THE OBJECTIVE
Antonio Elorza

España ficción

«Casi siempre Cataluña es la nación, como Euskadi, o mejor Euskal Herria, mientras a España como nación se la da por inexistente o como obstáculo»

Opinión
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España ficción

Ilustración de Alejandra Svriz.

Fue al terminar la carrera en Madrid, hacia 1965, cuando me integré en un grupo de universitarios vascos que desarrollaba un amplio abanico de actividades político-culturales. Tenía un núcleo dirigente, capellán incluido, afincado en un chalet de la calle Francos Rodríguez, con las misas dominicales en un colegio mayor como punto de reunión. Y fue precisamente la insólita exclusión de misa, aplicada a un miembro activo del grupo, lo que me llevó a saber que aquello era ETA, por fortuna aún sin carga de muertes, pero ya con una rotunda ideología excluyente. El líder del chalet, Txomin Ziluaga, me hizo llegar anónimamente un libro de propaganda con un lema esclarecedor: De Euzkadi nación a España ficción, obra de un exiliado en Venezuela, apodado Matxari.

El azar de las vacunas me hizo reencontrar hace cuatro años en San Sebastián a un superviviente del grupo, Iñaki Azurza, a quien pregunté por la vieja expulsión, a lo que añadió que alguna vez visitó el chalet Xabier Arzalluz, «pero a esas reuniones no eras invitado». Aproveché para confirmar de qué modo amable me calificaban mis compatriotas: «El cabrón del español de Elorza», respondió sin pestañear. Para compensar, años más tarde fui expulsado del pecé por Carrillo como nacionalista vasco. No encajo en sitio alguno. Pero no importa mi peripecia personal, sino la constatación de que la eliminación de esa España ficticia era el objetivo principal, casi visceral, de aquellos nacionalistas, una idea que con el cambio de los tiempos sigue viva.

Lo hemos visto a lo largo del año que acaba, en relación con el juego de demandas y concesiones a Cataluña, de manera secundaria en los planos parlamentario y cultural. Casi siempre Cataluña es la nación, como Euskadi, o mejor Euskal Herria, mientras a España como nación se la da, bien por inexistente, bien como obstáculo a superar para la pluralidad de naciones, constitutiva del Estado. El mal viene de atrás, si bien es bajo el Gobierno socialista cuando ha experimentado una decisiva aceleración.

En la política de concesiones sin límites de Pedro Sánchez a los nacionalismos, el espíritu y la ley de la Constitución importan poco, han sufrido una evidente degradación, por lo cual resulta lógico que desde la crítica al independentismo se difunda la explicación de que ha sido precisamente la versión light de la nación española, presente en la ley fundamental y en las ideas del período, la causante inmediata de la evidente crisis de España como nación. Habríamos tenido, según la fórmula de Jorge Vilches, «Constitución sin nación».

El diagnóstico pesimista es válido, pero debe tomar en cuenta el hecho de que la fórmula adoptada en la Constitución, de nación y nacionalidades, en su aparente ambigüedad, no es una concesión, sino el reflejo de una realidad compleja, indisociable ya de la vida democrática en España. La existencia de las naciones catalana y vasca no es un invento de los nacionalistas, sino un sentimiento y una identidad compartidos mayoritariamente por las respectivas ciudadanías, por desgracia si se quiere, pero ahí está, lo mismo que para disgusto independentista, la identidad dual, vasca y española, catalana y española. El deseo de independencia es fuerte en Cataluña, tras la agudización en la pasada década, pero sigue siendo minoritario. Para Euskadi, se encuentra en caída libre. Son los datos sobre los que es preciso trabajar para la solución democrática del problema.

