Nuestro horizonte totalitario
«La ofensiva en curso para imponer su mentalidad a la sociedad, paralelamente al deseado sometimiento total del poder judicial, completan un diseño totalitario»
Asistimos en España a una experiencia política fascinante, aunque lo sería aún más vivida desde el exterior. En un período histórico, cuando las democracias encogen como una piel de zapa, proliferan a nivel mundial los gobiernos elegidos de tipos dispuestos a durar más que un rey absoluto, y asoman en el horizonte los monstruos de los viejos y nuevos imperialismos, resulta extraordinario ver como un líder político, paso a paso, se encamina hacia la eternidad, pero eso sí, exhibiendo día a día una ejecutoria de absoluta lealtad a la democracia.
Hasta el punto de que va a consagrar un año de su gobierno al esfuerzo de grabarla de forma irreversible en las mentes y en los corazones de los españoles. Es un empeño único en el mundo y confianza y energía no le faltan. Acaba de pronosticarlo al presentar ese 8 de enero su montaje sobre los 50 años de felicidad sin el dictador Franco: augura que nos esperan otros 50. No estamos ya mirando a las próximas elecciones, ni a la perspectiva 2030, sino a un más allá lejano, y ese esplendoroso futuro se lo deberemos a él.
Lo que ya no está claro es si ese tiempo feliz será efectivamente democrático. El estilo de gobierno de Pedro Sánchez se ha definido ya lo suficiente para saber que las elecciones seguirán celebrándose, que la sociedad civil creerá encontrarse en la normalidad, e incluso que pueden existir otros partidos políticos que no sean el suyo, siempre que no aspiren a sustituirle en el poder. Otras cosas serán menos seguras. La libertad de expresión en los medios estará formalmente garantizada, como la de asociación, y la existencia de la judicatura, al seguir perteneciendo, como esperamos, a la UE, pero ya comprobamos la firme voluntad de restringirlas radicalmente. ¿Qué decir de la última proposición de ley, orientada a blindar al Gobierno frente a la actuación judicial?
En cuanto a la monarquía, tal como van las cosas, su futuro a medio plazo es incierto. Siendo el de hoy un mundo al revés, después de siglos de reyes impresentables, la presencia de uno discreto y leal a la democracia no solo es una agradable sorpresa, sino una garantía para la supervivencia de las instituciones democráticas. También un visible estorbo para nuestro autócrata, tanto por ser un obstáculo para la plena realización de sus sueños, como por la inequívoca voluntad del Rey, probada el 3 de octubre de 2017, de utilizar todos los recursos disponibles en defensa de un orden constitucional amenazado.
La partida solo ha hecho comenzar, y es desigual por las limitaciones constitucionales a la acción del Jefe del Estado. Para disgusto de Juan Carlos I, los constituyentes de 1978 se cuidaron muy bien de asegurarlo. En sentido contrario, el presidente sabe que le es preciso renunciar a un ataque frontal, y por ello se entrega a una permanente labor de desgaste, confiando en la falaz identificación entre democracia y republicanismo, por el momento sin éxito alguno. Pero nuestro hombre es tenaz y cuenta con permanentes ayudas en el campo «progresista».
«No se trata ya de que su poder crezca a costa de las instituciones, sino que el adversario ha de ser inexorablemente aplastado»
Por eso en lo esencial, resulta aconsejable mantener la apuesta por el éxito final de Pedro Sánchez, si los independentistas catalanes y vascos -más los primeros- no lo arruinan antes. Al igual que su predecesor, José Luis Rodríguez Zapatero, tiene pocas ideas y por lo mismo pocas complicaciones a la hora de decidir, cuando lo que está en juego es la confirmación o el riesgo de su posición de poder. Lo suyo no es el ajedrez, sino el billar, vía Miguel Barroso, igual que su maestro Fidel, y sus movimientos son siempre precisos. Lo combina con la agresividad de la lucha tailandesa que aprendió de Pablo Iglesias. También sabe que esa posición de fuerza suya se asienta sobre un ejercicio riguroso en el cual ha de desmontar las piezas claves que lo sostienen y ponerlas sin excepción alguna bajo su dominio. Es lo que se ha llamado la estrategia de la araña, que en nuestro caso va cubriendo con su tela los centros de poder: Tribunal Constitucional, fiscal general del Estado, Banco de España, poder legislativo…
Hasta aquí, una expansión cuantitativa de su área de poder, que permite hablar de una dictadura, en la medida que tiene por objeto, sin reservas, la concentración en su persona de los tres poderes. Hay sin embargo una dimensión adicional, a partir de la cual anticipar el futuro, observable aquí y ahora, en cada ocasión en que Sánchez tropieza con una oposición institucional y personal que le ofrece resistencia. Como respuesta, nunca se atiene a las reglas del juego constitucional, aunque desde ellas estuviera en condiciones de imponerse, como en el caso de la ley de Amnistía. No se trata ya de que su poder crezca a costa de las instituciones, sino que el adversario, visto como mortal enemigo, ha de ser inexorablemente aplastado.
