THE OBJECTIVE
José Carlos Rodríguez

Jimmy Carter, el Midas que arruinó al país

«Echarle la culpa de su fracaso político a la moral del pueblo americano no fue, desde luego, una estrategia de carácter electoralista»

Opinión
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Jimmy Carter, el Midas que arruinó al país

El expresidente de EEUU Jimmy Carter en una imagen de archivo de 1980. | Leif Skoogfors / Zuma Press / ContactoPhoto

Jimmy Carter apenas ha podido superar el año de viudedad, tras la muerte de Rosalynn en noviembre del pasado año. Ha llegado a los cien años, pero no ha podido ver una segunda presidencia de Donald Trump. 

Tenía esta ambición por comerse el mundo de quienes miden menos de lo normal. No es que Jimmy fuera muy bajito (llegó a medir 1,75), pero su padre le llamaba ‘Hot’, por ‘Hotshot’, algo así como «pez gordo»; un apodo doblemente cruel, porque se refería irónicamente a su escasa estatura y a su carácter prematuramente serio y confiado. 

De niño no encajaba con los mayores, que respondían mal a su fiera determinación. De joven, según contó un compañero de la Armada, era un «solitario», incapaz de entablar «una intimidad cercana, o una amistad». Francis Hertzog añadió que, en realidad, «no necesitaba» que nadie le apoyase o refrendase «su propio ego». Él tenía «un carácter muy fuerte». Ese carácter le fue muy útil en el hermético y opresivo entorno de un submarino. 

Hubiera seguido una carrera militar que le habría llevado a lo más alto. Pero su padre murió cuando él no había cumplido los 30, y decidió asumir la gestión del negocio familiar: la plantación de cacahuetes. Su mujer estuvo a punto de divorciarse de él a causa de su renuncia a la Armada. 

Sus vecinos decían que tenía ‘el toque Midas’. Parecía triunfar en todo lo que hacía. Poseía una inteligencia natural descollante. Trabajaba sin horario, y sabía divertirse cuando tocaba. Y era una persona estricta en lo moral y en lo profesional.

Nueve años le bastaron para hacer prosperar el negocio y volver a satisfacer su gran ambición; esta vez, en la política. Comenzó como senador del Estado de Georgia. Demócrata moderadamente conservador, apoyó la integración racial en las escuelas y la política de derechos civiles de Kennedy. Luego quiso ser gobernador del Estado, y lo logró a la segunda. Puso en orden las cuentas, hizo carne la letra de las leyes que hablaban de integración, y dijo que «el tiempo de la discriminación racial ha pasado». Décadas más tarde, la discriminación racial será el núcleo de la propuesta política del Partido Demócrata. 

Pese a su notable gestión como gobernador de Georgia, cuando decidió presentarse como candidato demócrata a la Casa Blanca, un periodista dijo: «¿Carter? ¿Candidato a presidente? Nadie ha oído hablar nada de él. Debe de ser una broma». Su propia madre reaccionó, cuando le dijeron que iba a ser candidato a ser presidente, preguntando cándidamente: «Presidente, ¿de qué?». Pero ganó la nominación demócrata, se enfrentó a Gerald Ford, y se convirtió en el 39 presidente de los Estados Unidos. 

Pero era cierto. Nadie había oído hablar de él. Por ser precisos, cuando inició la campaña le conocía un 2% de la población. Y apenas dos puntos pudo sacarle al candidato republicano. Pero le venció. Ese desconocido gobernador, alejado de Washington, con un discurso refractario ante la corrupción de la capital, ideológicamente moderado y profundamente moralista, fue suficiente para que los estadounidenses pasaran página del Watergate.

Los votantes, cansados de los escándalos asociados a Nixon, saludaron a este granjero, íntegro y de sonrisa permanente, casi con agradecimiento. Se arrancó su mandato como el presidente más popular desde la II Guerra Mundial. Caería muy pronto, y muy profundo. 

Su personalidad no le ayudaba. No quiso tener un jefe de gabinete. Para escuchar sabios consejos ya tenía los suyos. Y, desde luego, no iba a trabajar con el Congreso. Su vinculación era directamente con el pueblo americano. «¡Nixon nos trataba mejor», se quejaba el Speaker de la Casa de Representantes, Tip O’Neill (demócrata). Tampoco le ayudó tener marcado a fuego que había que equilibrar el presupuesto, con las dos cámaras de mayoría demócrata deseando gastarse lo que los ciudadanos ni tenían ni necesitaban. 

Carter fue un hombre profundamente religioso. El baptismo, corriente religiosa de Carter, es postmilenarista: espera una segunda llegada de Cristo. Esa llegada no se producirá en un mundo infestado de pecados, y por eso es necesario erradicarlos; para acelerar la Parusía. El postmilenarismo inspiró todo el movimiento progresista de los Estados Unidos, y con él un enorme ímpetu de reforma moral y política. Carter estaba imbuído por esa concepción. Y se vio en los cuatro años que tuvo de presidencia.

