El Rey reina, pero no gobierna
«Al sanchismo le gustaría, al igual que ha hecho con otras instituciones, colonizar a la monarquía, tener su rey al igual que tiene su propio fiscal general del Estado»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Aunque parezca paradójico, los cortesanos terminan siendo los más peligrosos enemigos de la monarquía, pues o bien exigen al rey lo que este no puede ni debe hacer o bien construyen loas totalmente improcedentes. Ambas posturas suelen surgir, entre otros momentos, con motivo del discurso que el monarca pronuncia todos los años el día de Nochebuena. El comportamiento en el último no ha sido diferente. Se han producido actitudes un tanto incoherentes, calificando el discurso como el mejor documento político del año. Lo que resulta sorprendente porque no parece posible dadas las limitaciones que tiene un rey constitucional a la hora de decir o hacer algo; por fuerza tiene que mantenerse en la ambigüedad, en las generalidades, en el centro, casi en lo apolítico.
Después se encuentran los fundamentalistas. Diga lo que diga el monarca están en contra a priori. No porque sea rey, sino por ser jefe del Estado español. Por ejemplo, el PNV, que criticó el discurso porque no se refirió a la nación vasca. Resulta extraño pedir tal cosa a un rey constitucional, cuando la Carta Magna no considera más nación que la española. Algo parecido ocurre con los independentistas catalanes, que pretenden que el Rey esté casi de acuerdo con su golpe de Estado.
También están los maximalistas como Vox que, de forma un tanto irreal y olvidando donde se encuentra situada su formación en el espacio político, intentan que las palabras del Rey se adecúen a su programa. Desde el otro extremo, Sumar ha reaccionado en cierto modo de forma similar, criticando el discurso por estar derechizado. ¿No pretenderán que el monarca esté situado a la izquierda de Sumar?
Desde el punto de vista estrictamente doctrinal, la república es un régimen sin duda más perfecto y lógico que la monarquía, pero la política se desarrolla en el mundo de lo que en cada momento es posible, y en muchas ocasiones, si atendemos a las circunstancias, lo ideal en teoría no es lo más conveniente en la práctica. Se trata de que las cosas funcionen. Como afirmaba Felipe González citando a Deng Xiaoping, no importa que el gato sea blanco o negro, si caza ratones.
Es esta argumentación la que se encuentra, seguramente, detrás de la postura de muchas naciones occidentales que mantienen el sistema monárquico por meras razones prácticas y que, sin embargo, en cuanto a democracia están infinitamente más adelantadas que otras que se denominan repúblicas y que de res publica tienen muy poco. En España, al redactar la Constitución del 78, parecía bastante evidente que la sindéresis, es decir, los principios prácticos más elementales, se inclinaban, al margen de las disquisiciones teóricas, por la monarquía. Hasta la parte más ortodoxa del partido socialista aceptó esta realidad; y si Gómez Llorente, en nombre de su formación política, presentó en las Cortes un voto particular fue a modo testimonial, sin que hubiese ninguna pretensión de que triunfase en la práctica.
«Los defensores de traer una vez más a España la república lo que pretenden es la vuelta al cantonalismo de la primera»
Después de casi 50 años de historia, habrá sin duda distintas versiones, pero uno tiene la impresión de que, a pesar de todos los pesares y de las debilidades y defectos que se le quieran achacar al emérito, visto lo visto, cualquier otra alternativa hubiera sido mucho peor. Desde luego, dada la situación política actual, donde por cierto no lucen el consenso ni el diálogo, plantear en estos momentos un cambio sería una insensatez, tanto más cuanto que los defensores de traer una vez más a España la república lo que pretenden de verdad es la vuelta al cantonalismo de la primera.
A pesar de toda su aparente irracionalidad teórica, la monarquía constitucional tiene una ventaja: el Rey reina, pero no gobierna y, por lo tanto, debe estar al margen del juego de los partidos. Es absurdo reclamarle que haga precisamente lo que no debe hacer. En cierto modo ocurre como en el caso de las constituciones. Una constitución es tanto más de todos en cuanto que no es de nadie en concreto, es decir, nadie se identifica totalmente con ella. En España las constituciones han durado muy poco precisamente porque eran constituciones de parte. La del 78, por el contrario, fue una constitución de consenso. Nadie estaba conforme al cien por cien con ella, y por ello su vida está siendo larga y es de esperar que se prolongue en el futuro.
De Alfonso XIII se decía que borboneaba, que tenía la tentación de tomar partido en aquellas cosas que pertenecían al libre juego político. Me da la sensación de que algunos hoy quisieran que Felipe VI también borbonease, que fuese su rey o su presidente de la República, del mismo modo que querrían que fuese «su» constitución.
Hasta al propio PSOE, hoy sanchismo, les gustaría, al igual que han hecho con otras muchas instituciones, colonizar a la monarquía, tener su rey al igual que tienen su propio fiscal general del Estado. En realidad, lo que le encantaría a Pedro Sánchez es ser el Rey. ¿Cómo no acordarse de la sinceridad de Nietzsche cuando confesaba?: “Si Dios existiese, cómo toleraría yo no serlo, luego Dios no existe”. Sánchez piensa que como él no puede ser el Rey, mejor que no haya o que no exista. En todo caso, que sea, como otras muchas instituciones, una prolongación suya.
