No castigar a los ya castigados
«¿En qué país vivimos cuando los ladrones y asesinos son amnistiados y los indefensos inocentes y quienes dicen la verdad son juzgados?»
¿Cómo castigar a alguien que ya ha recibido el castigo por adelantado, como ha sucedido con las víctimas de Valencia? Un castigo impuesto por mostrar su infortunio de una manera desesperada. Por ejemplo: arrojando barro contra las autoridades. Algo que hicieron ante personas como el presidente del Gobierno y el de la Generalitat que no lo habían previsto. En el Jueves Negro del 24 de octubre del año 1929, en Nueva York, había que hacer cola para conseguir una ventana desde la cual saltar al vacío. Los especuladores vendían espacio para los cuerpos en el East River. Muchos de aquellos ingentes suicidios provocados por la catástrofe económica fueron ocultados para que el pánico durante la Gran Depresión no fuera más violento.
¿Hubieran preferido esto otro nuestros políticos señalados, los verdaderos culpables, en vez de soportar si no una «violencia legítima» de los arruinados, sí esta manifestación física de desesperación? Kant solo le otorgaba al Estado este poder. ¿Pero el Estado no son también sus ciudadanos? ¿Y qué son si no estos vecinos desahuciados, que lo han perdido todo, enseres e incluso familiares, mientras aún hoy en día, camino del mes y medio de la fecha de la desgracia, siguen las disputas entre los partidos políticos para echarse las culpas unos a otros mientras la normalidad se retrasa indefinidamente?
Estos ciudadanos desesperados que serán juzgados han sido víctimas de un destino impuesto por el abandono y la impericia de quienes los deberían proteger. ¿No deberían ser juzgados antes los supuestamente agredidos en su calidad de verdaderos agresores? Agresores, unos por acción, y otros por omisión del socorro debido. Estos vecinos ya han sido castigados por adelantado, ya han sido castigados a cuenta. ¿Qué más pena se les puede imponer que la que ya tienen? Los ciudadanos soliviantados necesitan comprensión y piedad. Ellos mismos, tras aquella intervención no deseable, estarán en este momento «avergonzados» por su acción.
Pero es que ante tanta desgracia el ser humano se convierte en otro. La pasión y la emotividad sustituyen a la razón. El espacio donde vivían era otro y ahora, de repente, han pasado a ser sonámbulos en lo que Foucault denominó como heterotopía, un «espacio otro», un espacio físicamente real donde se suspenden las reglas oficiales del poder. Son contra-espacios, lugares que se oponen a lo que antes fueron; zonas vacías que han quedado relegadas a los márgenes de la sociedad donde el individuo, también arrebatado de su razón, en este caso por la riada, la pierde.
La razón es sustituida por el miedo al abandono, a la pobreza, a la soledad. Un miedo escatológico. Pensamos en todo lo que ha desaparecido, estamos destruidos por lo destruido, todo está muerto y no se sabe lo que nacerá después, ni siquiera si ese acontecimiento póstumo tendrá lugar. Y el futuro no se divisa, se ha perdido la línea del horizonte, no hay motivos ni alicientes para seguir vivos. Se espera vagamente. El temor, el miedo, la desilusión y la desesperanza son lo más claro que se vislumbra. Los miedos son infinitamente más exactos que nuestra pulsión por sobrevivir. Y el miedo se acrecienta por la falta de todos los objetos que hacían compañía. Objetos y, por supuesto, familiares, amigos, vecinos, conciudadanos cercanos que nos han abandonado sin querer hacerlo. Ese es el miedo que surge cuando la razón se ausenta. Y es injusto intentar imponer un miedo a otro a quienes desesperados se manifestaron contra los verdaderos culpables. Unos culpables que seguirán con su vida placentera, como si no hubiera pasado nada.
«Quienes lo han perdido todo se han quedado sin pasado, presente y quién sabe si hasta futuro»
Del miedo inicial es fácil pasar al terror incontrolable, paralizante, que convierte al ser humano en un autómata. El terror al vacío de la vida, al destino impuesto por unos políticos infames. Vivir la incertidumbre socava toda existencia. El odio y el resentimiento cobran impulso. Y el futuro se convierte en sinónimo de desesperanza. ¿Qué pasa cuando, incluso, se tiene miedo de volver a la vida rutinaria normal? ¿Es fácil curar el desgarramiento? Quizás el físico sí, pero el psíquico es mucho más difícil y complejo. Quienes lo han perdido todo se han quedado sin pasado, presente y quién sabe si hasta futuro. Por ahora, este último no será como lo habían planeado. Ya no tienen raíces, ya son hijos de la fortuna como Edipo, o mejor dicho, del infortunio. Y como Edipo se han quedado ciegos, porque ante sus ojos ha surgido la nada.
