No somos una teoría
«Muchos están esperando el día en el que puedan desembarazarse del rótulo ‘LGTBI’, con o sin ‘Q+’, y jubilar a quienes viven de administrar su destino»
Como recordará el lector, en el último congreso federal del PSOE se aprobó una enmienda para excluir los signos «Q+» de las siglas LGTBI. Otra enmienda, obra de los socialistas de Guadalajara, propuso que «ninguna persona de sexo masculino pueda participar en las categorías destinadas a mujeres» (aunque, curiosamente —otro misterio que aclararé más abajo— no les preocupa que las personas de sexo femenino puedan participar en las categorías destinadas a varones).
Inmediatamente, Sumar, Podemos y Más Madrid vieron en ambas propuestas una misma intención, y acusaron a quienes las promovían de transfobia. Los medios de comunicación, comprensiblemente temerosos de meterse en un jardín demasiado espeso, no llegaron a formular la pregunta que habría sido obvia: ¿Por qué se acusa de transfobia a quienes defienden las siglas LGTBI, en las que la «T» representa justamente a las personas transexuales, a las personas transgénero y a las personas travestis? Y no formularon la pregunta porque, de haberlo hecho, se habría planteado a continuación otra aún más inquietante: ¿qué significa el añadido «Q+»? Pido al lector un poco de paciencia para profundizar en este enigma.
Los movimientos reivindicativos que en la década de 1990 se asociaron a las siglas LGTB tomaron como precedente las reivindicaciones del feminismo, históricamente ligadas a ese proceso cultural de largo alcance que solemos denominar Ilustración, cuyo objetivo es alcanzar la plena igualdad de derechos entre todos los ciudadanos. De este proceso también forma parte el hecho de que la ciencia privase al machismo y al racismo de sus pretendidas bases «biológicas» y convirtiese las justificaciones de esa discriminación en un montón de patrañas.
De este modo se evidenciaron también como biológicamente falsos y moralmente inaceptables los argumentos que estigmatizaban a los homosexuales y a otras minorías por su orientación sexual divergente de la norma estadística, lo que puso en el orden del día la lucha por la igualdad de estos colectivos que hoy agrupamos bajo las siglas LGTBI, una lucha que es transversal por definición, porque hay mujeres, homosexuales, transexuales, bisexuales e intersexuales en todas las clases sociales y en todas las opciones políticas.
Pero todo esto coincidió fortuitamente con otro fenómeno peculiar de la segunda mitad del siglo XX: lo que podríamos llamar el aburguesamiento de las clases trabajadoras de Norteamérica y Europa occidental como resultado del éxito del modelo que habitualmente conocemos como «Estado del bienestar». El proletariado de estos lugares, que había sido señalado por el marxismo como el sujeto histórico destinado a acabar con el capitalismo, abandonó su vocación revolucionaria y se integró en el nuevo pacto social. Y como para ello no fue necesaria la violenta represión del movimiento obrero por parte de la policía, como había ocurrido en el siglo XIX o en las primeras décadas del XX, sino que las organizaciones de clase se integraron en las democracias sociales de derecho, los intelectuales revolucionarios concibieron la idea de que el capitalismo había puesto en marcha otro tipo de represión, más sutil y sibilina pero también más eficaz.
«Las legislaciones contra la discriminación religiosa, racial o sexual sólo surgieron donde se había sembrado la semilla de la Ilustración»
Freud, pese a llevar cerca de 30 años muerto, volvió a ponerse de actualidad (sus obras se reeditaban sin descanso en ediciones de bolsillo) y acudió al rescate del marxismo desfalleciente para nombrar esa «otra» represión cuyo nombre buscaban aquellos intelectuales subversivos para explicar el nuevo escudo que protegía al mundo «burgués»: la represión sexual. Y así fue como se armó el disparate que convirtió —en la mente de estos pensadores tan creativos, y sólo en ella— a las minorías sexuales discriminadas (que nunca antes se habían contemplado a sí mismas como un único colectivo) en sujetos objetivamente revolucionarios, del mismo modo que el marxismo había hecho con los obreros del siglo XIX, a quienes los dirigentes revolucionarios consideraban virtualmente comunistas aunque el Partido aún no les hubiese suministrado el carné que certificaría su conciencia de clase.
