The Objective
Ricardo Cayuela Gally

La crisis de España (III): de pirámide a obelisco

«O se aumenta la tasa de fertilidad o se establece un nuevo pacto social»

Opinión
La crisis de España (III): de pirámide a obelisco

Ilustración: Alejandra Svriz

¿Qué paradoja encierra nuestro modelo de desarrollo, que implica cancelar la vida y el futuro? Porque, efectivamente, la tercera crisis que enfrenta España, la crisis demográfica, es compartida por todos los países prósperos y por muchos en vía de serlo. Con la excepción de Israel, cuya hipótesis me guardo, todos tienen una tasa de natalidad por debajo de la tasa de reposición. Es decir, pierden población. Jacques Monod, cuya lectura le debo a Arcadi Espada, como tantas otras, dice en El azar y la necesidad que el único sentido de la vida es su impulso de reproducirse, de replicarse. Uno lo comprueba saliendo a un jardín, tras un incendio en el campo o en cualquier circunstancia de contacto con lo que llamamos «naturaleza», sin creernos del todo que formamos parte de ella. La vida busca permanecer y perpetuarse. Por eso el suicidio es un misterio, el único tema digno de estudio, según abre célebremente Albert Camus El mito de Sísifo («No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio»).

Más allá de cada una de las decisiones personales que hay detrás, todas respetables, lo que sorprende es el tácito acuerdo colectivo. La pregunta se sostiene: ¿por qué la vida humana, cuando se vuelve confortable y segura, renuncia a perpetuarse? ¿Por qué no compartir la prosperidad y la larga vejez saludable con la siguiente camada? Un misterio. No caben para mí aquí las respuestas sociológicas. Son de otra escala, como la dificultad de acceder a la vivienda o los bajos salarios. E incluyen una paradoja no demostrable: los hijos harían accesible la vivienda. Forzarían un acuerdo social. Un techo para dar cobijo a la propia tribu o que arda el mundo. Para los que tenemos hijos es claro que ese hecho define la vida, relativiza los problemas y pone el foco en lo único importante. Es una maquinaria cuyo movimiento va por dentro, de manera no sólo biológica. Y claro que la paternidad implica enormes sacrificios. Pero es una renuncia feliz, otra paradoja.

No se trata de una crisis occidental, sus efectos se trasminan por todo el orbe. Y, por lo tanto, tampoco se trata de una crisis de la cristiandad. Se manifiesta por igual en la India hindú, en el sintoísta Japón y en la taoísta (confucianista y budista) China. Incluso en los países islámicos las tasas se han derrumbado, y en Turquía ya están por debajo de la línea de flotación. Sólo el África subsahariana crece. En la cuna de la humanidad la chispa sigue viva. En el resto se apaga no tan lentamente.

El Global Institute de McKinsey acaba de publicar un informe demoledor. (Dependency and depopulation? Confrontig the consequences of a new demographic reality). Por primera vez en la historia, la población no tiene forma de pirámide sino de obelisco. Para 2050, la población en algunos de los países más ricos caerá al 50%, de seguir esta tendencia. Sus conclusiones, hechas con rigor y métrica, son claras: o se aumenta la tasa de fertilidad o se establece un nuevo pacto social. A largo plazo, ni siquiera los migrantes son la solución. Son sólo un paliativo temporal. Además, traslada el problema al país de salida y reproduce por contagio el problema en el país de entrada. Desde la primera generación de nacidos en la tierra de acogida, e incluso antes, con los recién llegados jóvenes, esos nuevos ciudadanos se comportan como los indígenas: dejan de tener hijos o los tienen en número insuficiente.

“La solución [a la crisis demográfica] cabe en una palabra, ridiculizada por la literatura, el cine y la cultura popular. Es una solución intuitiva de la que se habla poco o solo en términos religiosos, respetables por otra parte. La palabra es familia”

McKinsey advierte: las nuevas generaciones no pueden soportar sobre sus hombros el número creciente de jubilados, que a su vez tiene afortunadamente una vejez larga y saludable. No son sostenibles los números. Y nadie piensa que la respuesta sea espera a que se derrumben solos los índices de bienestar para que los números vuelvan a cambiar. Eso es jugar a la ruleta y se puede perder todas las fichas.

El remedio que propone McKinsey si nada cambia es exactamente el contrario a lo que piensa (es un decir) la ministra del Trabajo, Yolanda Díaz. Trabajar más horas. Ser más productivos. Alargar la edad de jubilación. Estas «soluciones» no son tales. Son solo la intervención forzada de una base de datos proyectada al futuro. Una trampa con el Excel. No existen las condiciones para pedir generosidad a los trabajadores mayores, impulso vital a los jóvenes y cordura a las autoridades. Encima, el alarmismo climático, y sus falsas trompetas del apocalipsis, contribuye a la desafección. Las políticas identitarias y las nuevas inquisiciones digitales tampoco facilitan las cosas. Los jóvenes tienen miedo de vivir y miedo del futuro. Y se encierran en una burbuja virtual, que los lastima y alinea. Y por efecto de la ley del péndulo, la extrema derecha prepara su asalto a Europa después de conseguirlo en Estados Unidos. Y tampoco las soluciones pueden venir de cerrar las fronteras, reivindicar lo propio, las banderas y los himnos exaltados, las culpas colectivas, la xenofobia. El nacionalismo ha sembrado de cadáveres la historia. Y volverá a hacerlo. Basta ver a Rusia, herida en su ego imperial. No solo destruye Ucrania, sino se destruye así misma, sacrificando a sus jóvenes en las trincheras del Dombás.

Como todos los círculos viciosos, la baja fertilidad y la caída de la población incluyen un efecto paralizante. Provocan menos niños que hacen más grave el problema, una espiral que se acelera. La solución cabe en una palabra, ridiculizada por la literatura, el cine y la cultura popular. Una palabra que exige un acuerdo colectivo. Un nuevo pacto social. Es una solución tachada de conservadora, pero que es resultado de una lenta evolución social, abruptamente detenida. Es una solución intuitiva de la que se habla poco o solo en términos religiosos, respetables por otra parte. La palabra es familia. Pero, claro, una familia sin las ataduras que lleva implícitas en su razón latina famulus, que significa esclavo o sirviente. Lo dijo antes Juan Ramón Jiménez: «Raíces y alas, pero que las alas arraiguen y las raíces vuelen».

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