«La vía Sánchez-Aragonès-Urkullu-Bildu lleva a la confederación, primero, y en definitiva a la fractura»

A pesar de que Pedro Sánchez está haciendo los mayores esfuerzos para deshacer ese equilibrio, en detrimento de España, la única salida practicable, la federación, tiene que responder a esa jerarquía y a ese pluralismo, reconocidos ambos por la Constitución de 1978. La vía Sánchez-Aragonès-Urkullu-Bildu lleva a la confederación, primero, y en definitiva a la fractura. La alternativa unitaria, la racionalización en todos los órdenes, como la propuesta en estas páginas por Félix de Azúa, no tiene en cuenta la vieja advertencia de que en el mundo natural todos los radios de una rueda son iguales, pero que las leyes políticas han de tener en cuenta la voluntad y los errores de los hombres: «Deben ser adecuadas al pueblo para el cual están hechas» (Montesquieu). 

Ello no supone desconocer «los errores», sino todo lo contrario, para no legislar en el vacío. Así tenemos que observar, especialmente ahora en Cataluña, cómo el discurso oficial, no independentista, revela hasta qué punto domina la idea que califiqué en este diario de la extinción de España. Botón de muestra: en su bien meditado mensaje institucional para la Diada, el 11 de septiembre, Salvador Illa, nuevo presidente de la Generalitat, habló con discreción de su carácter de fiesta «nacional», y también del valor de Cataluña como «nación próspera y justa». Lo reforzaba en el plano simbólico la senyera a su espalda, en ausencia de la bandera española, mientras la alusión a España, fundida con otras partes del mundo, aludía a la procedencia de quienes fueron a mejorar ese «proyecto colectivo» catalán. Nada tampoco del pacto ERC-PSC. En su explicación del acord semanas antes, Illa había sido más explícito: Cataluña era «la nación» y España «un espacio público compartido». La presencia de la nación española ha sido borrada de la mente del político socialista catalán. Versión elegante de Matxari.

Nuestros nacionalismos «periféricos» resuelven el problema, eliminándolo. España es la ficción. Ofrecen en cada caso para sí una visión supuestamente objetiva de la nación, definida por unos caracteres diferenciales que ellos mismos la asignan para apropiársela, al mismo tiempo que recusan todo aquello que en el plano real o simbólico daña ese objetivo. La muestra más evidente es la política de des-españolización en todos los campos, llevada a cabo por nacionalistas vascos y catalanes desde la Transición. La imposición de la lengua considerada propia y la exclusión del castellano, la exaltación de los símbolos privativos y la prohibición incluso de nombrar a España, reemplazada por «el Estado», son los aspectos en que se ha plasmado tal estrategia con mayor intensidad y eficacia.

Como sabemos, la coartada para justificar tal obsesiva proscripción de lo español consistió en presentarla como una respuesta democrática a la agresión llevada a cabo durante la dictadura de Franco, como si una irracionalidad pudiera servir de aval a la sucesiva. La coartada ha funcionado y sigue funcionando, incluso para quienes censuran los excesos nacionalistas en Cataluña, Euskadi o Galicia, sin omitir la satanización del nacionalismo español.

«No resulta fácil devolver las aguas al cauce democrático, que trazaron los artículos 2 y 3 de la Constitución»

Así las cosas, no resulta fácil devolver las aguas al cauce democrático, que trazaron los artículos 2 y 3 de la Constitución. En ellos, la unidad de la nación española es matizada mediante el reconocimiento de las nacionalidades, al mismo tiempo que el español como idioma nacional ampara en el texto a los idiomas de nacionalidad, jerarquizados. A mi entender, y mi opinión es perfectamente discutible, se trata de una institucionalización de la «plurinacionalidad», en el sentido de la poco grata expresión de «nación de naciones», esto es, la existencia de un tronco común, el español, del cual emergen las nacionalidades/naciones catalana, vasca y gallega, manteniendo el entronque, sin fractura, en contra de lo que desean y afirman los soberanistas.

Así sucedió en nuestra historia con la formación de los nacionalismos vasco, catalán y gallego, a favor de los estrangulamientos registrados por la construcción nacional española en el siglo XIX. No se trata de que existan caracteres objetivos diferenciales, porque en Francia hay vascos, catalanes, alsacianos, flamencos y bretones, tan distintos del núcleo francés como aquí vascos, gallegos o catalanes del español, y no sucedió nada semejante. Funcionó la integración eficaz de las minorías nacionales en la Nación francesa. Economía, escuela, ejército, contribuyeron a ello.

