Mirando hacia atrás sin ira
«Los datos falsos, el ataque a la autonomía judicial, la corrupción, están desde la pandemia. Solo se han incrementado la intensidad y la degradación»
Hace un par de días, Fernando Savater comentó el plan anti-Franco de Pedro Sánchez, para el cual este contará, añade, con «expertos». Recordaba que eso mismo dijo el presidente durante la crisis del covid para conferir un aval científico a su política contra la pandemia, y tales expertos, simplemente no existían.
La repetición del mismo truco prueba, ante todo, que Pedro Sánchez no ha modificado desde entonces su hábito de pronunciar declaraciones solemnes, orientadas a realzar la propia figura, sin el respeto a la verdad. Pero al constatar esta persistencia, encontramos una también guía para responder a una pregunta: ¿cuándo se definen el estilo de gobierno, y el recurso sistemático a la mentira que hoy observamos en Pedro Sánchez? En política rige el mismo principio que demostró Louis Pasteur para el mundo natural: no existe la generación espontánea. Las ideas y las actitudes políticas responden a demandas individuales o colectivas, pueden experimentar importantes transformaciones, y aún cambios repentinos, pero solo cobran forma como resultado de un proceso de gestación reconocible. Luego lo de hoy, viene de algún sitio.
La ambición, el decisionismo, la agresividad de Pedro Sánchez están ahí en el curso de su ascenso político hasta la cima presidencial. No obstante, faltan todavía la constante imposición de esas decisiones sobre la realidad, en detrimento de la elección racional, y también la máscara con que cubre las contradicciones nacidas de tal disociación: el recurso sistemático a la mentira, imprescindible para tapar los errores y las eventuales consecuencias negativas de los mismos. Las falsas evidencias no facilitan protección alguna al estrellarse la acción así encubierta con el muro de la realidad.
Da una pista la referencia a los expertos imaginarios, en una situación tan grave como la provocada por la pandemia. Lleva a pensar que es entonces cuando Pedro Sánchez, siempre seguro de sí mismo, y sobre todo obsesionado con exhibir esa seguridad, se vio forzado a una huida hacia delante para no asumir los costes derivados de la tardía respuesta a la pandemia, y sobre todo de la primacía otorgada a su política sobre la sanidad en un momento crítico. Para ello contó, no con un consejo de expertos, pero sí, con un asesoramiento unipersonal, el de un personaje de extraordinaria eficacia para el papel asignado, Fernando Simón, de facto ministro de Sanidad y gran comunicador. Un experto epidemiólogo que consciente o inconscientemente le proporcionó un respaldo decisivo, desde el ángulo científico, con la contrapartida de un apoyo asimismo indefectible ante los medios. Estaba al frente, y sigue estándolo ahora, del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias (CCAES).
Llegados a este punto, conviene advertir que buena parte del material que permitiría un examen más riguroso ha sido eliminada desde el mismo mes de marzo de 2020, caso de informes y declaraciones por RTVE, o relegado a un punto inencontrable para el buscador. Es la ventaja documental de lo impreso sobre online, susceptible de supresión o manipulación. Un ejemplo: la serie de noticias «Fernando Simón» en El País online, solo se abre el 14 de marzo de 2020.
«Visto desde hoy, el problema no reside en los errores de partida en la pandemia, sino en su persistencia»
A pesar de ello, aun a falta de importantes pruebas, las cosas están claras en lo esencial. Fernando Simón, sobradamente cualificado tras su actuación en la crisis africana del ébola, sufre como otros científicos la dificultad para entender lo que se viene encima con el covid y opta por mantener desde un principio una valoración optimista. Apuesta por la moderación de la enfermedad y por su lenta transmisión. Visto desde hoy, el problema no reside en los errores de partida, sino en su persistencia, incluso más allá del momento de disparo del covid, en la primera quincena de marzo, al pronosticar que todo acabará en cuatro o cinco meses, o anunciar el fin de la mortífera primera fase el 13 de mayo de 2020, mientras España sigue a la cabeza de contagios y muertes tras la explosión de marzo.
La doble y elusiva luz verde para la manifestación del 8-M, dirigida explícitamente el día anterior a su propio hijo y a las feministas, ha quedado como emblema de esa fatal equivocación. Solo que aquí no nos interesa juzgarla, sino subrayar hasta que punto el dictamen «desde la ciencia», encajaba a la perfección con la necesidad, para Pedro Sánchez y sus socios de Podemos, de que fuera una esplendorosa realidad la celebración del Día de la Mujer, el primer con el gobierno de coalición PSOE.
Dada la reacción posterior del Gobierno frente a cualquier alusión al tema, no hablemos de crítica, las valoraciones científicas sobre el proceso han sido más que prudentes. En la de mayor repercusión internacional sobre la primera ola, publicada en Nature Genetics, en 2021 (nº 53, 1405-1414) era subrayada la importancia para el caso español de los acontecimientos superdifusores (superspreading). Prudentemente no se citaba el evento escondido, el 8-M, pero se exhibían datos bien significativos del impacto de las reuniones multitudinarias, como el del funeral masivo de Haro, el 23 de febrero, donde una muestra de 25 asistentes arroja 36 contagios. También el efecto multiplicador de quienes volvieron contagiados del partido Atalanta de Bérgamo-Valencia.
