De Dickens a Capra con parada en Chesterton
«En 1843 Charles Dickens publicó ‘Canción de Navidad’ e inventó la Navidad contemporánea. Era un regreso a la compasión, un viaje hacia la redención»
Tal día como hoy, 19 de diciembre de 1843 (Chapman & Hall), en la tradición inglesa de escribir un relato para las Navidades, Charles Dickens (1812-1870), publicó Canción de Navidad e inventó la Navidad contemporánea. Era un regreso a la compasión, tras leer cómo el avaro Scrooge ve reflejada, a través de un viaje fantasmal en la Nochebuena, lo que fue su pasado, lo que es su presente y lo que le espera en el futuro. Sucedía en un Londres inmortal, entre brumas, en el frío oscuro y sepulcral de un desvencijado despacho, donde el leal empleado de Scrooge soporta la humedad que cala sus huesos. Llega la medianoche y comienza el viaje iniciático en la decrépita y solitaria mansión del prestamista Mr. Scrooge.
De la fantasmal presencia de su viejo socio ya desparecido Mr. Marley, de las descripciones de su solícito y amable empleado Bob Cractchit, del pequeño hijo de éste, Tiny Tim, del bienintencionado sobrino de Scrooge y de un mosaico de personajes inmortales. Sí, este relato era un recuerdo de la compasión, quizá la palabra, como advirtiera Gilbert K. Chesterton (1894-1936), que mejor define, como escribe en El espíritu de la Navidad –maravilloso volumen publicado por Renacimiento en 2017 y preparado por Marie-Cristine del Castillo, con un breve y esencial prólogo de José Julio Cabanillas- en el que desde muy diversos géneros literarios se recrea, con su prosa llena de inteligencia, ironía, sentido común y crítica, para convocar a tal espíritu.
Ahí el lector encontrará poemas de juventud (1894), artículos, comentarios, más poemas (1904-1914), un sainete y demás silva de varia lección. Una diversidad de estilos literarios que hoy constituyen una formidable Enciclopedia en torno a la Navidad. Pero todo comenzó con Dickens, porque Dickens es la Navidad. Las Navidades de antaño, la imaginería de velas, ponches, nieve, chimenea, cánticos, villancicos y pavo, o lo que caiga, y como recordara Julio Caro Baroja queda en la letra de un villancico inmortal: «La Nochebuena se viene/la Nochebuena se va/Y nosotros nos iremos/y no volveremos más».
Lo cierto es que un antecedente de Dickens está en el norteamericano Washington Irving (1783-1859) quien en una novela corta, Vieja Navidad, 1820 (El Paseo Editorial, 2016), narraba para sus compatriotas lo que era, o soñaba, o imaginaba, o había vivido, una Navidad en la campiña inglesa. Comenzaba una saga hasta hoy, felizmente mantenida por la «nouvelle» conmovedora, dura y actual, La puerta de las estrellas (Galaxia Gutenberg, 2022) de la escritora noruega, Ingvild H. Rishoi (Oslo, 1978). La Canción de Navidad dickensiana es un viaje literario y sentimental hacia la redención. De una profunda redención. Volver a Dickens por estas fechas. Un clásico, como señaló Borges, es una obra que las diversas generaciones leen y amplía su geografía lectora y que, al decir de Italo Calvino, no se agota nunca.
Porque los clásicos son siempre contemporáneos y porque lo que se cuenta, vendría bien recordarlo en estos miserables tiempos presentes. Al Nobel Joseph Brodsky le preguntaron una vez cuál sería para él la mejor definición de qué es la literatura. No lo dudó, respondió algo parecido a esto: quien ha leído a Dickens es incapaz de disparar contra otro. Espíritu de la Navidad, la compasión de Dickens hacia el otro, el sentimiento más profundo de la mejor y más antigua Navidad se resume, también, en la cinematografía.
«Si ‘Canción de Navidad’ presenta un fuerte componente de novela gótica, Capra lo traduce en ‘Qué bello es vivir’ en un cuento de hadas»
Por ejemplo, cómo la vida de cada uno tiene suma importancia para los otros. Lo llevó a la pantalla el gran Frank Capra (1897- 1991) y añadió otro clásico a la saga sin que la merma del tiempo lo convierta en ruina. No, Qué bello es vivir (1945) advierte del valor de la vida, de cómo el atribulado y bonachón de Georges Bayley, ensombrecido por las deudas, abrumado por lo que se le viene encima, quiere acabar, en la Nochebuena con su vida. Si Canción de Navidad presenta un fuerte componente de novela gótica, aquí Capra lo traduce en un cuento de hadas. Clarence será el ángel que baje a la tierra para, además de ganarse sus alas, salvar a George del suicidio.
Y así, le hará ver lo que habría sido la vida sin él: su hermano habría muerto ahogado entre el hielo; el farmacéutico, abrumado por la noticia de que su hijo, combatiente de la Primera Guerra Mundial, ha muerto, habría confundido la composición de una medicina con resultado mortales para el paciente; su mujer no se habría casado y no habrían formado una familia; su madre habría transformado en casa de huéspedes el antiguo hogar familiar; nadie le conocería, nadie sabría quién es porque no ha existido. Y, para colmo, el avaro Potter habría envilecido el lugar con su capitalismo salvaje y despreciable, hasta que la población llevara el nombre de Potterville.
Esta parte es tan gótica como el viaje fantasmal de Scrooge. Dan miedo ambas, leerla, verla. Y, sin embargo, en ambos surge la redención. El inmenso grito: gracias a la vida. Porque como reconoce Scrooge: «Lo esencial es invisible a los ojos». Y tan invisible. Recuerdo de una noche (1940) es una soberbia película dirigida por Mitchell Leisen (1898-1972), sobre un guion del genial Preston Sturges que cuenta la relación entre una ocasional ladrona de joyas (monumental y bellísima Barbara Stanwyck) y un generoso fiscal (Fred MacMurray). Todo comienza en el centro del mundo: Nueva York. El juicio se retrasa hasta después de Navidad. Y el fiscal al contemplar el desamparo de la joven, consigue mediante amigos el pago de la fianza. Aquí comienza un viaje que concluirá de manera sorprendente. El fiscal la invita a la casa de su madre a celebrar la Nochebuena y el día de Navidad, a unos cientos de kilómetros de Nueva York, y allí, la joven ladrona descubre un mundo acogedor, cálido, familiar, lo que nunca ha conocido. Es una obra maestra llena de sentido y sensibilidad. Otra historia, como la de Dickens, como la de Capra, de redención y compasión.
Como lo es Smoke (1995) de Wayne Wang (1949). Sin salir de Brooklyn, con guion de Paul Auster, toda la película se resume en las escenas finales y el relato navideño que le propone el estanquero (Harvey Keitel) al escritor (William Hurt, trasunto del propio Auster) para cumplir con la petición de The New York Times, mientras se escucha una furiosa y deslumbrante canción de Tom Waits de fondo. De Dickens a Capra, con parada en Chesterton, y el epílogo presente de la joven noruega Rishoi. Así sea.