La vieja Notre-Dame
«Sí, la catedral ha sido reconstruida, pero el altar es minimalista y aséptico. Parece que dentro va a organizarse una cumbre de Naciones Unidas»
Somos discretamente viejos como para haber visto arder el símbolo de la última vieja Europa, Notre-Dame. Europeos creyentes o no creyentes, ciudadanos franceses y del mundo entero, somos muchos los que experimentamos un sentimiento de desolación y de luto. También circulaban sospechas que, fundadas o no, conspiranoia o realidad, delataron un sentimiento de amenaza sobre nuestra cultura. El titular de Le Monde decía: «Notre-Dame, nuestra historia». Y eso que a nadie se le escapa que este diario es uno de los voceros del identitarismo moderno, la cultura posmoderna. Esa moral, de vacuidad sustancial, de defensores superfluos del relativismo cultural, ahora parece agotarse.
La inauguración de Notre-Dame coincide con este agotamiento del relativismo o del nihilismo sedicentemente progresista, y nos recuerda que hay un pasado cultural que no soportamos ver desaparecer. Las personas piden las virtudes de la sustancia y de la emoción, en la vida y en la política. No somos meros trabajadores y consumidores, sino habitantes y parte de una cultura, de una historia común con sus raíces y sus símbolos. Somos lo bastante viejos como para amar las viejas tradiciones.
Las catedrales, con su geometría sagrada, forman parte del conjunto de objetos que resisten la erosión de una Cultura, que nos cobijan y nos recuerdan que hubo otros antes, y vendrán otros, a quienes debemos dejar nuestro legado en las mejores condiciones.
«La vieja Europa anda jodida, y la reapertura de Notre-Dame no debe ser un reclamo turístico, ni debe verse atestada como si fuera una factoría de selfis»
Como dice Alain Finkielkraut, en su libro Posliteratura, para que la emoción que nos embarga de nuevo produzca algún efecto, haría falta que la política volviese a asumir, frente a la fealdad generalizada, la tarea de hacer habitable el mundo. Sí, Notre-Dame ha sido reconstruida, pero el altar es minimalista y aséptico. Parece que dentro va a organizarse una cumbre de Naciones Unidas y va a aparecer el ministro Albares a pedir, como hizo hace poco, un observatorio mundial contra el racismo.
Ya avisaba A.F. del riesgo de que esta catedral fuese reconstruida según los criterios de la estética contemporánea. Porque la estética contemporánea no persigue el ideal de belleza, sino que la remata; no acoge la piedad, sino la innovación simplista. Los tiempos contemporáneos son liquidadores, no continuadores, del legado artístico de sus poetas surrealistas y revolucionarios, de sus catedrales góticas y sus gárgolas salvajes. París se ha librado, porque la flecha de Viollet-le-Duc se ha reconstruido tal y como era. La cultura ha tenido la última palabra, pero que nadie se equivoque. La vieja Europa anda jodida, y la reapertura de Notre-Dame no debe ser un reclamo turístico, ni debe verse atestada como si fuera una factoría de selfis. Los europeos debemos utilizar de nuevo una catedral para recogernos en la noche de Navidad, porque cualquier otro tipo de uso cotidiano es un suicidio.
Somos lo bastante viejos como para ser patriotas de Europa, «archieuropeos», como decía Baroja de sí mismo, y para no votar a quienes animan a los suicidas fatales y a los traidores a su Cultura. Europa, que es lo único que tenemos y la patria común de todos los despatriados. Europa, que me hizo adolescente, debe sobrevivir al recuerdo de aquellos días. Europa debe volver a sus orígenes, cuando nos lavábamos los pies en las fuentes de la intacta París.