Tampoco esa constatación, hoy científica, resulta novedosa. Lo apuntaba Laura Spinney el 29 de febrero desde El País, sobre la base de sus propios estudios acerca de la peste española en 1918 y lo conoce cualquier lector del clásico Los novios de Alessandro Manzoni, con su minuciosa crónica de la peste de Milán en 1630. La asistencia obligada a ceremonias religiosas en el primer caso, o la celebración popular por el nacimiento de un hijo de Felipe IV en el segundo, arrojan un mismo resultado: difusión inmediata y masiva de la epidemia. Lo mencioné en un artículo en diario bilbaíno El Correo, de 16 de marzo de 2020, La peste de Milán.
«Una vez pasado el 8-M, el Gobierno tuvo que girar 180 grados y anunciar la gravedad de la situación»
Nada tengo que añadir a lo entonces escrito: «Hasta el 8-M todo iba relativamente mejor en el mejor de los mundos. El drama de Italia servía de paraguas. Inútil guardar distancias o usar guantes en instituciones culturales (Biblioteca y Archivo Histórico Nacionales: experiencia personal). Sobre todo, la celebración de las grandes manifestaciones del 8-M fue abordada como si reunir a cien mil personas intercambiando besos y abrazos fuera la cosa más inocua del mundo. Ni Gobierno ni organizadoras hicieron caso a la advertencia de la Agencia Europea de la Salud. A ver quién se atrevía a incomodar a las líderes políticas del evento. Apenas fue indicado que quienes sintieran los síntomas de la enfermedad se abstuvieran de manifestarse. Del nivel de falta de preparación dio noticia esa misma noche la llegada a Barajas de viajeros procedentes de Malpensa (Milán), abrazados por sus familiares y sin control tras el desembarco. Una vez pasado el festejo del 8-M, el Gobierno tuvo que girar ciento ochenta grados y anunciar la gravedad de la situación, como si esta viniera de la noche anterior».
Con el estado de alarma, según Pedro Sánchez, se habían salvado 450.000 vidas. A la vista de los datos y las curvas de contagios y muertes en marzo de 2020, cabe pensar que el retraso en la respuesta y los errores en la prevención sanitaria, tuvieron también algún coste humano.
Fernando Simón dirá más tarde, el 25 de mayo, ante una posible indagación judicial, que la importancia del 8-M fue «marginal». Fechará también el punto de disparo de la expansión, el 9 de marzo, pero los contagios suben en flecha desde el día 8, con Madrid como epicentro, pasando de un 20% sobre el total nacional, el día 8, a casi el 70% para el 14. A partir del 20 comienza el reflujo por efecto de la clausura del país el 14 de marzo. Las cifras son espantosas, de unos 400 contagios registrados el 8, a más de 17.000 el 14 y más de 85.000 a fin de mes. España pasa a encabezar la lista de muertes en una Europa, donde la pandemia crece, pero a un ritmo menor.
En un momento de popularidad suya espectacular ese verano, Fernando Simón aludirá a su audacia al proponer un endurecimiento de las restricciones a finales de marzo, elogiando el valor de Sánchez por aceptarlo. Lo cierto es que de acuerdo con sus previsiones, siempre optimistas, el presidente apuntó ya «la desescalada», a fines de abril, todavía con España como campeón de contagios y muertes, y que entre mayo y junio Sánchez podrá proclamar, gracias otra vez a sus estimaciones, que hemos vencido al covid. Era la «nueva normalidad». Lástima que los contagios se quintuplicasen de julio a agosto, con España de nuevo al frente de las cifras macabras. «El balance que ha hecho esta semana el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en un discurso carente de autocrítica no se entiende muy bien», comentaba El País, el 6 de agosto. Desde La Sexta, el exministro Sebastián recomienda al epidemiólogo «que pida perdón».
«Durante la pandemia Sánchez inaugura una forma de proceder que sigue practicando hoy»
Berna González Harbour pronunció un veredicto inequívoco, siempre desde El País, el 13 de enero siguiente: «Fernando Simón se atrevió al inicio de la pandemia a infravalorar el peligro, a asegurar que habría escasos casos, que no hacía falta cerrar colegios, ni tampoco mascarillas. Algunos de sus atrevimientos, impropios de quien debe coordinar las emergencias y no jugar a adivino, a comentarista o a coacher de la población, fueron infaustamente corregidos por los hechos y por su particular forma de desdecirse como, por ejemplo, cuando reconoció que el problema había sido que no había mascarillas para todos. Se ve que no podíamos asumir esa verdad».