Digo disparate porque, para reunir a todos estos grupos discriminados en un frente común revolucionario, aunque fuese una reunión ficticia, hubo que alumbrar la gigantesca falsificación historiográfica de personificar el capitalismo en la figura del varón blanco (y eventualmente también de la mujer blanca) heterosexual, nuevo rostro del enemigo del pueblo y del represor de las minorías, que según este despropósito oculta su identidad bajo el disfraz del ciudadano ilustrado y sujeto de derechos. Algo que requiere ignorar que las legislaciones contra la discriminación religiosa, racial o sexual sólo han surgido y prosperado en los lugares en donde se había sembrado la semilla de la Ilustración y de la ciudadanía; que son, por cierto, los mismos en los que surgió el capitalismo como régimen de libre empresa y, con él, la democracia liberal. En cambio, en los lugares ajenos a esa semilla o incluso contrarios a ella, las minorías religiosas, étnicas o sexuales (incluidas las mujeres), hasta donde yo sé, siguen pasándolas canutas.
La Ilustración no entiende la individuación del ciudadano como un replegarse sobre lo propio (que es común a todos los miembros de un mismo colectivo y que los contrapone a los de otros colectivos), sino como un elevarse a un plano virtualmente universal en donde cada uno puede considerarse de iure igual en derechos y obligaciones a cualquier otro en la esfera pública. Así, el feminismo ilustrado nunca pretendió que las mujeres ingresasen en esa esfera por ser mujeres, sino por ser ciudadanas. Porque de lo que se trataba era de que el sexo y la sexualidad, como rasgos individuales privados, dejasen de ser un factor relevante en la esfera pública.
En cambio, como los teóricos freudomarxistas tenían experiencia de lo sucedido con los trabajadores asalariados (a saber: que, en cuanto se convirtieron en sujetos de derechos mayores de edad y se sintieron lo suficientemente libres como para intentar elegir su porvenir, abandonaron el Partido y mandaron a paseo su conciencia de clase), comprendieron que, para sus planes, no les convenía en absoluto que sus nuevos pupilos adquiriesen plenos derechos civiles ni que su orientación sexual se convirtiese, como la de los heterosexuales, en una opción privada públicamente irrelevante.
«Para ellos, ser un varón blanco heterosexual significa ser inconscientemente de derechas»
Al contrario, su aspiración es que la sexualidad se torne políticamente significativa: para ellos, ser un varón blanco heterosexual significa ser inconscientemente de derechas, condición que debe salir del armario y ser públicamente declarada, como se hace con las enfermedades epidémicas; empero, ser homosexual, bisexual, transexual o intersexual significa ser inconscientemente de izquierdas, y por tanto también esta condición debe exhibirse públicamente, siempre que los componentes de estas minorías —reducidos a la categoría de carne de cañón para la nueva revolución— se mantengan bajo la autoridad de sus tutores y pastores y, en vez de llegar a ser individuos autónomos, permanezcan en minoría, pero en minoría de edad. Y así, al haber sustituido en su esquema revolucionario la identidad de clase por la identidad sexual, ésta última sigue el modelo del supremacismo nacionalista, que troca en mérito o en pecado justamente aquello por lo que nadie ha tenido que esforzarse, como nacer en Sitges o en Pyongyang.
Y por este retorcido camino llegamos al fin a la cuestión del «Q+». Si hubiera que resumir la consigna de este disparatado discurso «subversivo» en un solo eslogan, este sería, parafraseando al Marqués De Sade: «Homosexuales, transexuales, bisexuales e intersexuales: un esfuerzo más («+») si queréis ser revolucionarios». ¿Por qué se precisa este empujón suplementario? Porque, así como según el marxismo los obreros no suficientemente adoctrinados pueden conservar peligrosos residuos de la ideología burguesa, según el neomarxismo sexopolitico, aunque no lo sepan, todas estas minorías conservan aún un rasgo del enemigo contra el que luchan bajo las siglas LGTBI, a saber: aún se identifican como varones o mujeres, ya sea de origen, por cirugía o por autodeterminación en el registro civil. Y para los neomarxistas la suposición de que hay dos sexos —el binarismo— es tan nociva como lo era para el veteromarxismo la división de la sociedad en dos clases.
