Las nuevas ideas
«Es posible ver en el futuro un cesarismo tecnocrático futurista y de derechas, por un lado, y un cesarismo tecnocrático futurista de izquierdas, por otro»
Hace ocho años, cuando Donald Trump ganó por primera vez las elecciones presidenciales, su figura y las ideas que propugnaba formaban parte del amplio espectro de la extravagancia política. Era un friki y así le trataba la prensa internacional. Los populismos –de izquierdas o de derechas– no provocaban sino el desdén de las élites culturales. Los modelos eran Barack Obama y Angela Merkel: un liberalismo –ya fuera progresista o conservador– de rostro sofisticado y analítico. La Cataluña independentista se veía a sí misma como la Dinamarca del Mediterráneo; aunque también se barajaba la opción de los partidos reformistas de «extremo centro», como Ciudadanos de Albert Rivera y Luis Garicano.
En tanto que paradigmas, las ideas siempre son interesantes porque, al creer en ellas, nos conforman y construyen, señalan el camino que aspiramos a recorrer. ¡Qué cosas! Han pasado ocho años desde entonces y el mundo parece ya otro. No sólo España ha cambiado: las viejas mediaciones que hicieron posible con su prestigio la democracia liberal caen una tras otra, asediadas por la plaga de la sospecha. Ya no es que no sepamos en qué consiste el mal –ni si hay un mal–, sino que nos hemos vuelto incapaces de adivinar el bien. ¿Quién es Merkel a día de hoy? La dirigente más nefasta de Europa desde 1945, aseguró Jesús Fernández-Villaverde en la Fundación Rafael del Pino. ¿Quién escucha hoy las prédicas de Obama o de Bill Gates o de…? ¿Quedan acaso reservas de autoridad moral?
«El humor de Trump le sirvió para romper el monopolio del discurso oficial, de lo ‘políticamente correcto’»
Han pasado ocho años, sí, y el mundo parece otro. Y Trump lo ejemplifica mejor que nadie. Sus ideas, antaño extravagantes, son ahora centrales en el debate público. Nadie habla ya de incentivos, por ejemplo, ni del modelo socialdemócrata europeo como algo necesariamente positivo; ni siquiera de ecologismo o del cambio climático.
Las preguntas son otras y también los retos: la cuestión primordial de la inmigración y del colapso demográfico; la necesidad de decir adiós a esas «vacaciones de la historia» que, según nos hicieron creer, suponía la derrota del comunismo; el rearme militar y el retorno –cueste lo que cueste– al crecimiento económico; la puesta en duda de la religión del globalismo y el rechazo hacia la burocracia. Peter Thiel hablaba de Europa y del liberalismo como de una especie de Antiguo Régimen liderado por un presidente senil llamado Joe Biden. Y que el futuro lo represente Trump no deja de ser paradójico: un hombre fuerte para un tiempo desculturalizado.
No debemos olvidar que una de las causas de la victoria de Trump es su sentido del humor. Gregorio Luri suele repetir que la Ilustración se impuso no por la superioridad de sus ideas, sino por las risas que supo provocar. La risa que desnuda al adversario poniéndolo en ridículo y convirtiéndolo en un bufón sin autoridad alguna. La risa que perturbaba a Hitler en el Parsifal de Wagner –la tragedia, siempre cercana a la comedia–. El humor de Trump le sirvió para romper el monopolio del discurso oficial, de aquello que se denomina lo «políticamente correcto». Es posible que nunca recupere su prestigio y que en el futuro veamos un cesarismo tecnocrático futurista y de derechas, por un lado, y un cesarismo tecnocrático futurista y de izquierdas, por otro; y, en medio, el lenguaje del siglo XX que se volatiliza en el aire, como la nostalgia de un tiempo mejor, antes de que todo se estropeara.