Efectivamente, no podíamos asumir, ni esa ni otras verdades, porque los errores son humanos, y la circunstancia angustiosa, pero resulta mucho menos explicable que un presidente de Gobierno los suscriba, mientras apuntalan su triunfalismo y le eximen de las responsabilidades contraídas. En este punto, los «expertos» fantasmas de nada sirven. Por eso mismo el Gobierno se volcó con todos los recursos, y acudiendo a las presiones y a la difamación, cuando a fines de mayo de 2020 se anuncia el desenlace de la instrucción desarrollada por la juez Carmen Rodríguez-Medel sobre las consecuencias del 8-M, con la posible comisión de un delito por incumplimiento de las recomendaciones sanitarias.
El suceso es ilustrativo, porque Sánchez inaugura una forma de proceder que sigue practicando hoy. Emplea ya toda su artillería jurídica institucional, con la Abogacía del Estado al frente, para desautorizar la investigación, definida como una intolerable «causa general contra las autoridades», mientras los medios afines se centran en los errores y «medias verdades» del informe redactado por un coronel, Diego Pérez de los Cobos, jefe de la Comandancia madrileña de la Guardia Civil. Lo mismo que a la juez, su ejecutoria le situaba por encima de toda sospecha tras la relevante y sufrida actuación en Cataluña el 1-0 de 2017. De nada sirvió. A pesar de que la juez le había ordenado no comunicar a nadie su investigación, al omitir su entrega al gobierno, fue destituido por el ministro Marlaska. Sentencias sucesivas darán la razón a Pérez de los Cobos, sin que la persecución cese hasta hoy. Pedro Sánchez no perdona. Tomen nota ahora en la UCO. La juez acabó cediendo, contra pronóstico, y archivó la causa.
Consecuencia: el error del 8-M —haber omitido la prohibición de manifestaciones— no recibió sanción alguna y la responsabilidad de Pedro Sánchez pasó al olvido, a pesar de que en el informe de la Guardia Civil constasen las palabras de Fernando Simón al prohibir, el 6 de marzo de 2020, la celebración de un Congreso evangélico, «considerado de alto riesgo para la propagación de contagios». La conciencia del peligro existía; la urgencia política, también. Esta se impuso. Y de cara al futuro, Sánchez estrenó su táctica, mantenida hasta hoy, de descalificar e ir contra quien trate de atentar contra sus intereses por vía judicial.
«Aparece entonces un término destinado a arraigar en el vocabulario del gobierno: el bulo»
Los ulteriores deslices de Sánchez, anticipándose, de mayo a agosto, a un fin de la pandemia aun prematuro, son ya otro anticipo, el de su capacidad para forjar un relato, con el cual cree equivocadamente domeñar a la realidad. (Atenuante: en ese caso, era oportuno inyectar moral a una sociedad en el límite del miedo y del sufrimiento). Así que frente al malestar lógico de una opinión pública angustiada, a la cual se le habla más del fin de la tragedia que de la propia tragedia, con cuyas imágenes Sánchez se cuida muy bien de no contaminarse, aparece un término destinado a arraigar en el vocabulario del gobierno: el bulo. Otro jefe de la Guardia Civil, el general Santiago, entra ahora en escena, mediado abril, para combatir los bulos, esto es, las críticas al Gobierno por su gestión. Fernando Simón le respalda públicamente. El general será ascendido en junio.
En cualquier caso, nada parecido en el discurso oficial a las informaciones puntuales y confesiones de impotencia de otros presidentes, como el italiano Conte o el francés Macron. Sin detenerse en los datos, poco favorables, Sánchez afirma en diciembre de 2020 que ha gestionado la crisis «con la máxima humildad y el mayor rigor científico». A partir de ese momento, la vacunación le permite situarse en la realidad, siempre con su estilo: «Ha sido un éxito de país». Prohibido mirar hacia atrás. Y como la pandemia se retiró, tanto de España como de Europa, ¿para qué revivir tal pesadilla?
Entre tanto, una vez olvidado el mal trago de la instrucción de Rodríguez Medel, es una y otra vez Pablo Iglesias, vicepresidente, quien exhibe en 2020, sin que nadie le coarte, su denuncia de la actuación autónoma de la judicatura, vista ya como prevaricadora y reaccionaria. Y en fin, bajo cuerda, a partir de los retrasos y pésima gestión del abastecimiento en mascarillas, despunta algo más grave: una vía de corrupción, inesperada pero lógica, desde el entorno del propio Pedro Sánchez, que conduce también al presente.
Menos mal que ahí estuvieron también las actuaciones de Nadia Calviño, y entonces, de Yolanda Díaz, en el campo económico-laboral, aun con un permanente conflicto entre ambas, pero salvando los cimientos del edificio. Por lo demás, el cuadro del mal gobierno posterior se encuentra ya diseñado.
Los elementos de la ecuación son los mismos: datos falsos, opinión manipulada, ataque a la autonomía judicial, corrupción. Solo se han incrementado la intensidad y la degradación. Vemos a una autoridad judicial al servicio del Gobierno borrando pruebas, y a un presidente celebrándolo y pasando al ataque contra todo el mundo. Parece una farsa y no lo es. ¿Hacia dónde nos llevan?