Precauciones para no caer en más trampas
«La democracia constitucional se caracteriza por imponer límites. Hasta ahora los había pero no han sido suficientes para frenar fuerzas antidemocráticas»
Hoy ya casi nadie habla de reforma constitucional. Hace unos años, con motivo del Día de la Constitución, se solían escribir artículos justificadamente elogiosos sobre la misma añadiendo que algunos aspectos debían revisarse: composición y funciones del Senado, clarificar el reparto de competencias entre Estado y comunidades autónomas, alguna cuestión menor sobre la sucesión de la Corona y poco más.
Cada año los profesores de Derecho Constitucional que éramos columnistas habituales en los periódicos, normalmente a petición de nuestros respectivos jefes de opinión, escribíamos variaciones sobre el tema con escasa convicción de que las reformas pudieran llegar a buen puerto. A su vez, desde principios de los noventa, en el ámbito académico, se dedicaron al tema multitud de congresos, jornadas, seminarios y números extraordinarios de revistas especializadas.
El resultado de todo ello fue mínimo: dos pequeñas reformas obligadas por el derecho de la Unión Europea y hace unos meses, sin apenas debate, una acertada pero no imprescindible revisión terminológica del artículo 49 de la Constitución. Incluso la propuesta, muy bien argumentada, de una comisión del Consejo de Estado a petición del gobierno de Rodríguez Zapatero, tuvo nulo éxito.
Quizás las reformas no eran tan urgentes ni imprescindibles, quizás se tenía miedo a los cambios por aquello de «virgencita, virgencita, que me quede como estoy». La sensatez del legislativo y del ejecutivo, la prudencia y rigor de la interpretación del Tribunal Constitucional, iban salvando las trampas y evitando los escollos que surgían por el camino. La reforma constitucional encubierta que intentó el Estatuto de Cataluña de 2006 fue bien detectada por el Tribunal y sabiamente resuelta mediante una cautelosa sentencia. Las demás reformas estatutarias, todas ellas innecesarias, no cayeron en la estratagema catalana y quedaron en reformas inútiles.
Por aquellos tiempos, recuerdo que Francisco Rubio Llorente me hizo una reflexión que entonces no llegué a captar: «Tenemos que preocuparnos más de las instituciones. Primero resolvimos bien el sistema de fuentes del derecho, después la organización de las comunidades autónomas y los derechos fundamentales, ligado todo ello a la función del Tribunal Constitucional y los tribunales ordinarios. Pero en sede académica hemos descuidado las instituciones, especialmente las relaciones parlamento-gobierno y el papel de los partidos. Ahí tenemos muchas cuestiones a resolver».
Ahora comprendo que el viejo maestro tenía razón. No reflexionar sobre esta cuestión nos ha dejado teóricamente inermes y sin capacidad de reacción ante quien no ha dudado en saltarse todas las reglas, las escritas y las no escritas, sin miramiento alguno. No estábamos preparados para un gobierno populista como el del actual PSOE al que sólo le importa estar en el poder y dominar todas las instituciones, sobre todo públicas pero también privadas, y no duda en asaltarlas por todos los medios, legales e ilegales, para esto último tiene bien atado al Tribunal Constitucional e intenta hacer lo mismo con el Tribunal Supremo.
Sabíamos desde siempre que al populismo sólo le importa el poder y le incomoda todo control sobre el mismo, especialmente los propios de un Estado de derecho. El populismo no es una democracia liberal sino un sistema autoritario. Pero no habíamos previsto que un gobierno de estas características se instaurara en España como ha sucedido desde la moción de censura de 2018, sin duda legítima si sólo nos fijamos en el número de diputados que aprobaron la moción, pero desleal con la filosofía propia de toda democracia parlamentaria.
Las instituciones políticas no sólo tienen cuerpo sino también alma, no son sólo física sino también química. No debes formar una mayoría contradictoria sino diversa pero homogénea en lo substancial. Y allí había un conglomerado de partidos que, a excepción del PSOE, querían destruir, por distintas razones, el sistema constitucional, el «régimen del 78», tal como lo bautizaron. Así lo decían de forma explícita. En los años siguientes, el PSOE se ha visto contagiado de este espíritu y no ha frenado a tiempo – la última ocasión ha sido su reciente Congreso – esta deriva populista del Gobierno sino que, al contrario, la ha asumido como propia.
En este peligroso camino, el Gobierno del PSOE -Sumar es un adorno accidental- se ha ido cargando implacablemente casi todas las instituciones: del parlamentarismo hemos pasado al presidencialismo; del Estado autonómico estamos transitando a un sistema de aroma asimétrico confederal mediante el cambio del sistema de financiación; se están asaltando a la vista de todos la Administración Pública y los órganos de control; se utilizan espuriamente las leyes, que lo permiten desde la pandemia pero debían estar limitadas a este período, para declarar empresas estratégicas a simples medios de comunicación para que el gobierno tenga el monopolio de la propaganda, además de cambiar por decreto-ley – ¡qué gran urgencia había! – el Consejo de la radio y televisión pública. Naturalmente, en este clima de deslealtad política e institucional aflora, como siempre pasa, una apestosa corrupción económica cada vez más cercana a La Moncloa.
Así pues, el debate sobre una posible reforma constitucional debe cambiar de escenario: ya no será solo el Senado y el título VIII sobre la organización territorial sino sobre todo deben cambiar ciertos aspectos institucionales, en el plano de la Constitución o de las leyes. Desde la academia y las demás instituciones jurídicas debemos dedicar la atención a cómo impedir este asalto a las instituciones políticas: este debe ser el tema que deben abordar los estudiosos en congresos, seminarios, jornadas y artículos. Hay que defender la democracia.
Ya sabemos que en cualquier momento, como ha sucedido en estos seis años y medio, un grupo político decidido a acabar con el sistema político puede desnaturalizarlo totalmente. La democracia constitucional se caracteriza por imponer límites al poder. Hasta ahora los había pero no han sido suficientes para frenar fuerzas claramente antidemocráticas. Ahora se impone detectar los fallos del sistema e introducir los remedios necesarios para que, una vez superada esta fase de gobierno populista – que la superaremos -, no volver a caer en las trampas que durante estos años se han tendido a la democracia española.