientes se acerquen a la cota de su ego. Todo ello, mientras hacía de confidente de la Guardia Civil u organizaba encuentros con la CIA. Extraordinario.
Ha hablado Aldama en la COPE. Nos dice, en términos muy vivos, cómo era la relación de Sánchez con José Luis Ábalos, el hombre para todo del primer sanchezato. Ábalos era el hombre que «lo sabía todo». Y Sánchez le llamaba varias veces todos los días. Le consultaba todo. Sánchez, cabe pensar, también lo sabía todo. «Yo quiero entender que sí», dice Aldama, y no va más allá. Incide en que está colaborando con la Fiscalía y reconoce que teme por su vida. Por eso colabora. Si cuenta lo que sabe ya no puede amenazar; no puede obtener nada a cambio de su silencio. Pero por eso mismo no es ya una amenaza. Su declaración le protege. Su silencio no vale ya nada, y sus palabras apuntan al culpable de un eventual infortunio repentino: Pedro Sánchez.
Este miércoles extraordinario no se quedó en la estelar aparición de Aldama en los micrófonos de la COPE. Juan Lobato ha dimitido como secretario general del PSOE en Madrid. El Gobierno, la presidencia del Gobierno, por ser más exactos, filtró a Lobato el contenido del email del novio de Isabel Díaz Ayuso, que estaba en manos de la Fiscalía. El Fiscal General lo comparte con el Gobierno, y desde el entorno de Sánchez se diseña una estrategia infalible: Juan Lobato compartirá la información.
Con este movimiento, el Gobierno contribuye a la operación política contra la líder de la oposición. Y, por añadidura, la operación se cargaría a Lobato por cometer un delito, al compartir información confidencial de un ciudadano. Pero Juan Lobato, técnico de Hacienda, no quiso delinquir. Y eso, en el PSOE, se paga. Lo ha dicho él mismo: «Sin duda mi forma de hacer política no es igual ni quizá en ocasiones compatible con la que una mayoría de la dirigencia actual de mi partido tiene». No han podido con Díaz Ayuso, pero se han cargado a Lobato.
Y Sánchez Pérez-Castejón ha sido imputado. Pedro todavía no, pero David sí. La juez que investiga la corrupción, torpe y despreocupada, pero ansiosa, de David Sánchez, le ha citado para que declare el nueve de enero como imputado. La OCU acredita que la Administración, esa ciénaga costosísima que nos condiciona la vida, creó un puesto cuya única función es que cobrase un sueldo público. La juez tiene curiosidad por saber si unos fondos le pertenecen; fondos para los que él no tiene explicación alguna.
«Pero incluso en la autocracia turnista que tenemos en España, el cómputo de diputados no lo es todo. No lo es. Por eso Pedro Sánchez tiene una verdadera obsesión con los jueces y con los periodistas»
El caso de la mujer tiene cada vez peor pinta. Y Sánchez no acaba de decidirse. Se ha posicionado en contra de los jueces que hacen su trabajo, pero no se decide a librar una lucha bolivariana contra ellos. Por el momento, se contentará con colocar a Ana Ferrer al frente de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, si es que lo logra.
De modo que volvemos al funambulismo. Pedro Sánchez mueve los pies, a izquierda y derecha, buscando un centro de gravedad que no caiga de uno u otro lado. Su temblor hace pensar que sus socios no van a flaquear. Pero incluso en la autocracia turnista que tenemos en España, el cómputo de diputados no lo es todo. No lo es. Por eso Pedro Sánchez tiene una verdadera obsesión con los jueces y con los periodistas. A algunos, por cierto, los somete a una presión indecible. Y como no lo es, esta acumulación de noticias sobre la estupefaciente corrupción que protagoniza su persona Sánchez no es inocua. Sus apoyos políticos no le van a fallar. Pero muchos otros, antes de seguir apoyando a un deshonesto campeón, se lo van a pensar.
A Sánchez le protege el aura del poder. Los españoles, que seguimos clamando que vivan las cadenas, tenemos reverencia ante el poder. El famoso anarquismo español se ha disuelto en una legión de Aldamas, que son ácratas ante la ley y por eso la ignoran. Los españoles adoramos al poder. Asumimos su lenguaje. En cuanto nos dicen «máquina del fango», decimos «máquina del fango». Cuando nos dicen «bulo», decimos «bulo». No hay término que nos digan que no comulguemos religiosamente.
Pero en ocasiones, esa reverencia se quiebra. Lo vimos el 11M de 2004. Y puede pasar ahora. Tiene que haber un límite a la capacidad del español de ser un tragaldabas. Y la corrupción tiene ese poder, el de permitir que muchos de quienes le han apoyado hasta el momento, acaben por abandonarle. No me refiero a los periodistas que viven de aplaudirle. Pero sí de los funcionarios, los jueces, los profesionales, que no quieren mancharse por apoyar a un político envilecido. Llega un punto en el que todo se cae; en el que se producen las defecciones, las traiciones, el súbito recuerdo de que los demás nos van a tirar la palabra «honestidad» a la cara, el quién lo iba a pensar: «Siempre saludaba». No estamos en ese punto, pero nos acercamos a él.