Y es para derruir ese binarismo para lo que se ha resucitado el vocablo queer, del que procede la «Q» de marras. Aunque esto raramente se recuerda, queer es el término que los angloparlantes utilizaban hasta hace poco para lo que en castellano llamábamos «maricón». Según la nueva doctrina, aunque los ingenuos creen que, al sustituir «maricón» por «homosexual», se elimina del primer término lo que tiene de insultante, despectivo y ofensivo, esta buena intención olvida que de ese modo también se elimina lo que el homosexual tenía (para quien le llamaba «maricón») de subversivo y desafiante. Así que, siempre de acuerdo con el nuevo evangelio, con ese eufemismo integramos al diferente en el sistema de representación democrático, lo normalizamos, y así desactivamos su potencial revolucionario. Y, como reza un cartel propagandístico de Sumar, no debemos (a no ser que seamos reaccionarios recalcitrantes) tener conversaciones sobre sexo «que liquiden la disidencia».
Por este motivo, cada vez que una de estas identidades sexuales queda «normalizada» y, por lo tanto, se liquida su disidencia, los tutores políticos de la coalición LGTBI tienen la obligación de inventar un nuevo «maricón», una nueva identidad sexual minoritaria que sea ofensiva e insultante para «el sistema» y que se sienta lo bastante humillada y ofendida por él como para combatirlo. De ahí el signo «Q+». Pero, entonces —se preguntará el lector— ¿el «Q+» designa o no la transexualidad? ¿Qué pasa entonces con la «T» de “LGTBI”? Este es el núcleo de la doctrina revolucionaria que intento describir, así que atentos. La «T» de las siglas LGTBI designa la transexualidad vulgar, es decir, aquella por la que llamamos transexual a quien ha transitado o está transitando de un sexo-género al otro.
«El ‘Q+’ designa la transexualidad ‘auténtica’, que se resiste a toda normalización»
En cambio, el «Q+» designa la transexualidad auténtica, sólo accesible a los doctores iluminados que elaboran la teoría queer, una transexualidad que no transita de un sexo a otro porque no reconoce binarismo alguno, sino únicamente una sexualidad indefinida, fluida, en tránsito permanente, irreductible a ninguno de los dos sexos biológicos o a cualquier género socialmente establecido, que no puede ser representada por las instituciones democráticas, que se resiste a toda normalización y que por tanto sería, según esta escolástica, la única capaz de hacer frente a la realidad igualmente fluida y descualificada del capitalismo.
Las identidades sexuales, afirma Judith Butler, son ilusiones —porque esa sexualidad inidentificable («Q+») es la única realidad—, pero ilusiones con potencial político, que se adoptan y se abandonan alternativamente de acuerdo con los objetivos de la lucha revolucionaria en cada momento. Por eso, tal y como puede leerse en El género en disputa (Paidós, 2007), el «+» del «Q+» simboliza un «etcétera ilimitado que se presenta como un nuevo punto de partida para las teorías políticas». Esta debería ser la posición de Podemos, de Más Madrid y de Sumar, que aspiran a ser portavoces de la izquierda posmoderna. De hecho, en cuanto comenzó la polémica por la retirada del «Q+», Irene Montero, experta en la materia, hizo la pregunta correcta: «¿Qué es eso del sexo biológico?» (aunque se olvidó de ilustrar a la audiencia dando la respuesta que ella considera adecuada, a saber: un bulo difundido por la ultraderecha en el que sólo creen Javier Milei y los nostálgicos de la Sección Femenina).
Sin embargo, como tampoco quieren en Podemos renunciar a los votos que puedan quedarles de la izquierda simplemente moderna, la misma Montero falló al plantear la cuestión como un asunto de «reconocimiento de derechos» («las mujeres trans son mujeres», «hay mujeres con pene», decía). ¿No se daba cuenta la eurodiputada de que si se les reconoce a las mujeres con pene el derecho a ejercer en todos los ámbitos como mujeres puede llegar el día en que se sientan libres de votar al Partido Popular, las muy desagradecidas, como hicieron los obreros a quienes se reconocieron los derechos civiles y sociales?
Cuando se ha admitido que la creencia en el «sexo biológico» es una falacia que reprime la transexualidad auténtica, no se puede postular la existencia de una identidad femenina sólida y estable (ni siquiera como ficción jurídica), porque es sólo una ilusión. Al contrario, una vez eliminada la diferencia sexual biológica, la siguiente pregunta correcta sería: «¿Qué es eso de ‘ser mujer’?» (y la respuesta posmodernamente adecuada siempre será: otro mito forjado por la ultraderecha heteronormativa).
