Para entendernos mejor
«Decir que una lengua muere es constatar que ha dejado de funcionar porque sus últimos hablantes han dejado de practicarla y prefieren utilizar otra»
Dos pececillos jóvenes van tan contentos por el mar y se cruzan con un viejo besugo, que les pregunta con ironía: «¿Qué, está el agua a vuestro gusto?». Y uno de los jóvenes le pregunta al otro: «Oye, ¿qué es el agua?». Puede que a nosotros nos pase algo parecido con el lenguaje: estamos tan necesariamente dentro de él que apenas somos conscientes de su existencia y del tono que imprime a cuanto sucede en nuestra vida. Sólo reparamos en él durante la niñez, cuando aún nos sorprende a cada momento porque no lo conocemos del todo o cuando estamos en el extranjero y queremos relacionarnos con quienes hablan una lengua diferente. En ambos casos, sólo nos damos cuenta de ese «agua» significativa en que nos movemos y somos al tropezar con algún obstáculo. Cuando todo fluye sin problemas, ignoramos el lenguaje como los pececillos el agua que necesitan vitalmente. Porque el lenguaje no es nunca para nosotros algo abstracto, genérico, sino un idioma concreto y determinado. Nada nos resulta tan íntimo y familiar como él, con ninguna otra cosa nos identificamos tanto y no sólo para comunicarnos con los demás, sino también –quizá ante todo- con nosotros mismos. Desde que nos despertamos y por supuesto mientras vagamos en los sueños, estamos hablando con ese interlocutor múltiple que siempre nos acompaña, quizás porque quien habla solo espera hablar con Dios un día, según supuso alentadoramente Antonio Machado. Y yo me pregunto a veces si soñaríamos si no supiésemos hablar, como parece que sueñan los bebés o los perros…
Junto a alguna otra pesadilla que enturbia las vidas demasiado plácidas de los modernos occidentales (¡el cambio climático!), nos preocupa esa terrible amenaza: la muerte de las lenguas. A pesar de que el término «muerte» añade un matiz dramático al asunto, es obvio que las lenguas no mueren como las especies biológicas, ni siquiera como las comunidades humanas que se extinguen. Decir que una lengua muere es constatar que ha dejado de funcionar porque sus últimos hablantes han dejado de practicarla y prefieren utilizar otra. Por lo demás, ellos siguen gozando de excelente salud e incluso probablemente son más prósperos que antes. Su vieja lengua les limitaba y encerraba, por lo que han preferido salirse de la jaula. ¿Es una tragedia la desaparición de una lengua? Más bien lo sería que unos cuantos cientos o miles de personas estuvieran obligados a permanecer fieles a un instrumento de escasa funcionalidad, que obstaculiza su desarrollo cultural y tecnológico frente a otras sociedades más competitivas. Algunos lamentan que con la lengua arrinconada se pierde una cierta visión del mundo o posibilidades de expresión poética, pero lo sensato es reconocer que es la gente quien tiene derechos, no un artefacto convencional por venerable históricamente que sea. Nadie pierde su lengua, sino que llegado el caso la cambia por otra que cree mejor, más útil. Y, por supuesto, todos siguen con una visión del mundo puesta. Porque cada lengua es un instrumento para la socialidad humana y como tal es juzgada por las prestaciones que ofrece a quienes la practican. Sin duda podemos establecer lazos sentimentales con ellas como con otras fieles y bellas herramientas que antaño mejoraron nuestra vida, pero a fin de cuentas acaba imponiéndose el pragmatismo: por mucho cariño romántico que le tengamos a nuestra yunta de bueyes, es difícil que llegado el caso no la cambiemos por un moderno tractor… sobre todo si nuestros vecinos ya operan con uno.
«Para los nacionalistas, la lengua no es un medio de comunicación sostenido por la voluntad expresiva de sus hablantes, sino la esencia misma del alma nacional, que debe ser cultivada por todos los patriotas salvo delito de traición»
Estos asuntos los explica muy bien el profesor Manuel Toscano, de la universidad de Málaga, en un libro conciso, enjundioso y nítido: Contra Babel. Ensayo sobre el valor de las lenguas (ed. Athenaica). Una obra en la línea fecunda del añorado Juan Ramón Lodares y también de Aurelio Arteta. En Contra Babel encontramos la necesaria denuncia del uso que los nacionalistas dan a la lengua: para ellos no es un medio de comunicación sostenido por la voluntad expresiva de sus hablantes, sino la esencia misma del alma nacional, que debe ser cultivada por todos los patriotas salvo delito de traición. El nacionalista condena el bilingüismo en el territorio que considera intrínsecamente suyo lo mismo que el fanático de un dogma religioso no tolera como verdadera otra fe que la propia: si el idioma es una convención para comunicarse con los demás, mejor el que más abarque o en su defecto varios que se complementen para llegar a más gente, pero si su misión es encarnar el espíritu inmortal de un pueblo tiene puede ser único aunque sólo lo conozca una minoría de la población. Cada cual con su alma sin dejarse contaminar por otros espíritus nacionales: «La forma en que el nacionalista lingüístico se representa la diversidad humana es homogeneidad dentro de cada comunidad, completa heterogeneidad entre ellas». El Estado democrático admite que existan en él varias lenguas, según la realidad de uso de los hablantes, pero el nacionalista quiere un Estado excluyente que sólo permita la suya y multe a los demás por no utilizarla.
Volvamos con cautela a las santas escrituras para recordar que Babel es el nombre de una maldición y no de un milagro como la multiplicación de los panes y los peces.