«Sánchez lleva mal lo del Rey, porque aunque solo sea protocolariamente no le gusta ser el segundo»
Sánchez lleva mal lo del Rey, porque aunque solo sea protocolariamente no le gusta ser el segundo. También debe de irritarle que Felipe VI sea más alto, y sobre todo que a él le piten y le insulten por la calle mientras que a los Reyes les vitorean y les aplauden. Supongo que el máximo de la rabieta se ha producido con lo acontecido en Paiporta. La diferencia de comportamiento fue abismal y no es que el Rey hiciese algo extraordinario. Se limitó a hacer lo que cualquier mandatario está obligado a realizar, aguantar el tipo ante la desesperación de la gente y los fallos de las administraciones.
Lo anormal fue la conducta de Sánchez, huyendo como un conejo encogido. Y por más que la Moncloa quisiera arreglar el entuerto con toda clase de bulos, palos ficticios que no recibió y con participación de la ultraderecha, que después se demostró falsa, la actuación fue impresentable y el contraste tan enorme y evidente que el presidente del Gobierno no ha vuelto a ir por Valencia.
Por muchas manifestaciones que monten Compromís y el PSOE pidiendo la dimisión de Mazón, y sea cual sea la responsabilidad de la Generalitat, la culpa del Gobierno central es mucho mayor por la sencilla razón de que tanto previamente como con posterioridad era el que poseía todos los medios para al menos haber aliviado la catástrofe. Esta ha sido de tal calibre que resulta una ingenuidad pensar que la respuesta estaba al alcance de una comunidad autónoma.
La culpa del sanchismo resulta tanto mayor cuanto que se tiene la sospecha de que utiliza todo electoralmente, y que su pasividad en la dana -«si necesitan algo, que lo pidan»- obedecía a su intención de reconquistar el Gobierno de la Generalitat, al igual que hay que maliciarse que su postura frente a la inmigración de Canarias tiene como objeto convencer a Coalición Canaria para que rompa el acuerdo de gobierno con el PP. El secretario de política institucional del PSOE ya lo ha dicho abiertamente.
«La única finalidad de las celebraciones de la muerte de Franco es la división de la sociedad, que es de lo que vive el sanchismo»
El sanchismo lleva mucho tiempo queriendo utilizar a la monarquía, agita al Rey, lo envía a un sitio y a otro, según sus conveniencias; veta sus viajes, de hecho, ya ocurrió hace años cuando para favorecer a los independentistas prohibió su desplazamiento a Barcelona, haciéndole faltar por primera vez a la entrega de despachos a los nuevos jueces, con profundo enfado del estamento judicial. Lo último ha sido en estos días, cuando han situado al monarca en una difícil encrucijada pretendiendo que asistiese al primer aquelarre de los cien que piensan celebrar este año para conmemorar las cinco décadas de la muerte de Franco. La mayoría de los españoles actuales apenas han conocido al dictador y los que sí lo conocimos hemos procurado olvidarlo lo antes posible. La única finalidad de tales celebraciones es, una vez más, la división de la sociedad, que es de lo que vive el sanchismo.
Es lógico que el Rey en su discurso de Navidad hiciese referencia a la polarización política. Es razonable que censurase la falta de consenso y la lucha política atronadora. Y está también justificado que no señalase a los responsables, ya que el Rey reina, pero no gobierna y no debe entrar por tanto en atacar o beneficiar a ninguna fuerza política. Resulta explicable también que los medios de comunicación hayan resaltado del discurso del monarca precisamente la denuncia de la falta de todo diálogo y entendimiento político.
Lo que ya no es tan lógico es que todos ellos se mantengan también en la neutralidad y la equidistancia, en el buenismo, repartiendo las culpas por igual, y no me refiero solo a los medios oficialistas o a los tertulianos incondicionales del sanchismo, sino a la mayoría, perteneciente a todas las tendencias. El tema tiene gran importancia porque esta polarización no es algo accidental provocado por los vicios o deformaciones coyunturales de las formaciones políticas. Se trata, por el contrario, de un antagonismo de carácter fundamental, consustancial a la realidad política impuesta por Sánchez. Y es precisamente esta característica intrínseca la que hace tan difícil un posible cambio.
Es en este enfrentamiento en el que se fundamenta toda la historia política del sanchismo. Todo lo que es Sánchez se asienta en la guerra civil, en la provocación, en la división. Todo comenzó con el “no es no” y su negativa en 2016 a ni siquiera sentarse con Rajoy a dialogar. Cualquier acuerdo con él, que había ganado las elecciones, le impedía llegar a ser presidente de Gobierno. Desde las segundas primarias hasta los momentos actuales, el máximo argumento, casi el único, ha sido el miedo a la derecha, acentuando el guerracivilismo. Todo es lícito con tal de que el que PP no acceda al gobierno. Sánchez en realidad nunca ha tenido nada que ofrecer, como no sea la polarización.
Esa dinámica amigo-enemigo, adoptada por el presidente del Gobierno como estrategia para mantenerse en el poder, le obliga a romper toda posibilidad de pacto de Estado. Anatematizar a la oposición obstaculiza cualquier acuerdo, puesto que realizarlo resultaría contradictorio con esa concepción maniquea de la realidad política. El enfrentamiento no es algo coyuntural que pueda evitarse. Constituye la propia esencia del sanchismo. A la oposición solo le queda una opción: aceptar el combate.