Notre Dame y la vida del espíritu
«Todos lo que ahora han contribuido a su reconstrucción saben perfectamente que la inversión no es a mayor gloria de Dios sino del PIB nacional francés»
Una de las paradojas de la opinión pública, sobre todo después de la extensión de la misma gracias a internet, es que, si bien gozamos de una ilusión de absoluta libertad de expresión, los límites de lo que uno puede decir se han vuelto cada vez más estrechos, forzados por los parámetros de interés y significación que dicta la propia masa presuntamente emancipada. De ahí que se haya vuelto imposible hablar de determinados asuntos, por ejemplo, de la religión, sin que a uno le obliguen a comulgar con un determinado credo.
Una vez, entrando en una iglesia, Heidegger desconcertó a un amigo santiguándose. Cuando el amigo le preguntó por qué lo hacía, siendo como era un renegado, el filósofo contestó: Man muss geschistlich denken («Hay que pensar históricamente»). Lo que allí había ocurrido, tenía importancia y debía respetarse. De niño, yo cruzaba a veces con mi padre, estomatólogo de profesión, la iglesia de La Sangre en Palma para ir al Hospital Provincial donde él trabajaba. Al pasar ante el altar, mi padre a menudo hacía una genuflexión. Y cuando una mañana le pregunté extrañado a qué se debía aquel gesto, si no era creyente, él me contestó que era «por respeto a los que allí estaban rezando». Pasar por un templo no podía ser un simple atajo.
El día en que se quemó Notre Dame recuerdo haber hablado con José Carlos Llop, que estaba entonces en Madrid promocionando un libro. José Carlos estaba escandalizado porque la noticia se retransmitía como si el edificio incendiado fuera un museo o un simple monumento histórico. «No se habla de que es un templo ni de la importancia que tiene como metáfora de un catolicismo en crisis». Tenía toda la razón, pero esas reacciones demostraban que Notre Dame, desde hacía ya mucho tiempo, no era más que una creación del turismo, un espacio de recreo para la masa, que se pasea por Europa para fotografiar compulsivamente lo que fuimos. Ya ni siquiera Auschwitz conserva el aura que hasta hace poco impedía cometer frivolidades en ese memorial.
«Ya ni siquiera Auschwitz conserva el aura que hasta hace poco impedía cometer frivolidades en ese memorial»
Las causas del fenómeno son más complejas de lo que parece. Cuando se invoca la antigüedad de Notre Dame, se olvida que el templo, tal y como lo conocemos, es una remodelación bastante reciente y ya entonces polémica de Viollet-le-Duc. El propio arquitecto reconocía que «restaurar» un edificio histórico no es mantenerlo, sino «recrearlo en una condición integral que nunca jamás existió en ninguna época». Su restauración, por tanto, estaba ya destinada a esa era secular y turística en la que estamos. Todos lo que ahora han contribuido a su reconstrucción saben perfectamente que la inversión no es a mayor gloria de Dios sino del PIB nacional francés. (No se pierdan, por cierto, el fabuloso ensayo que Félix de Azúa ha dedicado a la historia del gótico y que en los próximos días se publicará en este periódico. Se trata de una poderosa meditación, no solo de la curiosa y poco conocida evolución de ese estilo arquitectónico, sino también sobre lo que es un espacio «falsificado» a lo largo del tiempo).
Hay algo en esa desacralización, sin embargo, que nos afecta a todos, creyentes, ateos, agnósticos y sobre todo a los que no contestamos según qué preguntas. Viendo las imágenes de la inauguración de Notre Dame el otro día, recordé una reflexión de José Antonio Martínez Climent en su maravilloso Breviario de Castilla (KRK), que nadie debería perderse, como tampoco su más reciente El ángel del manzano. Visitando una pequeña iglesia que se estaba restaurando, observaba Climent: «Si el Císter ya no es nous de esta tierra ¿en qué convierte la restauración a este edificio y la labor que lo rodea? La respuesta es inmediata y lo detiene todo, pero queda dentro en forma de herida. Mirando un poco más a lo ancho, nos damos cuenta de que si Cristo no es el lógos-nous, la historia de Europa es un fraude».
