THE OBJECTIVE
Ricardo Cayuela Gally

España en crisis (I). La democracia bajo asedio

«La alianza con el nacionalismo tiene dos cumbres de inmoralidad: el lavado de los crímenes de ETA con la asociación con Bildu y la ley de amnistía»

Opinión
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España en crisis (I). La democracia bajo asedio

Pedro Sánchez, Rufián, Junqueras y Puigdemont. | Ilustración de Alejandra Svriz

Agazapada, enmascarada, detrás del escenario, la realidad española esconde cuatro crisis convergentes, cada una de ellas con la suficiente carga de TNT como para hacer volar el proscenio. Una crisis democrática, una de deuda, una demográfica y otra de modelo de Estado. Hay una quinta, que subyace a todas las anteriores, pero que es más difícil de radiografiar y cuyas verdades son relativas por definición: la crisis de valores o espiritual. Esta, además, junto con la demográfica y la democrática, es compartida por todo Occidente. Estas crisis coinciden con el desafío a la hegemonía occidental, indiscutida desde la revolución industrial, por potencias y coaliciones emergentes. Y sin que nada de esto contradiga la evidencia empírica de unos indicadores globales cada vez mejores en temas clave como la sanidad, la violencia, la pobreza y la educación.

Empecemos esta serie con la crisis democrática de España. 

Crisis autoinducida, el principal responsable es el presidente del Gobierno, pero es posible por fisuras en el sistema bipartidista asimétrico español y por la «servidumbre voluntaria» de muchos actores secundarios.  También por el «exitoso» antecedente de Rodríguez Zapatero. Dejando de lado las condiciones personales de Pedro Sánchez, un arribista de novela decimonónica y un narciso de diván, el análisis compartido por el tándem Zapatero-Sánchez es descubrir que la socialdemocracia no tiene por qué alternarse en el poder con la democracia cristiana, si pueden perpetuarse en el poder con una alianza permanente con el nacionalismo periférico (sin importar su signo ideológico) y con la extrema izquierda, tanto la heredera del comunismo tradicional como los movimientos radicales nacidos de la crisis financiara de 2008. 

Esta alianza implica un peligroso desplazamiento, de la periferia al centro, de los partidos que cuestionan la transición a la democracia y su gran logro, la Constitución de 1978. Efectivamente, en la periferia del sistema político española anidan dos deslealtades a la transición: la inevitable de los nacionalistas periféricos y la puramente oportunista de los neocomunistas. Gracias a la ambición de poder de Pedro Sánchez, esas fuerzas gobiernan hoy en España. 

A los nacionalistas periféricos se les hacen concesiones irresponsables, tanto en materias que deberían ser exclusivas del Gobierno central como en minucias simbólicas. La historia enseña que las naciones son una construcción moderna, decimonónica, y que es mucho más fácil crearlas y moldearlas desde el poder. Esa fue la estrategia de Pujol durante décadas. Y no lo pienso en términos de nacionalismo español, una construcción artificial también, sino en términos de igualdad de derechos y obligaciones ciudadanas más allá de la lotería de nacimiento.

Esta alianza con el nacionalismo tiene dos cumbres de inmoralidad: el lavado de los crímenes de ETA con la asociación con Bildu y toda la dinámica que condujo a la ley de amnistía de los integrantes del procés, cuyos efectos simbólicos sobre la igualdad ante la ley de los ciudadanos españoles son mucho más graves que los efectos reales, el borrado de los delitos de un grupo juzgado y condenado de delincuentes y prófugos no arrepentidos. Los pactos con el nacionalismo periférico, que no solo no formaban parte del programa electoral de los socialistas, sino que fueron explícitamente rechazados en mítines y entrevistas, obligan a actuar de manera cínica, en su aceptación primera de la RAE –«actuar con falsedad o desvergüenza descarada»– y son la semilla del peligroso descrédito de la política.  Por el lado de los neocomunistas, las alarmas de la opinión pública son más benevolentes, pese al estropicio iliberal en todo lo que tocan (trabajo, vivienda, feminismo, ahora también cultura) y al bochornoso espectáculo de haber hecho vicepresidentes y ministros a personajes (y personajas) de impostados pelajes (y pelajas).

La traición a la transición de Pedro Sánchez, inducida por sus pactos legislativos, tiene múltiples pequeñas manifestaciones, como el maltrato sutil pero permanente a la jefatura del Estado, y una perversa dinámica, que consiste en una demonización del rival político que justifique ante sus electores, que no sus felices bases, esa doble felonía. La dinámica del amigo-enemigo de Carl Schmitt se manifiesta en todas las acciones de Gobierno, desde las leyes de memoria histórica hasta la patente de corso para combatir a los contrincantes políticos, sobre todo a los más elusivos y exitosos.

También explica la implacable colonización partidista de las instituciones del Estado que deberían ser neutrales. La fiscalía, la presidencia del Congreso, el órgano rector de la televisión pública, la agencia pública de noticias, el procesamiento de encuestas e índices, las principales misiones diplomáticas, etcétera. Lo mismo sucede cuando se buscan leales para el Tribunal Constitucional, aunque su funcionamiento no dependa del poder ejecutivo de turno, el Consejo de Estado o el Tribunal de Cuentas. Tampoco es democrática la colonización de otras instituciones que requieren perfiles técnicos por cuadros partidistas, como una forma de comprar lealtades entre las elites del partido y de compensar la pérdida de poder autonómico y municipal, como los ferrocarriles, Correos, aeropuertos, Paradores y demás. 

Un Gobierno cínico, ya que justifica lo que dijo que no haría nunca, polarizador y partidista es el mejor caldo de cultivo para dos tipos de subordinados: aquel que ve el poder como un botín, un vulgar medio para enriquecerse y escalar socialmente, y aquel que ve el poder como un fin en sí mismo, un atajo para adquirir la jerarquía simbólica que su talento le ha negado. Los siameses Ábalos y Bolaños, unidos por la ambición, son en realidad las dos caras de Pedro Sánchez, dios Jano del poder y al que la historia no le tiene reservado un lugar de honor.

La democracia española no está fatalmente condenada. Tiene muchos instrumentos que resisten, de la prensa crítica al estamento judicial, de las leyes europeas a los partidos de oposición. Pero, sobre todo, tiene a su favor el sentido común de la mayoría de la población, que más allá del ruido y la furia de la propaganda política, acabará por manifestarse en las próximas elecciones. (Continuará)

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