Su discurso de inauguración estaba marcado por una crisis profunda: la de un gobierno sumido en la corrupción, y la de un mundo aherrojado por «los límites del crecimiento» y los mensajes pesimistas, y falsos, del Club de Roma. «Hemos aprendido que ‘más’ no es necesariamente ‘mejor’», dijo en sus primeras palabras como presidente. «Que incluso nuestra gran nación ha reconocido sus límites, y que no podemos ni dar respuesta a todas las cuestiones, ni resolver todos los problemas». Unas palabras que hablaban más de su propia incapacidad que del dinamismo de su país.

El primero que él se iba a plantear es el energético. Tras la guerra del Yom Kippur, y en un contexto de pérdida de confianza en el dólar, los barriles de petróleo doblaron su precio. La dependencia del exterior, en cuanto al oro negro, había pasado del 35 al 50%. Carter, en lugar de facilitar que su poderosa economía reaccionara aumentando la producción de petróleo, hizo un llamamiento a sus ciudadanos a consumir menos. Carter lo veía todo en términos morales; religiosos. Eran los excesos de consumo los que estaban llevando al país por el mal camino. 

Los controles de precios de la gasolina, impuestos por el nefasto Nixon, causaban desabastecimiento. En 1979, la mitad de las gasolineras de Rhode Island, el 80 por ciento de las de Pensilvania y el 90 por ciento de las de la ciudad de Nueva York, estaban cerradas. La situación era caótica. El presidente Carter se vio en la necesidad de dirigirse al pueblo americano: a lo que se enfrentaba era a una «crisis de confianza» que tenía sus raíces en los corazones de los estadounidenses. Y por toda propuesta de política energética, Carter anunció que aumentaba los impuestos sobre las fuentes energéticas más abundantes, el petróleo y el gas natural, mientras dijo que buscaría alternativas a las mismas.

Echarle la culpa de su fracaso político a la moral del pueblo americano no fue, desde luego, una estrategia de carácter electoralista. Tampoco le ayudó que poco después despidiera a la mitad de su gabinete. Dio la impresión de que no controlaba la situación. Su tasa de popularidad cayó al menos 74%, el nivel más bajo jamás registrado. 

Nombró como gobernador de la Reserva Federal a Paul Volcker. Volcker controló definitivamente la inflación, elevando los tipos de interés puntualmente hasta el 22%, en diciembre de 1980. Antes de las elecciones, los intereses superaban ampliamente los 10 puntos, con tres efectos muy claros: crearon una recesión en el año electoral, empezaron a controlar la inflación, y sentaron las bases de la subsiguiente prosperidad de los Estados Unidos. Pero quien se llevaría el crédito de esa prosperidad sería el rival que le derrotó en las urnas. 

Su derrotismo moralista también iba a tener consecuencias en la política exterior. Ordenó retirar las armas nucleares de Corea del Sur. Fue a Viena a firmar SALT II, un acuerdo que igualaba a su país con la Unión Soviética en el recuento de cabezas nucleares. El Congreso se negó a aprobarlo por ser «demasiado favorables hacia la Unión Soviética». Evitó los enfrentamientos con la URSS en Somalia e Hispanoamérica.

Los comunistas no interpretaron la política de Carter como una disposición hacia la buena voluntad, sino como debilidad. Y respondieron extendiendo las guerrillas revolucionarias, con Cuba de protagonista, por el cuerno de África y por el sur de ese continente. También invadieron Afganistán, en el día de Navidad de 1979. Pronto se iban a arrepentir, pero por el momento era una demostración de la incapacidad de la Administración Carter. Sólo los acuerdos de Camp David entre Egipto (Anwar el Sadat) e Israel (Menachem Begin) le permitieron cerrar su paso por la Casa Blanca con algún éxito. 

En octubre de 1979, permitió que el Sha de Persia visitara el país. En represalia, el nuevo régimen de los ayatolas secuestró la embajada de los Estados Unidos. Toda la debilidad que había mostrado en política exterior se veía dolorosamente en esta crisis, que duró hasta que perdió las elecciones frente a Ronald Reagan. 

Estos días, en que debatimos la incidencia de la Rusia (post)soviética en las elecciones de los Estados Unidos, conviene recordar que Jimmy Carter le encargó a Armand Hammer negociar con el embajador ruso, Anatoly Dobrynin una intervención de su gobierno que tuviese un impacto en las elecciones de noviembre y evitase la previsible victoria de Ronald Reagan. «Carter no olvidará este servicio, si es reelegido». 

Como en una caricatura del periplo del primer presidente, Jimmy Carter volvió a su explotación agrícola. Pero en su caso se trataba de una explotación de cacahuetes que estaba tan arruinada (acumulaba una deuda de un millón de dólares) como había dejado al país. 

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