The Objective
Pablo de Lora

La Transición y sus razones republicanas

«En esa República, una monarquía parlamentaria como la que instaura la Constitución del 78, quiso el pueblo español estar de manera mayoritaria»

Opinión
La Transición y sus razones republicanas

Proclamación de la II República.

El 14 de octubre de 1950, quizá desde el número 11 de la Avenue Marceau de París (sí, el edificio en el que venía estando ubicada la sede del Instituto Cervantes y que el Gobierno ha decidido ‘devolver’ al PNV), Manuel de Irujo -diputado del PNV en 1933, luego ministro de la República durante la Guerra Civil y posteriormente del Gobierno republicano en el exilio- escribía a su amigo Ángel Gondra, secretario del Consejo Nacional de Euskadi ubicado en Londres. Le refería una carta que había recibido de Manuel de la Sota, mano derecha del lehendakari Aguirre, desde su exilio en Biarritz.

Manu Sota animaba a Irujo a la celebración del Día del Euskera en Inglaterra. En los siguientes términos: «¿No cree Vd. –le decía de la Sota a Irujo- que estamos demasiado atrofiados de política, y que nos absorbe (sic) demasiado la sombra del dictadorzuelo triponcete y mostachudín? Mientras tanto, ¿qué hacen nuestros organismos oficiales para salvar el euskera? Nada. La salvación de Euskadi no nos la traerá Acheson –el entonces secretario de Estado de los Estados Unidos- sino esas esencias eternas (lengua, tradiciones, etc.) que la han hecho inmortal hasta ahora». «Yo estoy absolutamente de acuerdo con Manu Sota», le dice Irujo a su amigo Gondra en esa misma carta.

No mucho tiempo después, el 1 de diciembre de 1950, Irujo le escribe de nuevo a propósito de la solicitud de Gondra para obtener un visado de refugiado con el que viajar a Venezuela, y aprovecha para notificarle la dimisión del Gobierno de la República en el exilio, incluyendo la siguiente consideración acerca de los motivos “reales” de tal dimisión: «Trifón Gómez –destacado dirigente y diputado del PSOE- está dispuesto a la previa restauración monárquica y a gobernar con la monarquía –y tal vez con Franco como lo hizo Largo Caballero con Primo de Rivera- siempre que la UGT y el PS saquen ventaja de la situación”.

Las cartas y los diarios escritos por quienes tuvieron que exiliarse tras el fin de la Guerra Civil nos dicen mucho tanto de la visión retrospectiva que fueron cultivando de esa tragedia y de su antesala, la II República, cuanto de las urgencias y de cómo encajaban las noticias que les llegaban sobre la situación política en el interior. Y también de su patriotismo, de la “idea de España”, que albergaron esos vencidos, seguramente sublimada por la propia condición de desterrados. Así lo ha documentado magistralmente el historiador Juan Francisco Fuentes en el discurso que, con el título Numancia errante: la idea de España en el exilio republicano, pronunció el pasado 24 de noviembre con motivo de su recepción como miembro de la Real Academia de la Historia.

Son esos registros íntimos los que nos permiten muchas veces llegar sin aduanas a las intenciones, creencias sinceras o anhelos de quienes, por otro lado, han sido figuras decisivas en el curso de los acontecimientos históricos. “¿Cómo estará ahora… mi plaza de Santa Cruz, en Madrid, con sus cajones cargados de zambombas, nacimientos, turrón y toda clase de utilería pascual?” – le escribe a Vicente Llorens un Segundo Serrano Poncela cargado de nostalgia en la Navidad de 1947. Es el mismo que años antes ha sido cooperador necesario de los miles de ejecuciones en Paracuellos en el terrible otoño madrileño de 1936.

«Tempranas son las apelaciones a una ‘transición’ que permitiera restaurar la convivencia entre distintos»

Las tesis de Fuentes se dejan sintetizar fácilmente: a) muchos de los republicanos que tuvieron que exiliarse mantuvieron una forma de patriotismo español, nacionalismo al cabo, que cabría describir como menendezpelayismo de izquierdas; b) de los avatares de la República por cuya defensa aquellos pagaron con la vida o el exilio no cabe sino avergonzarse colectivamente y c) la transición acontecida tras el fallecimiento de Franco es una fiel traslación de los deseos de aquellos protagonistas.

