¿Me he convertido en un populista?
«La política sigue ciegamente su destino: el poder por el poder. Los casos de corrupción se enquistan en un sistema que no sabe o no quiere regenerarse»
España, un país europeo, no acudió el fin de semana pasado a la reapertura de Notre Dame. No sé qué quiere dar a entender esta ausencia: si el rechazo de la fe religiosa que representa el viejo templo francés o de la cultura que hizo posible nuestra civilización y que ahora ya no reconocemos más que en una mitología de significantes vacíos, pura palabrería de analfabetos.
Mientras contemplaba las imágenes de la catedral parisina —por otra parte, tan fríamente luminosa, tan clínicamente aséptica— me vino a la mente una carta que escribió Joseph Roth a Stefan Zweig. No sé por qué me acordé de algo tan lejano y ajeno a lo que sucedía en París. La memoria, ya saben, es caprichosa y nos conduce a lugares insospechados. Roth, hijo de un campesino judío de Brody (actualmente Ucrania y, en aquel entonces, frontera oriental del Imperio Austrohúngaro), confesaba en aquella carta —cito de memoria— lo siguiente: «Me pasé los primeros quince años de mi vida alimentándome sólo de pan. Luego, a continuación, pude comer pan con manteca durante un tiempo hasta que llegó la Gran Guerra europea y, con ella, la hambruna. Y ahora, ya ve, para sobrevivir tengo que dedicarme al periodismo, que es una profesión repugnante».
Recordé estas palabras y me pregunté en qué se ha convertido la política. No en un acto de servicio, claro está. ¿Qué servicio se presta cuando se vive por y para el poder? Quizá entonces la definición más certera sea la sugerida por Roth en aquella carta; sólo que, en lugar del periodismo, deberíamos hablar de la política. O de las dos profesiones a la vez, qué sé yo; o de cualquier trabajo que sea, directa o indirectamente, útil al poder: el mundo académico, por ejemplo, o las empresas subvencionadas por los boletines oficiales, o la ciencia sostenida por la burbuja, o…
Releo lo que acabo de escribir y me pregunto si me habré convertido en un populista, pero no es el caso. «Nos hemos liberado de tantas mentiras tranquilizadoras —anotó en una ocasión el premio Nobel polaco Czesław Miłosz—, de tantas ilusiones y subterfugios; lo opaco ha devenido transparente». Esta transparencia equivale a una desnudez que ya ningún discurso ideológico puede revestir ni justificar de forma sencilla. La crisis de Occidente es propiamente una crisis de civilización.
«Notre Dame parecía una catedral vacía a pesar de estar llena. España se ausentó o no quiso ir»
La polarización rige nuestro destino, ya sea en España o en Francia, en Alemania o en los Estados Unidos, en Polonia o en Italia. Las dificultades económicas en los países centrales de la Unión se traducirán muy pronto en problemas agravados a lo largo y ancho de su periferia. Un recordatorio para España: la actual expansión económica no puede prolongarse más allá del tiempo que nos conceda la última dosis de esteroides presupuestarios. Francia renquea, las fábricas alemanas cierran y despiden a sus trabajadores… La gran mayoría de unicornios europeos ha trasladado su sede a Estados Unidos. Parafraseando a Zweig, podríamos decir que sólo es estable el mundo de ayer. El actual se ha transformado en un mundo que ya no entendemos.
Y, mientras tanto, la política sigue ciegamente su destino: el poder por el poder. Los casos de corrupción se enquistan en un sistema que no sabe o no quiere regenerarse. La ideología todo lo cubre, cuando este «todo» empieza a ser demasiado transparente. Entonces, llega el tiempo de la inquietud. Notre Dame parecía una catedral vacía a pesar de estar llena. España se ausentó o no quiso ir. En Damasco cae un régimen dictatorial. El miedo recorre Europa con muchos rostros. En los Estados Unidos se avecinan cambios históricos con la presidencia de Trump. Ya ven, por y para el poder: ¿qué le queda al ciudadano? A saber. ¿Cuándo recuperará su nobleza la política? Esta es casi la única pregunta relevante.