La rebelión de los personajes
«Hay personajes que no desean que el escritor les abandone como trastos viejos en busca de otros mejores: también ellos quieren otra oportunidad para mejorar»
Hay una ilustración de Dickens donde se ve al gran novelista sentado frente a la chimenea de su casa de Londres (de una de sus casas). Creo que está contemplando el fuego o tal vez dormitando –no recuerdo y me niego a consultarlo en internet– y en la pared se dibujan algunos de los personajes de sus novelas, ahí presentes no tanto como fantasmas sino como familiares de visita habitual. La imagen nos hace pensar en esas cosas que dicen algunos escritores cuando publican una novela: que si conviven con sus personajes, que si todavía charlan con ellos, o que los hay que les estiran de la manga porque quieren aparecer en un nuevo libro. O sea, no desean que se les abandone como trastos viejos en busca de otros personajes mejores: también ellos quieren otra oportunidad para mejorar.
Esto tiene su lógica cuando el personaje es fruto de la invención, pero cuando su modelo está tomado de la realidad presenta otros problemas. La vida continúa más allá de la vida –ya no digamos de la ficción– y las sorpresas están a la vuelta de la esquina.
Allá por el siglo pasado tomé a Wallis Simpson como patrón de uno de los personajes de la novela que estaba escribiendo, La cámara de ámbar. Incluso la hice aparecer en lo que llaman un «cameo». Algunos años antes de ponerme a escribir aquella novela, sostuve la teoría de que la señora Simpson había tenido su primera relación sexual con Eduardo VIII –entonces todavía Príncipe de Gales– en las aguas mallorquinas de Formentor. Parece que el Príncipe era remiso con las mujeres y no se decidía; de hecho, le habían puesto delante a distintas chicas pertenecientes a la aristocracia inglesa con vistas a una posible boda y nada de nada.
Cuando llegó la norteamericana, con su aspecto algo masculino, la cosa cambió y en un viaje en el yate real por el Mediterráneo –hay fotos en la revista Brisas de los 30, que dirigía el escritor Llorenç Villalonga, donde se les ve nadando juntos– hubo mucho más que acercamiento: esa fue, al menos, la teoría que esgrimí entonces –a mediados de los 80– y si non e vero e ben trovato. ¿Más datos? Había leído en una biografía de la americana –La Duquesa de Windsor, de Charles Higham– que durante su estancia en Shanghái –casada con un oficial de la marina–, visitaba con alguna amiga ciertos burdeles de la ciudad y en ellos aprendió una técnica amorosa llamada el Fang-Chung. Resultaba evidente que el Fang-Chung había hecho perder la cabeza al rey: tanto que acabó cayéndosele la corona y exiliado en París.
«¿Cómo manejar a un personaje que no nace de la realidad sino de la invención de unos servicios de seguridad del Estado?»
Ahora resulta que todo esto y más cosas –entre ellas su condición de espía «enloquecida por el sexo» (sic)– fue otra invención, esta vez no de la mente calenturienta de un novelista, sino de una oficina del Estado británico para desacreditar a la norteamericana e impedir su boda con el rey. ¿Y mi personaje? ¿Cómo manejar a un personaje que no nace de la realidad sino de la invención de unos servicios de seguridad del Estado? No sé si debería consultar a Ian Fleming o a John Le Carré, pero lo que más me molestaría sería tener que desechar mi teoría de la culminación mallorquina del entonces aún Príncipe de Gales con la señora Simpson, a lo que me resisto, con o sin Fang-Chung. Uno tiene estas manías.
La cosa me la ha puesto tan difícil el escritor Paul French con su libro Her Lotus Year, donde habla de un «Dossier China» compuesto por los servicios de inteligencia británicos y bautiza su técnica amorosa como Shanghai grip. En ese dossier –transcribo del New York Times– la señora Simpson «posó para fotografías pornográficas, sedujo a varios maridos, tuvo un affaire con un fascista italiano, fumó opio y apostaba y trabajaba para la mafia china». La semana que viene encargo el libro y a ver si puedo salvar los muebles y hacer benévola justicia con doña Wallis, ahora desprovista de todos sus dones naturales.
Mientras tanto, miro la imagen de Dickens frente a la chimenea y me digo que probablemente sí, que siempre hay tiempo de dar una vida nueva a los personajes que alguna vez fueron.