«El ‘Q+’, al negar realidad al binarismo sexual, implica el borrado de las mujeres»
Pero Sumar, Podemos y Más Madrid tienen miedo de que se les acuse de «borrar a las mujeres» (y, por tanto, de perder las simpatías de las feministas llamadas ahora «clásicas», si es que les queda alguna), y ese miedo es el que han de perder si quieren ser partidos rigurosamente posmodernos. Claro que el «Q+», al negar realidad al binarismo sexual, implica el borrado de las mujeres (y de cualquier otra identidad sexual que aspire a ser otra cosa que una ilusión, y de cualquier otro género que se pueda considerar normalizable y, por tanto, susceptible de perder su potencial de disidencia); también implica, por tanto, el borrado del sexo masculino, aunque en este caso a los varones les está bien empleado (de ahí lo poco que preocupa este borrado a los socialistas de Guadalajara).
En este punto como en todos los demás, el PSOE hace mucho que dejó de ser moderno y puede dar lecciones de teoría queer a izquierda y derecha, pues su concepción es superior a la de sus socios en posmodernidad y «progresismo»: así, su respuesta a las preguntas-clave («¿Qué es eso de ‘ser mujer’? ¿Qué es eso del ‘sexo biológico’»?) es mucho más fluida y acorde con la transexualidad auténtica, y más o menos dice así: «Lo que nosotros vayamos diciendo que es, según convenga a nuestros intereses electorales o, lo que es lo mismo, al progreso de la humanidad».
Y todo esto podría parecer simplemente ridículo si no fuera porque, cuando los partidos políticos «sistémicos» lo incorporan a sus programas, puede tener consecuencias indeseadas y perversas para toda la sociedad, especialmente trágicas para los menores y los individuos más influenciables. Porque en esta revolución ya no se trata, como en la bolchevique, de sustituir el «derecho burgués» por otro «proletario», sino de la perversión del régimen jurídico al que se incorporan esas reivindicaciones y del deterioro progresivo de todas las instituciones y del propio derecho público, minado desde las cámaras legislativas por la introducción en las leyes de toda clase de obstáculos y adulteraciones demagógicas que corroen la independencia del poder judicial, los principios de presunción de inocencia o de igualdad de oportunidades, la libertad de expresión, la autonomía de los parlamentarios, la profesionalidad de los periodistas y la neutralidad de las instituciones.
Y que dan lugar a ficciones aberrantes como la negación «oficial» del sexo biológico o la implosión del consentimiento conyugal —el «sí» que se dan los consortes al contraer matrimonio, que tiene unos claros y bien determinados efectos jurídicos— en una sucesión infinitesimal de mini-consentimientos incontrastables que, como las interminables opciones de «aceptar» o «rechazar» las cookies en nuestras incursiones en Internet, pretenden regular las relaciones interpersonales hasta en sus menores y más superficiales detalles, pero acaban por convertir en una farsa el supuesto mecanismo de seguridad jurídica («protección de datos») y producen exactamente el efecto contrario.
«La peor faena que el marxismo les hizo a los obreros industriales fue convertirlos en sujeto político de la revolución proletaria»
Así que, cuando los analistas de izquierdas se escandalizan ante el hecho de que los afroamericanos, las mujeres, los homosexuales o los transexuales puedan votar a Donald Trump en vez de a Kamala Harris, o de que los obreros voten a Marine Le Pen (o, lo que para ellos es mucho peor, incluso a Macron) en vez de a Melénchon, sólo se les puede consolar recordándoles, como hacen los transexuales vulgares en algunas de sus manifestaciones, que nosotros, los ciudadanos, «no somos una teoría» y que no estamos estabulados como las reses. Probablemente, la peor faena que el marxismo les hizo a los obreros industriales fue convertirlos en sujeto político de la revolución proletaria, cargando sobre sus espaldas todas las esperanzas acumuladas a lo largo de la historia de la humanidad; y, correlativamente, el día más feliz de los miembros de esta clase debió ser aquel en el que, al alcanzar la mayoría de edad, se liberaron de esa responsabilidad histórica y pudieron pensar y obrar por sí mismos como individuos iguales y libres sin tener que rendir cuentas a quienes custodiaban sus «intereses objetivos».
Y me consta que muchos de los individuos que se sienten a disgusto cuando se les incluye en el paquete de las «minorías elegidas» están esperando el día en el que puedan desembarazarse del rótulo «LGTBI», con o sin «Q+», y jubilar a quienes pretenden vivir de administrar su destino.