Una lección literaria en 57 páginas
«Claire Keegan (Irlanda, 1968), habitual en revistas como ‘The New Yorker’ o ‘Granta’, deslumbró en 2024 con una obra maestra ‘Bien tarde en el día’»

Detalle de la portada de 'Bien tarde en el día'.
Enamoramiento y cristalización, son dos de los pasos habituales en una relación que perdure. Del enamoramiento, que viene de una supuesta pasión, de alguien que sin haber leído a Kierkegaard, intuye que “quien se pierde por su pasión, pierde menos que quien pierde su pasión”. Nada nuevo. En la geografía amorosa, o de relaciones entre gentes que se buscan, o que se encuentran, ese arranque, ese “amor a los ojos” viene de antiguo.
Ya Alain de Botton (Zúrich, 1969), que tuvo su público en los años noventa del siglo pasado, en Del amor (1993) trataba de enmendar a Stendhal, y a Ortega, y plantear unos usos amorosos próximos al siglo XXI. Trataba de abordar el amor de un modo distinto, decía, que era -tampoco la originalidad era su fuerte, ¿pero quién es original después de miles de años de darle vueltas al mismo tiovivo del amor? Por tanto, se agradeció el intento- unir acción y reflexión. Ironía no le faltaba. Porque la cuestión era reflexionar sobre la pasión en el mismo instante en que esta se produce.
Bien, vayamos a lo que Lezama Lima denominaba “lo mogollante”, tras el preámbulo amoroso del enamoramiento y la cristalización. Claire Keegan (Wicklow, Irlanda, 1968), habitual en revistas como The New Yorker, Granta, París Review, autora de Tres luces (2010) y Pequeñas cosas como esas (2019), ambas publicadas en Eterna Cadencia, en 2024 deslumbró con una nouvelle de apenas 57 páginas, Bien tarde en el día, también en Eterna Cadencia. Y si uno lee esta breve obra maestra, esta lección literaria, comprenderá el porqué del título. Porque como tantas otras cosas, tiene la lógica de explicar, o al menos, de descubrir el sentido de tal título, al final. Perfecto.
Viernes, 29 de julio en Dublín. Un tipo de nombre Cathal, frente a su escritorio, repite una rutina que, si no le agrada, le entretiene. Tiene la ventana abierta. Se ha demorado en dejar la oficina. Va al lavabo, se moja la cara, toma un café, y aparece la encargada de las cuentas, Cynthia, personaje que, como en las más inquietantes obras de Chejov jugará un papel decisivo en el curso de la narración, por mucho que figure como alguien secundario a la trama. He ahí, otra de las genialidades de Keegan. Cathal también intercambia un brevísimo parlamento con su jefe, más joven y jovial que él, repasa la correspondencia, comprueba una vez más, no es la primera, que no le han concedido la beca en artes visuales que ha solicitado y por fin, sale hacia su casa en las afueras de la capital irlandesa. Un viaje en autobús que tiene su aquél, en la conversación incómoda que mantiene con otra viajera, un tanto parlanchina. Hasta aquí, la parte primera. La presentación del personaje.
En la parte segunda, el lector viaja a poco más de un año antes. En la National Gallery, nuestro bueno de Cathal contempla una exposición de Vermeer, junto a Sabine a quien ha conocido hace más de dos años en una conferencia en Touluse. Ahora, Sabine trabaja en el centro de la ciudad, Dublín, para la Hugh Lane Gallery. Habían comenzado una relación, más por insistencia de él que de Sabine, y han cumplido todos los protocolos del enamoramiento, si es que vale el término, a tenor de lo que uno lee página tras página. Suceden una serie de hechos, en esta parte segunda, detalles -cuántas historias de amor se pierden por los detalles- que ascienden a categoría. Sobre todo, para Sabine.
“No crea el lector que hay fascinantes reflexiones, ni siquiera inteligentísimos diálogos”
No crea el lector que hay fascinantes reflexiones, ni siquiera inteligentísimos diálogos por parte de los protagonistas y su troupe. Nada. Pareciera que no pasa nada, y está pasando todo. Lo más relevante para cualquiera. Lo más brutal o si se prefiere, demoledor ante lo que se presenta. En la parte tercera, comenzará, o no, la cristalización. La actitud de Cathal, la reacción de Sabine, la decisiva conversación de Sabine con Cynthia, el anillo de boda, la fiesta preparada, lo de “muy claramente y bien tarde en el día” y el final, la parte cuarta, que regresa o anuncia el principio.
Cincuenta y siete páginas para mostrar una historia de amor, una vida cotidiana en la que las cosas, las gentes, los acontecimientos transcurren con la rutina del curso de un río en días sin tormenta. Gentes con las que uno se cruza por la calle. La intensidad, el sentido de lo cercano, un estilo literario, un ritmo tan medido, tan preciso, que uno recuerda aquello que otro genio del relato, Truman Capote advertía al lector: “La prueba para saber si un escritor ha dado o no con la forma natural de su relato consiste en preguntarte, después de leerla, si es posible imaginarla de otra manera o, por el contrario, acalla tu imaginación y te parece que ésa es la forma absoluta y perfecta. Perfecta como una naranja, como una naranja que la naturaleza, simplemente, ha hecho bien”.
Así es esta formidable obra de Keegan, que recuerda a Vino de mediodía de Katherine Anne Porter, en cuanto a la sobriedad implacable del estilo. Perfecta. Una prosa, sí, implacable, unos hilos invisibles que trenzan la historia, en el laberinto de la mezquindad y la misoginia (adivinen de quién) y de la lucidez y la dignidad (sigan adivinando). No son asuntos banales para la vida de cualquiera. Discreta en su contundencia, moral y literaria. Porque, a veces, sólo a veces, asunto que se trata y estilo con el que se trata coinciden en su excelencia. Al grano, en corto y por derecho, y es ahí, en esa línea directa a lo que se denuncia, en donde radica toda la fuerza de su escritura, toda la emoción contenida, toda la indignación mayúscula. Una breve obra maestra de 57 páginas. Que dure tal genio literario.