El futuro ha desembarcado inesperadamente en el presente y se suma a la sobrecarga informativa y emocional que nos atormenta. La lucha entre la naturaleza y el ser humano siempre estará ahí. Desconocerla o despreciarla trae consecuencias como estas. No es cierto que la naturaleza sea muda, habla con sentido y nuestra única esperanza es que no se fije demasiado en nosotros. En Valencia no fue así. Y además no lo ha sido en los últimos tiempos. Las nubes están presentes de manera amenazadora en toda la literatura universal y también en otras artes. En Ricardo III, Shakespeare dice: «…Y todas las nubes que amenazaban nuestra casa/yacen enterradas en el seno profundo del océano». El fuerte, el poder, no es nunca absolutamente fuerte si aplica la ley injustamente. Pero el débil, al ser absolutamente débil por su condición de despojado, puede ejercer el poder de su palabra convertida en el barro primigenio. «¡Qué palabras imposibles me vienen! Sujetar mis palabras ya no puedo!», le dice Orestes a Electra. Se han convertido en barro.
¿Cómo consolar a los demás cuando uno mismo es incapaz de hacerlo? Hace unos días esto es lo que hizo la ministra de Defensa gritándole a quienes le pagan su sueldo. Solo el Rey demostró ser humano. Y la Reina. Los otros dos satélites que los acompañaban actuaron como unos verdaderos impostores. Ningún dolor, ninguna piedad, todo pura farsa por parte de los culpables. Entonces, ¿no hay derecho a manifestarse alterados, aunque sea fuera de la corrección? ¡No! ¡No! Pero para eso, seguidamente, está la piedad y el perdón. El consuelo no se da ocultándose o escapándose y, por tanto, actuando provocadoramente. Los ciudadanos que se sentían como no natos luchaban entre la fe y la duda. La fe no les aseguraba ninguna certeza. La desesperación, la manifestación de su desamparo era una forma de esperanza. Sólo se puede olvidar si se perdona. Pero olvidar en estos momentos es algo imposible.
Sin lugar a dudas, los dos políticos fueron los verdaderos culpables del desacato. No los ciudadanos convertidos en apátridas. En otros tiempos se decía que el gobernante amante de la justicia debía ser respetuoso con las gentes de bien; y temible contra los malvados. ¿Pero qué es lo que sucede cuando lo que acontece es justo al revés? ¿En qué país vivimos cuando los ladrones y asesinos son amnistiados y los indefensos inocentes son castigados? Nuestros conciudadanos de Valencia son los Jobs de hoy en día. Y Job se rebeló incluso contra el Dios mismo que le había enviado tantos infortunios. ¿Por qué no habrían de hacerlo los ciudadanos arruinados? ¡Nadie puede defender la violencia venga de donde venga! Pero esta ya se ejerció sobre los ahogados y los rescatados.
«¿En qué país vivimos si quienes dicen la verdad son juzgados y quienes mienten son agraciados?»
Simone Weil, que también del dolor supo bastante, escribió que solo los seres humanos caídos en el estado extremo de la degradación social podían decir la verdad. Y así es. Estos ciudadanos estaban gritando la verdad ante la falacia de los políticos. ¿En qué país vivimos si quienes dicen la verdad son juzgados y quienes mienten son agraciados? Nuestros ciudadanos fueron Antígonas. Grave error pensar que el dolor se cura con el dolor. Un dolor y castigo impuesto por aquellos que lo causaron. Las estructuras sociales solo serán estables si se adaptan a la naturaleza humana.
Vivimos en medio de una peligrosísima discordia cívica ajena a la concordia aristotélica. La expresada por el filósofo griego se refería a una amistad civil, pues estaba relacionada con lo que conviene y con lo que afecta a nuestra vida. Y esta actitud, perdida en los últimos años de autocracia en España, requería benevolencia y el compromiso de asumir una responsabilidad recíproca. Nuestros gobernantes hace tiempo que rompieron esta flecha y, como en la antigua Roma, lo bélico ya empieza a traspasar las palabras.
Durante el estalinismo, en la antigua URSS, se decía a escondidas este chascarrillo:
«Mi padre es Stalin,
Mi madre es la URSS.
Y yo soy huérfano».
¡No castiguen a los ya castigados! ¡No a la violencia!