El culo blanco
«Un ministro de Cultura que no tiene tiempo para ir a la reapertura de Notre Dame, tras el incendio, puede seguir siendo ministro, pero yo ya no sabría de qué»
Si no fuera por el circo, los payasos se extinguirían. Un ministro de Cultura que no tiene tiempo para ir a la reapertura de Notre Dame, tras su terrible incendio, puede seguir siendo ministro, pero yo ya no sabría de qué. Ernest Urtasun es un iconoplasta. Hijo de esa intelectualidad altiva, posmoderna, que sólo saber chapotear en la superficie. Que derriba lo que exige reflexión y aplaude lo intrascendente.
La cultura es un compromiso con la permanencia y las políticas de Urtasun viven el ahora de una forma casi lactante. Pide libertad de expresión y artística y destierra la tauromaquia. Habla del colonialismo con el rigor con el que lo haría un adolescente en clase de Ética. Y dice «combatir la censura y la injerencia política que ganan terreno en la gestión cultural pública» cuando, en nuestros días, no hay mayor guillotina creativa que el buenismo, la militancia y el guaysmo. Armas que él y su equipo empuñan con frivolidad.
La dictadura del guaysmo, el feroz imperio de la gente guay, ha acabado con la incomodidad y con el desafío, que son dos pilares fundamentales en la creación. Toneladas de libros, películas y obras de teatro que dicen, exactamente, lo que su público quiere escuchar. El arte debe ser un espejo distorsionado, sucio, desconcertante, y no un filtro de Instagram que te dice lo que guapo que eres y lo listo que pareces y lo bien que sientes.
Ernest Urtasun frunce el ceño como para decir algo grave, algo hondo, y luego termina recitando de carrerilla la lista de moviditas fugaces en las que la extrema izquierda se siente cómoda. Abandonar los marcos establecidos, buscar el aplauso inmediato, sobreactuar, sentirse perseguido por fantasmas y defender que cualquier sucesión de versos sin rima son capaces de cambiar el mundo. Si me dicen que Urtasun tiene un atrapasueños en el cabecero de la cama, me lo creo.
Yo le exigiría a un ministro de Cultura una mirada amplia, una sensibilidad blindada y más valentía. Pero claro, el Gobierno es el que es. Urtasun es sólo el fruto de un tiempo hueco. Donde ya nadie quiere escuchar o leer o ver lo que está lejos de sus ideologías. No queremos arte, queremos refrendo. La autocensura está matando a muchos artistas. Y luego ese público naif que confunde a autor con personaje. Y esta historia del pijo redimido que azota nuestra fauna cultural, de gente cómoda que bucea en su memoria para lumpenizarse. Y las lecciones. Y las proclamas. Y el saltito de rigor en el pequeño charco de turno.
«Negar Notre Dame es negarnos Europa. Es condenarnos a una autarquía emocional»
El próximo año, con la excusa de los 50 años de la muerta del dictador Francisco Franco, ya está el trabajo hecho. Cada generación tiene a sus grises. La de la mía, que es la de Urtasun, será que un librito con una tirada de cien ejemplares haya servido para combatir a la ultraderecha. O un corto. O una obra con dos funciones. O un par de hilos afectados en X.
Los mismos que cantábamos en el colegio «Franco, Franco, que tiene el culo blanco porque su mujer se lo lava con Ariel» ahora luchan contra un fascismo omnipresente, que lo mismo está en el Congreso que en la frutería del barrio, o en Paiporta, o en cualquier aula, o en un periódico digital, o en otra parte. Franco, The Revenant, y siempre en el momento justo.
Un país sin cultura es un país que balbucea. Un país incapaz de reírse de sí mismo. Un país al que le dan el arte mascado, de boca a boca, sin esfuerzo, sin merecimiento, sin arrancar la carne del hueso. Dijo André Bretón que su creación era «rebeldía incondicional, la insubordinación total y el sabotaje sistemático». Que «la belleza será convulsiva o no será».
Negar Notre Dame es negarnos Europa, ese continente indescifrable del que somos íntima parte. Es condenarnos a una autarquía emocional. Es tratar a la ciudadanía como un rebaño al que conducir a los sentimientos correctos y no al revés, que es lo que debería ser el arte, magma escupido desde lo más profundo de la sociedad. A la nueva izquierda, que es la vieja izquierda pero más afilada y elegante, no le interesa la creación, sólo la propaganda. Nada me produce más vergüenza que un poema social. Nada me preocupa más que un ministro de Cultura que intenta convertir la cultura en un blando instrumento en lugar de abrirle las puertas de la jaula y, ya después, tratar de convivir con la fiera.