Con respecto a lo primero, a ese “hambre de patria”, en expresión de Indalecio Prieto (“me aterra tener que dejar aquí mis huesos”, le confiesa a Fernando de los Ríos en 1946), los testimonios epistolares dan para bibliotecas enteras. En relación con lo segundo, y los mea culpa, mea culpa republicanos, la nómina también es abultada: solo el Max Aub de La gallina ciega o un Alberti irredento contrapuntean a los Ayala, Tagüeña, Araquistáin, Negrín, Maurín, Vidarte, Sender… Y esa contrición es, en algunos casos, además de contundente, bien temprana. En referencia a las elecciones de 1933 y a la dificultad que tuvieron las izquierdas de encajar su derrota, todo un Claudio Sánchez Albornoz, presidente de la República en el exilio, le escribe a Luis Araquistain un 27 de mayo de 1939: “Por no saber perder y esperar a tiempo, lo hemos perdido todo”; “Fue la tontería republicana -le escribe Maurín a Ramón J. Sender en 1957- la que hizo posible lo que ocurrió en 1936-1939”.

Y también tempranas, y bien conocidas (gracias a la labor de otro gran historiador de la España contemporánea, Santos Juliá), son las apelaciones a la reconciliación, al pasar página, al fin a una “transición” que permitiera restaurar la convivencia entre distintos. Fuentes evoca, claro, el escarmiento que, como musa, podría coadyuvar a la paz, la piedad y el perdón por las que Azaña clamaba en 1938, pero igualmente da cuenta de un hecho que sorprenderá a los inadvertidos y perezosos: en una conferencia de prensa celebrada en San Francisco en 1945 nada más y nada menos que todo un Negrín presentaba un «plan para la transición pacífica desde la dictadura de Franco a la República constitucional» que, tal y como se lee en el informe elaborado por el FBI, provocó una extraordinaria impresión.

Y por si lo anterior no fuera suficiente, Fuentes nos informa de que el mismo Luis Araquistáin, quien fuera el más revolucionario de entre los ideólogos del sector más radical del PSOE de esa década ominosa de los 30, escribía en 1956, el año en el que el PCE llamaba a la reconciliación, que había que buscar «una política en la que coincidan los intereses de la mayoría de los españoles, llámense de derechas, centro o izquierda, dando tregua a las diferencias personales, de partido o clase”.

«Es una falacia, tildar de ‘franquistas’ a quienes no abrazan esa supuesta belle époque de la II República»

En la Exposición de Motivos de la Ley 20/2022 de Memoria Democrática, ese empeño legislativo indisimuladamente divisivo, se afirma la necesidad de impulsar políticas de memoria democrática con las que neutralizar el olvido y evitar una repetición de nuestras tragedias. También se señala que, hasta la llegada de la Constitución de 1978, los períodos democráticos, los procesos “tolerantes, inclusivos, de igualdad, justicia social y solidaridad”, entre los que destaca la Segunda República española con sus avanzadas reformas políticas y sociales, eran interrumpidos por golpes de Estado, como fue el de Franco.

Pues bien, a ese ejercicio no ya de memoria sino de rigurosa historiografía, se ha entregado Fuentes para concluir, en contraposición a buena parte del espíritu y la letra de la Ley de Memoria, que: “[n]o fue la Transición democrática la que modeló una falsa memoria de los años treinta para demonizar a la República, sino los supervivientes de la izquierda vencida en 1939 quienes, a partir del final de la guerra… fueron tejiendo un testimonio de aquellos años que la Transición hizo suyo» (las cursivas son mías).

La negación de algo no compromete con la afirmación de lo negado; la ilegitimidad en la alteración del statu quo no torna en aceptable ese mismo estado de cosas. Aterrizado: o Desokupa o mercado de la vivienda sin limitación alguna; o GAL o ETA son falacias de falso dilema, de la misma manera que lo es, una falacia, tildar de “franquistas” –toda la no-izquierda sanchista actual- a quienes no abrazan esa supuesta, pero bien desacreditada, belle époque de la II República. De nuevo Fuentes recordándonos la sentencia de Azaña: «Debe evitarse que la república se revalorice en la estimación de las gentes simplemente porque sus enemigos son peores».

Y si Azaña les parece demasiado facha, de nuevo el socialista radical que fue Araquistáin, al que conviene citar por extenso:

«Araquistáin: ‘Una República no solo para los republicanos, sino para todos los ciudadanos, sin mitos de izquierda o derecha’»

«Para resucitar el espíritu republicano en España hay que hacer tabla rasa de cuanto fue la segunda República, su Constitución, la mayoría de sus partidos políticos y sus hombres, sobre todo los hombres que la dirigieron y sus presuntos sucesores… Una República no solo para los republicanos, sino para todos los ciudadanos, como lo es la francesa, la suiza, la norteamericana… modesta, sin mitos de izquierda o derecha, sin utopías de paraísos terrenales, una pequeña potencia pero próspera y habitable… que busque las coincidencias de todos los españoles y evite las diferencias; lo que nos debe unir, el interés común o nacional, y no lo que nos divide y separa, casi siempre más una cuestión de palabras que de realidades» (Adelante, número 195).

En esa República, una monarquía parlamentaria como la que instaura la Constitución del 78, quiso el pueblo español estar de manera abrumadoramente mayoritaria.

Hasta nueva (des)orden.

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