El marco normativo se difumina y solo queda en pie la afirmación de su decisionismo. De ahí que su actuación como autócrata plenamente realizado sea previsible, mirando de cerca al proceso en curso de imposición absoluta de su voluntad sobre su partido, el PSOE, desde el Congreso de Sevilla. La militarización decretada en el Congreso de 2021, se completa ahora con una exigencia de sumisión ilimitada a su mando, algo muy adecuado para conmemorar la figura de Franco. Lo menos que puede decirse es que Stalin no lo hubiera hecho mejor. Esperemos que Sánchez no le imite en llevarlo hasta las últimas consecuencias. Por fortuna, son otros tiempos y está Europa.
Es el método que Robert V. Daniels calificó para el partido soviético como la puesta en práctica del flujo circular del poder, que Sánchez está aplicando al PSOE con todo rigor, incluso en los rituales de sumisión cuando hay que domeñar a disidentes. El secreto consiste en eliminar todo proceso democrático en la elección de los cargos de responsabilidad, siendo designados únicamente por el jefe -la traducción de la palabra rusa vozhd viene a cuento-, quien no solo atiende a su subordinación, sino a que sean soportes activos de su control absoluto. Una vez puesto en marcha, el flujo circular del poder funciona como factor de estabilidad, siempre que no se olvide el mantenimiento de las reglas enunciadas. Lo olvidó Jrushchov, siendo depuesto, a diferencia de sus buenos gestores, Brézhnev, incluso Gorbachov, y por supuesto el maestro Stalin. A la vista de sus primeros pasos, no cabe duda de que Sánchez lo aplicará sin el más mínimo margen de libertad. Único inconveniente: estamos ante la negación rotunda de la democracia, pero de eso se trata.
«Algún día Sánchez tendrá que contar el secreto de cómo convierte a políticos socialistas en ovejas políticas»
Lo que ya es más misterioso es el naciente ritual de sumisión, practicado por los cargos de responsabilidad que por un momento manifestaron, incluso públicamente, su discrepancia ante ese imperio absoluto del secretario general. Y lo es más, porque inaugurado con Lobato en Madrid, luego se repite puntualmente. Lobato incluso acude al Espejo público de Susanna Griso para mostrarla; al día siguiente, aparece contrito, proclamando su ciega obediencia y que nadie le ha forzado a ceder. Solo que la ceremonia se ha repetido, y simultáneamente en Castilla-León y en Sevilla, por jefes de comunidad autónoma hasta entonces orgullosos y díscolos. Nadie les ha forzado, aseguran, tal y como declaraban los enemigos del pueblo ante las cámaras estalinianas tras haber sido torturados. Es seguro que tal cosa no ha sucedido, en el plano físico, pero los datos son contundentes. Algún día Sánchez tendrá que contar el secreto de cómo convierte a políticos socialistas en ovejas políticas.
