Constitución y democracia sin nación
«La Transición dio pié a una Constitución con un concepto nacional escondido, que suponía que lo moderno era no sentirse español, sino del terruño particular»
El otro día, el PP andaluz dio cobijo a un acto cultural muy extraño, incluso extravagante. La consejería de Educación va a financiar a la fundación de Rojas Marcos, que en el anuncio del premio dijo que no habla castellano, sino andaluz, o «andalûh». No entro en el debate filológico, ni en que la pronunciación de una lengua con un acento particular cree otra lengua. No soy filólogo ni voy a discutir lo que no me importa. Como le dijo Ramón y Cajal a Moret cuando le ofreció un ministerio: «No estoy para tonterías».
Creo que los nacionalismos y los regionalismos son coartadas de la oligarquía local para mantener el poder, y que se usan para separar una comunidad política, como la española, en grupos identitarios excluyentes en función del territorio. Pero digo una cosa: si trabajamos en encontrar las diferencias, las vamos a encontrar, e incluso a inventar, como ha hecho Rojas Marcos, cuyo modelo fue siempre ERC. Soy más partidario del patriotismo en sabia combinación con la individualidad; es decir, querer el bien de tu patria y sentir el orgullo por lo propio sin creerte superior a otra comunidad, y exigir la garantía del desarrollo absolutamente libre de los derechos individuales.
La ausencia de patriotismo en este país es sintomática. Existe el amor a la patria chica, al paisaje y a la infancia que se abandonó por voluntad propia para vivir mejor. Es un sentimiento que se vive como reacción a las dificultades corrientes que proporciona un espacio mayor y distinto, como una gran ciudad u otro país. El patriotismo en el inmigrante es el refugio psicológico, el tranquilizante para sobrellevar la dureza del día a día, el rencor a los obstáculos normales y corrientes. No es más que nostalgia, y la nostalgia es una enfermedad del alma que impide el raciocinio y el progreso. Más claro: si hay una España vaciada es porque la gente se fue. Este país no es la China de la Revolución Cultural de Mao en la que el Estado obligó a millones de personas a instalarse donde habían planificado. Aquí la gente emigra porque quiere mejorar. Además, tenemos un Estado organizado en autonomías desde hace décadas; es decir, si hay que pedir cuentas a alguien de ese «vaciamiento», que sea a los gobiernos regionales.
Volviendo al patriotismo. Lo que nos falta es el patriotismo español. Esto no se debe solo a esa enfermedad mental que citaba, sino al mismo desarrollo del Estado autonómico. Lo explica bien José María Marco en su último ensayo, titulado Después de la nación. La democracia española de 1978 (Ciudadela, 2024). El origen del «mal» se encuentra, dice Marco, en que la Transición no supo (y algunos no quisieron) construir la democracia sobre la idea nacional. Es cierto que el franquismo quiso levantar una nación sobre el catolicismo con la fusión de dos identidades en una sola. El plan parecía perfecto para su presentación: un pasado imperial y cultural grandioso, una fe unificadora, moralizante y combativa, y un régimen particular, diferente, adaptado al ser español.
Esa nación católica fracasó. La generación de la década de 1960 no la quiso. Aquella «España» que había presentado el franquismo se identificaba con la opresión de las libertades, y romper con el pasado represor suponía también despreciar esa idea nacional. Así, la legitimidad con la que quisieron adornarse en la Transición dio pie a una Constitución con un concepto nacional escondido, tímido, que suponía que lo moderno era no sentirse español, sino del terruño particular. Era más «progresista» ser del PNV que de UCD, por ejemplo, como hoy. Cualquier símbolo nacional, además, era tachado de «facha». Sí, también como hoy. A esto se añadió la oleada mundial democratizadora de los setenta, que fue nihilista en algunos términos, y que relegó la identidad nacional en pos de otras.
«La Constitución programó la autodestrucción de su sujeto de soberanía: la nación española»
Este conjunto se reflejó en la Constitución de 1978. Marco lo desmenuza perfectamente. El autor muestra en el libro cada contradicción y debilidad del texto, así como los guiños a los nacionalismos periféricos. Los políticos del momento, ya fueran centristas, conservadores, socialistas o comunistas, indicaron a los nacionalistas que el futuro era suyo por derecho. Fue entonces cuando, afirma José María Marco, se inició el camino hasta la situación actual, pasando de las autonomías a la nación de naciones, hasta la negación de la nación española para hablar de «Estado plurinacional».
La importancia de esto es que la Constitución programó la autodestrucción de su sujeto de soberanía: la nación española. La nueva idea nacional se puso en marcha con fecha de caducidad. A esto se añadió el trabajo de los intelectuales y académicos, dice Marco. En los años 90 se dio el último ataque diciendo que la nación española era «discutida y discutible», y que la construcción nacional desde el siglo XIX había sido, escribe el autor, «una chapuza». Con marco constitucional a favor, y el relato intelectual construido fue sencillo que ya en el siglo XXI, tanto la izquierda como los nacionalistas, dijeran que la nación española no existía, que era una construcción cultural del pasado más rancio y olvidable.
Mientras, la derecha española naufragaba. Marco cuenta en el libro cómo adoptan el concepto de «patriotismo constitucional», para luego, sin coherencia ni redaños, abandonar el primer término y quedarse solo con «constitucionalistas». Ni siquiera la reacción al golpe de Estado de 2017 tuvo como resultado una resurrección de «la nación». Los símbolos nacionales siguieron siendo de «fachas», y los opositores al golpe apelaron solo al constitucionalismo. Parecía más importante la ruptura de la Constitución que la de nación española. De ahí hemos ido, dice José María Marco, al fin del pacto constitucional por obra del PSOE y al despunte del Estado plurinacional.
El «Leviatán postnacional» que se levantó en 1978 es irreversible, lamenta el autor. La «revolución de 1975» instauró formas de vida irreversibles. El final del libro no es muy optimista, e involucra al Rey y a la comunidad nacional española. Le animo a usted a descubrirlo.