THE OBJECTIVE
Ignacio Vidal-Folch

Qué feos somos

«La aspiración estética ha desaparecido de la capa de la tierra, pero por lo menos hemos alcanzado cierta homogeneidad funcional vestimentaria»

Opinión
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Qué feos somos

Jordi Aragones, de Aliança Catalana. | Wikipedia

Mirando ayer la foto de una nueva figura de la política catalana, un joven llamado Jordi Aragonés (de Aliança Catalana, un partido matamoros) se me escapó un suspiro:

-Dios mío, ¡qué feos somos! 

 ¡Aquella barba entrecana de tres días, y la corbata con el nudo ancho, que detesto, ese cuello de la camisa en ángulo obtuso, ese traje azul tan convencional y mal cortado, la insignia en la solapa con la cansina banderita… Todo hablaba de un mal gusto que, no lo duden, denuncia escasez mental y parvedad moral

¿Se puede salir de ahí? Ideas ácidas, mal rollo… Quizá no sea para tanto y lo único que pasa es que el color digital es implacable, feísta por naturaleza. El mundo debería ser en blanco y negro.  

Quizá influía en este estado de ánimo la visita que acababa de realizar al Reina Sofía, a la exposición sobre el esperpento, donde se despliega una España rústica y carpetovetónica plagada de lisiados y tontos de pueblo (en los óleos de Castelao), de literatura de cordel, aleluyas pedestres y romances de ciego, máscaras toscas, y marionetas para retablos más bien siniestros. 

«Vamos todos calzados con blandas zapatillas deportivas, pero por lo menos no son alpargatas con suela de esparto»

Es la idea, o el recuerdo, o el vestigio, o el testimonio de una España pobre, mugrienta y desdentada, que se regodea haciendo muecas y dando saltitos ante los espejos del callejón del Gato, nada tiene de extraño que acabase en la guerra civil, la apoteosis goyesca. Que fuera también la edad de plata de la literatura no fue ningún detente bala. 

El caso es que salí del Reina entristecido y disgustado y entonces yendo por la calle de vuelta a casa, por ese paseo del Prado espectacular pero ridículamente incómodo para los peatones, con sus aceras estrechas (signo de falta de imaginación), para contentarme un poco me fijaba en que ahora, por lo menos, o sea cien años después de cuando el esperpento, casi todo el mundo va decorosamente limpio, abrigado con ligeros anoraks o fachalecos que aunque les hagan parecer gusanos colosales por lo menos son eficientes, y para combatir el frío mucho mejores que el expediente de echarse sobre los hombros una manta raída e infestada de pulgas. Vamos todos calzados con blandas zapatillas deportivas, pero por lo menos no son alpargatas con suela de esparto.

Desde que Jaime de Marichalar pasó a un discreto segundo plano, y con la salvedad, tal vez, de Pedro Almodóvar, que luce esos trajes impecables de color rosa o azul cielo, la aspiración estética ha desaparecido de la capa de la tierra, pero por lo menos hemos alcanzado cierta homogeneidad funcional vestimentaria, y en vez de cargar con un zurrón (dentro: pan, queso y vino), o un hatillo al hombro, se arrastran cómodamente unas maletitas con ruedas. Todo eso que hemos ganado. 

Pero ¡qué feos somos! ¡Qué arrugados! ¡Qué rostros! ¡Qué muecas! ¡Cuánto gritar para no decir nada! ¡Como en el esperpento! ¿Por qué no seremos todos como Samuel Beckett, con su esbelta figura, su rostro esculpido a hachazos y su tweed? O como Úrsula Corberó.

«Creo que lo peor después del ruido son los colores estridentes»

Esto no tiene remedio. Cerca de casa un tipo repulsivo gritaba: «Ayer estuve con un mono que era un científico. ¡Un mono científico! ¡Qué voy a hacer yo con un mono científico!». Se creería ingenioso. Pero a mí me recordaba a los músicos siniestros de Muerte en Venecia.

Sospecho que somos fin de raza. Asisto a la caída del imperio romano. Una gota de tinte del pelo me resbala por la sien, por la mejilla. Estoy en vísperas de la guerra atómica. Creo que lo peor después del ruido son los colores estridentes. El lector atento habrá observado que las pequeñas fotos de los columnistas de este y otros periódicos, el misericordioso maquetista las ha puesto en blanco y negro; ese hombre es un benefactor, un filántropo, yo le daría el premio Nobel.  

Yo voy a patentar ahora mismo unas gafas de mi invención gracias a las cuales se elimina del campo visual todo cromatismo, y además, la exactitud, de manera que el usuario se desplazará por un mundo en blanco y negro y ligeramente borroso. Las llamaré Alivio. Gafas Alivio.

Me voy a forrar. Eso sí: tengo que contratar a un buen diseñador, porque el prototipo que he improvisado… es feísimo. 

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