El éxito es evidente: de forma indolora, un partido democrático deviene totalitario. Es más, la mutación provocada por Sánchez no es solo un antecedente de lo que sería la vida política española de confirmar su diseño de matriz soviética, sino que desde ya se proyecta sobre ella. Al mismo tiempo que toma en su mano las claves de la organización partidaria, las ocupa con miembros de su gobierno y aspira a que desde el partido pasen a ser, con las próximas elecciones, presidentes de comunidad. Hay muchas posibilidades de que el proyecto fracase, los votantes tendrán la palabra, pero si triunfa tendremos configurada una sólida estructura de poder de tipo piramidal, con él en el vértice, y el Estado central y los autonómicos reducidos al papel de instrumentos que transmiten y ejecutan sin pestañear sus decisiones.
La ofensiva en curso para imponer su mentalidad, e incluso su lenguaje, al conjunto de la sociedad, paralelamente al deseado sometimiento total del poder judicial, completan un diseño estrictamente totalitario. Aun siendo por supuesto de materialización difícil, está ahí ya a la vista de quien quiera mirarlo. No existe alternativa dentro del horizonte político de Pedro Sánchez, porque es él mismo quien cierra todo camino democrático. Tanto más cuanto que su autocracia lleva consigo una carga cleptocrática que impide una eventual marcha atrás.
Para apuntalar semejante proyecto, resulta funcional todo aquello que refuerce su piedra angular: la visión dualista de la sociedad española, sometida a una guerra imaginaria de la cual Sánchez debe salir vencedor. La campaña en curso sobre Franco tiene este sentido, y ahí tenemos a la vicepresidenta María Jesús Montero, ofreciendo al presentarse en Sevilla un despliegue demagógico de la política descrita de Sánchez sobre el PSOE y el futuro autonómico. La candidata presidencial carece de reparos a la hora gritar a voz en cuello «¡No pasarán!» como tapadera de su política fiscal sobre Cataluña, asociando además la consigna a su aplaudida celebración por la tocata y fuga de los dirigentes socialistas que «sufrieron la injusticia» por los EREs.
«El vaciado pieza a pieza del sistema democrático no admite excepciones en ningún aspecto y Venezuela es un ejemplo»
Nos topamos así con la evocación de la guerra civil como absurdo, la de uno de sus símbolos más populares como profanación, al hermanar la vicepresidenta Montero en Sevilla, con el grito de guerra –»¡No pasarán!»-resistencia antifascista y cleptocracia ERE, el PP y los moros que trajo Franco. Sobre todo, con la ignorancia deliberada de que su enseñanza para el presente fue la reconciliación nacional, no una revancha. Todo esto es grotesco, aun cuando no debe ser menospreciado como peligro. Lo subrayó Felipe VI en Roma: a ese pasado, no hay que volver ni como caricatura. Ignoro lo que pensará de esto mi amiga Lola, mujer de ideas claras como su abuela, tocada por el exabrupto. Por mi parte solo puedo expresar disgusto y miedo. La estupidez ha abierto demasiadas veces un camino de sangre en la historia.
Al final, todas las piezas encajan en el puzle de Sánchez, sobrado de coherencia y modernidad, en contra de lo que sugiere su crítica posmoderna. El vaciado pieza a pieza del sistema democrático no admite excepciones en ningún aspecto, y la política internacional es un ejemplo, cuando surge un asunto sensible como Venezuela, donde la conciencia democrática puede afectar a los intereses de Sánchez. A pesar de la máscara de humanidad con que intentó cubrirse, y de un acabado ejercicio de cinismo político al recibir en Madrid al pobre González Urrutia, el balance final es inequívoco: traición a la democracia en Venezuela, traición a la democracia, en una palabra, por muchos disfraces que siga poniéndose. Nombrar en esta situación un embajador en Caracas, es reconocer. No hubo equidistancia en quien empujó a la UE a favor de Maduro -es decir, contra Urrutia- y evitó la adopción de sanciones. Está con quien debe.
Para cerrar el círculo de la antidemocracia, Sánchez acaba de proponer la ley del candado frente a las investigaciones judiciales que están poniendo cerco a su corrupción. Hasta cierto punto, es admirable en su coherencia como dictador, con un sesgo de gansterismo político por la personalización, la falta de respeto a la ley y a la moral, su habilidad para ocultar y mentir, el cinismo, y la inexorabilidad, que caracterizan a sus actuaciones. Un verdadero espectáculo, salvo para vivirlo.