La nación española no es un invento del franquismo. Como en otros casos, a partir de las sociedades primitivas, el riesgo de supervivencia de un grupo humano, el conflicto con el exterior, propician la aparición de su identidad. En nuestro caso, paradójicamente, el origen puede situarse en la conciencia de la ruina Spaniae, reflejada en la crónica mozárabe de 754, punto de arranque de un largo recorrido, punteado en plena Reconquista con el De rebus Hispaniae de Jiménez de Rada, y que de forma incompleta alcanza una forma de unidad, reconocida sin reservas desde fuera de España (Maquiavelo, Guicciardini, Bodino) a partir de la unión de coronas con los Reyes Católicos.

Nace «la monarquía de España», antes que hispánica. La Ilustración sentará más tarde las bases de la conciencia nacional que se traduce en esa oposición de los españoles, «como un hombre de honor» a la invasión francesa. Napoleón dixit. En su curso, del Dos de Mayo a la Constitución de 1812, cobró forma la nación política.  

«A fines del siglo XIX surgen los nacionalismos catalán y vasco formulando alternativas que siguen vigentes»

Llegamos a punto donde la prepotencia y la investigación sesgada de algún historiador llevó a negar ese carácter de guerra de Independencia, y con ella el propio proceso de construcción nacional español. Buena base para declarar a España nación fallida. Para afirmar tal cosa, fue necesario ignorar el clamor por la independencia de las Juntas revolucionarias desde mayo de 1808, reproducido como eco por los franceses. Conviene releer Los orígenes de la España contemporánea, de Miguel Artola, para constatarlo. Otra cosa es que la guerra y la pérdida del Imperio, según hizo ver Pierre Vilar, anulasen las condiciones que habían impulsado el cambio político, entre 1808 y 1812, y que como consecuencia la modernización política de España, la construcción de la nación, se viera afectada durante siglo y medio por una secuencia de limitaciones y graves conflictos, bajo el signo del atraso económico y de las guerras civiles.

Como reacción a ella, surgen a fines del siglo XIX los nacionalismos catalán y vasco, con menor intensidad el gallego, formulando alternativas que siguen vigentes, y con las cuales es preciso contar, simplemente porque existen, a sabiendas de la dificultad que encierra conjugar sus tendencias centrífugas con una política de Estado.

Ahora bien, aun cuando el proceso integrador no tuvo lugar, según el patrón francés, España difiere del Imperio Austrohúngaro, o de Yugoslavia, donde el Estado se limitó a cubrir una realidad plurinacional, de naciones ya constituidas. La identidad no es lo que proclaman los nacionalistas, de uno u otro signo, sino lo que revelan los estudios sociológicos, basados en encuestas, cuando estas empiezan a realizarse, y por ello sabemos que en Yugoslavia eslovenos o croatas proclamaban en todas, su identidad exclusiva casi al cien por cien.

Las encuestas prueban, en cambio, para Cataluña y Euskadi desde la Transición, el predominio de una identidad dual -catalanes y españoles, vascos y españoles, Galicia queda atrás- y a ello se suma la existencia de subsistemas políticos también duales. Estos, eso sí, a partir de 2010 cada vez más escorados a favor de las identidades vasca y catalana. España retrocede, y a veces el independentismo también, como recientemente, tanto en Cataluña como en Euskadi. La historia, no el mito, viene a probar asimismo desde la Edad Media, tanto la pluralidad de los componentes, como la existencia de un denominador común.

