La vetocracia de boquilla de Puigdemont
«España lleva años siendo una vetocracia: los socios del Gobierno no son verdaderos socios, desconfían del presidente, le chantajean o son chantajeados»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Hace más de una década, en 2013, antes de que el Brexit y la victoria de Trump cambiaran las coordenadas políticas de Occidente y también toda la conversación pública, el politólogo Moisés Naím escribió un libro titulado El fin del poder. En él decía que estábamos entrando en una “era posthegemónica” en la que ninguna potencia global podría imponer su voluntad a las demás (algo que ya se empezaba a saber a finales de los noventa). Y señalaba el peligro de que las democracias liberales occidentales se convirtieran en “vetocracias”, sistemas escleróticos e ineficaces donde los actores tenían poder de veto pero no eran capaces de marcar el rumbo de la política ni de promover sus ideas.
“En mundo en el cual todos tienen el poder suficiente para impedir las iniciativas de los demás, pero en el que nadie tiene poder para imponer una línea de actuación, es un mundo donde las decisiones no se toman, se toman demasiado tarde o se diluyen hasta resultar ineficaces”, escribía. Era una idea un poco de perogrullo, pero es interesante leerla hoy para ver qué nos preocupaba antes del populismo.
Diez años después, Naím escribió La revancha de los poderosos, donde adaptaba sus ideas a la era del populismo y hablaba de autócratas “que llegan al poder mediante unas elecciones razonablemente democráticas y luego se proponen desmantelar los contrapesos a su poder ejecutivo mediante el populismo, la polarización y la posverdad. Al mismo tiempo que consolidan su poder, ocultan su plan autocrático detrás de un muro de secretismo, confusión burocrática, subterfugios seudolegales, manipulación de la opinión pública y represión de los críticos y adversarios”. Es otra verdad de perogrullo, pero también un termómetro de la época.
La democracia española lleva años siendo una vetocracia: los socios del Gobierno no son verdaderos socios, desconfían del presidente, le chantajean, son chantajeados, exigen desde su ínfimo poder concesiones exageradas (y a menudo las reciben: todo vale con seguir en el poder), hacen desplantes dramáticos para llamar la atención. Es lo que ha hecho esta semana el líder de Junts en el exilio Carles Puigdemont, que ha amenazado por enésima vez dejar de apoyar al Gobierno y de incluso no votar los presupuestos (que eran ya antes de este desplante una posibilidad remota). “No estamos en el no a todo”, ha dicho, “pero que no nos inviten a negociar cuestiones que les interesan al Gobierno y no a Cataluña: hablamos de Presupuestos, de decretos que ayudaban al Gobierno a salir del paso”.
“Actúa como si fuera el representante legítimo de los catalanes, pero su partido ni siquiera gobierna la Generalitat”
Puigdemont lleva años actuando así. Ha exigido de nuevo reuniones del Gobierno con su partido en Suiza, como si fueran cumbres de paz. Actúa como si fuera el representante legítimo de los catalanes, pero su partido ni siquiera gobierna la Generalitat. Al Gobierno, además, realmente no le preocupa mucho seguir sin presupuestos, que son un capricho de otra época. Basta con prorrogar los del año pasado. Aprobar los presupuestos es para los gobiernos que tienen mayoría absoluta, y eso ya no pasa.
Pero esta vetocracia es también una posdemocracia liberal. Como dice el politólogo Jan Zielonka en su libro The lost future, “la política se acaba pareciendo a un estado permanente de emergencia en el que el Ejecutivo toma decisiones con prisa sin contar con el público y sin que exista tiempo para la reflexión. La rama ejecutiva gana poder y se autojustifica alegando que está resolviendo crisis constantemente, y los contrapesos de los parlamentos y los tribunales son solo obstáculos frente a la recuperación”.
El Gobierno durante años ha usado el argumento de la vetocracia para justificar sus desmanes pseudoautoritarios. Les impiden gobernar, dicen, así que no les queda otra que los decretos leyes, la colonización de las instituciones: es pura supervivencia. Ahí es donde se unen vetocracia y autoritarismo: ante la incapacidad de gobernar por la fragmentación parlamentaria, se abusa de los poderes ejecutivos. Esta semana el PP y Vox han abierto la puerta a la posibilidad de una moción de censura a la que pudiera sumarse Junts. No triunfará, pero dará más argumentos al gobierno, que ha institucionalizado el populismo: se considera antiestablishment desde el establishment.