¿Y qué supone ese fraude? Porque no se trata solo de un desistimiento espiritual que podría compensarse con otras cosas, sino sobre todo de una disminución imaginativa. A menudo se olvida que la religión y todo lo que a ella se asocia –el arte, el mito, la propia fe– no es solo una cuestión de creencia y observancia, relacionadas además con la maldita ideología, el opio de nuestra era. Cuántas veces no habremos echado de menos, en un sórdido y deprimente tanatorio, haber podido despedir a un amigo o a un familiar como merece –y sobre todo como correspondería a nuestro dolor, a nuestra memoria ultrajada– en lugar de escuchar a un funcionario leer frases vacías y tópicos embarazosos. Como decía Auden, el Réquiem es para los vivos. Y como solía decir Josep Pla, escritor escéptico y descreído donde los haya, «ante el papel de la Iglesia frente a la muerte, yo me quito el sombrero».
La escritora estadounidense Marilynne Robinson escribió en uno de sus ensayos que «identificar el misterio sagrado con cada experiencia individual, con cada vida, en el sentido más amplio de la palabra, supone llegar a la democracia como ideal y aceptar la difícil obligación de honrar a los otros y a uno mismo con algo que se acerca a la debida reverencia». Se trata, a su juicio, de una «visión que es por completo religiosa, pero bajo ningún concepto sectaria, completamente realista por cuanto reconoce la gran verdad de la centralidad de la conciencia humana».
Porque de eso se trata, de la profundidad y la virtualidad de nuestra conciencia. El poeta Paul Claudel sufrió una conversión a los dieciocho años tras haber leído a Rimbaud, cuyas principales obras le provocaron «una viva y casi física impresión de lo sobrenatural». Luego, durante las Navidades de 1886, asistió en Notre Dame a Vísperas. Durante el servicio, estuvo de pie «entre la multitud, muy cerca de la segunda columna a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía. Fue entonces, durante el canto del Magnificat, cuando se produjo el suceso que ha dominado toda mi vida. En un instante, mi corazón fue tocado y creí».
No deja de ser llamativo que la conversión se produjera gracias a una especie de combustión entre la poesía visionaria de un autor herético como Rimbaud –místico salvaje, lo llamaba él– y la revelación acústica de la liturgia navideña. De ahí, Claudel sacó el alimento que llenó su vida y su obra. «Cada hombre –escribió– ha sido creado para ser el testigo y el actor de un cierto espectáculo, para determinar su sentido». Más allá de cuestiones doctrinales y ortodoxas, la conversión le sirvió a Claudel para ampliar su imaginación poética, gracias a la cual, como dijo en su Art poétique, «todo ser o cosa viva existe solo en relación con otros seres y cosas vivas; la interdependencia universal es flagrante, la simultaneidad evidente; para el ser vivo conocer equivale a un renacer, proporcionarse un medio de renacimiento».
De ahí que sus Cinco grandes odas sean sobre todo un canto a la existencia que puede compartir cualquier ser humano en cualquier parte del mundo. Porque de lo que hablan es de la pervivencia de la vida del espíritu, cuyo fuego puede prender en un determinado punto de no retorno. Y para llegar a él son tan necesarios los templos como la poesía, el arte, la música, los mitos y la liturgia, todo aquello, en fin, que se alza contra el fraude y el nihilismo. Como dice Claudel en El espíritu y el agua, la segunda oda, hablando de esa forma de estar en el mundo: «¡Me he embarcado para siempre! Soy como el viejo marinero que ya no conoce la tierra / sino por sus faros, los sistemas de estrellas / verdes o rojas señalados / por el mapa y el portulano».