«La sistemática marginación de la nación española ha tenido lugar vulnerando el orden constitucional»

Al admitir la coexistencia de «Nación» y «nacionalidades» (art. 2º), la Constitución se abre a la plurinacionalidad, entendida a modo de orteguiana compresencia jerarquizada de nación y naciones/nacionalidades. Algo que resulta negado por la interpretación que hoy imponen, frente a la Constitución, los independentismos, con la colaboración, e incluso el protagonismo del gobierno de Pedro Sánchez. El primer golpe se dio en el Congreso, por obra y gracia de Francina Armengol, al igualar el empleo de los idiomas, contraviniendo el artículo 3º de la Constitución. Una brecha abierta que pronto utilizó el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, al equiparar los idiomas, con el castellano en último lugar, en las iniciativas culturales de su ministerio, a lo cual añade un abierto rechazo a la consideración de los museos como lugares de la memoria colectiva -la de España-. Aquí nada menos que la lucha contra una mentalidad colonial sirve de coartada. Lo importante es erosionar y destruir.

La sistemática marginación de la nación española ha tenido lugar vulnerando el orden constitucional, primero con la ley de amnistía, al establecer el privilegio de impunidad para los rebeldes separatistas de una comunidad, y más tarde en la misma línea, vaciando al Estado español de contenido nacional en el «espacio público compartido» de que habló Salvador Illa. Espacio con la nación catalana como primer ocupante, donde España acaba sobrando. ¿Consecuencia? Para nada va esto hacia una federación. Tras una inviable confederación, dominada por la soberanía política y fiscal de Cataluña y Euskadi, en relación bilateral de ambas con el Estado, se crean las condiciones para la fractura definitiva.

En vísperas de la crisis catalana de octubre de 2017, Pedro Sánchez parecía tener ideas claras, cuando hablaba de «perfeccionar la plurinacionalidad», en el sentido de «caminar hacia un Estado federal que reconociese que España es una nación de naciones que tiene una única soberanía (que es la del conjunto de la sociedad española) y un único Estado (que es el Estado español)». Lo contrario de lo que piensa y hace hoy. Ahora bien, el equilibrio duró poco, ya que pronto Sánchez pasó a definir tal pluralidad como suma de naciones en el mismo espacio político, a modo de croquetas en un mismo plato, con lo cual la primacía de España, único Estado, y el federalismo, iniciaban el descenso al infierno actual de la política socialista.

 Para frenar esa deriva queda un único obstáculo, la propia ley fundamental, que sin duda intentará sortear el Tribunal Constitucional progresista de Conde-Pumpido. No van a tocar la Constitución, tratarán de sortearla, como hasta ahora. La nación española, la plural nación española, se apoya en la ley fundamental, cuya estructura, en el plano técnico, solo requiere verse consolidada en un Estado federal que añada elementos precisos de asimetría al denominador común de las competencias, ante todo, un Senado efectivamente territorial y que preserve ese sólido centro de decisiones en el Estado, según exigiera el propio Pedro Sánchez en 2017.

«Para nada, los Estados federales son débiles o disgregadores, como en cambio lo es cualquier tipo de confederación»

Resulta preciso subrayar que federalismo nada tiene que ver con soberanías de los Estados miembros de la Federación, ni con un poder reducido a mínimos del gobierno federal. Una cosa es la delimitación estricta de las competencias entre el Estado federal y los Estados miembros, y otra la privación de las mismas en el primero. Para nada, ejemplos Estados Unidos y Alemania, los Estados federales son débiles o disgregadores, como en cambio lo es cualquier tipo de confederación, al contar en ella los Estados miembros con la posibilidad y la legitimidad para afirmar sus decisiones por encima de los demás y del propio poder confederal.

Más débil aún lo sería la confederación que despunta aquí y ahora, conjugando las aspiraciones dictatoriales de un presidente, con la voluntad de separación de los grupos independentistas. La forma de Estado resultante se asemeja a un objeto imposible: un poder central literalmente sometido al cerco de dos sub-Estados, en puja entre ellos para maximizar sus ventajas, sin posibilidad de una respuesta de conjunto en caso de crisis. Un proyecto absurdo que le permite a Pedro Sánchez sobrevivir, aun cuando no gobernar, en ese Parlamento que tanto le disgusta.

Con los datos disponibles y las expectativas manifestadas de vascos y catalanes, el futuro a medio plazo no ofrece dudas. El modelo definido por el pacto PNV-Sánchez, extensible a Catalunya al conceder la «soberanía fiscal» supone la conversión fáctica del Estado de las autonomías en un Estado confederal. Lo acaba de anunciar Bildu, renunciando temporalmente a la independencia, siempre que el poder central sea reducido a un mínimo de competencias, y sobre todo carezca de la posibilidad de resolver cualquier conflicto por un Tribunal constitucional que limitase las respectivas soberanías.

Estas se encontrarían garantizadas por su status a Euskadi y por el autogobierno pleno de la Generalitat, con el respaldo económico del concierto y de la soberanía fiscal, reforzada en este caso por la reserva de ordinalidad. En favor de los vascos, sería vulnerado el principio de ciudadanía social, al asumir su gobierno la Seguridad Social. En ambos casos, la igualdad de los españoles ante la ley resulta pisoteada.

«Sánchez dispone de una excepcional capacidad para la maniobra política, al actuar una y otra vez ignorando lo que ha prometido»

Por último, una vez admitido para Euskadi, que el status previsto de PNV-Bildu -con el PSOE de espectador- no se apoya en la Constitución, sino en los sabinianos «derechos históricos», y resulta suprimido todo delito secesionista por la ley de amnistía, en caso de grave conflicto con el Gobierno central no hay obstáculo para la independencia. Solo que por el momento ésta es contraria a los respectivos intereses económicos. Más vale seguir disfrutando del mercado interior, de las ventajas fiscales y de la presencia del rótulo España en la UE desde una posición privilegiada. Queda roto el espejo de la nación española, esto es, de la defensa de los intereses de sus ciudadanos, pero esto lógicamente no importa a quienes disfrutan de la posición excepcional adquirida y tampoco a Sánchez que con ese puñado de votos se perpetúa en el poder.

Claro que para escapar de ese laberinto en que nos ha metido, Pedro Sánchez (con su brain army) dispone de una excepcional capacidad para la maniobra política, al actuar una y otra vez ignorando lo que ha prometido: alianza con Bildu, amnistía, hasta el acuerdo sobre financiación territorial en el Congreso del PSOE cuando ya está en marcha la «singularidad» catalana. Da pruebas de una habilidad fascinante para moverse y reaccionar ante cualquier suceso, por desfavorable que sea, lo cual puede hacernos incluso pensar, a la vista de los datos reducidos a indicios, acusaciones confusas sin prueba, exculpación sorprendente de las maletas de Delcy, que tal vez ha logrado reconducir las revelaciones del «nexo corruptor» a acusaciones dudosas.

Si le viene bien, Pedro Sánchez no dudará en comprar al mismo diablo. Así, de ser demostrada su falsedad, servirían para tapar los datos acusatorios de la UCO y para exhibir el «asedio de los jueces», ridiculizados además por creer a Aldama. La diferencia es que en la cuesta abajo de las concesiones a los nacionalistas, cuentan estos con estaciones de peaje, sin cuyo pago quedaría cortado el recorrido de Sánchez.

Los debates doctrinales sobre la nación, en cualquier caso, no le van. Lo suyo no es la aspiración de Ortega y Gasset a ver claro, sino la lucha permanente por el poder. Para tapar el tema de la corrupción, acaba de montarse un nuevo espectáculo: la batalla de Madrid. Podemos imaginarlo como un western duro, donde está reservado el pedestal propio de Gene Hackman en Sin perdón, mientras se produce el relevo entre los personajes de El bueno, el feo y el malo, con el ratonil Eli Wallach sustituido por el malo, Lee van Cleef, un verdadero killer. Entró ya en escena ofreciéndose para ejecutar el castigo del Mal. Por eso su jefe le ha encargado de traerle la cabeza de Juana Calamidad.

Estamos ante la política como guerra personal, no sabemos hasta cuándo ni hasta dónde. Prevalece en todo el espíritu de violencia, aunque por fortuna sin sangre. Tampoco figuraba esta en el programa del grupo universitario de ETA a mediados de los sesenta.

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