¡Hombreeeee… Ya era hora!
«La tendencia tan española a la adulación gratuita, que al fin y al cabo es una forma leve de hipocresía, quizá no sea sino el reverso de la cordialidad nacional»

Joe Viterelli y Robert de Niro en un fotograma de 'Otra terapia peligrosa'.
Fui a una fiesta el otro día, había mucha gente. Casi en la entrada me encontré con un conocido al que llevaba tiempo sin ver. Me saludó sonriendo de oreja a oreja, mientras decía:
-¡Hombreeee… ya era hora!
No era la primera vez que oía esta frase. Hay que pronunciarla flexionando un poco las piernas, como si te dispusieras a abrazar y sostener en el aire al otro, y abriendo bien los brazos, abarcándole, y con ello diciéndole un gran «¡Sí!» al mundo, a la vida, por fin realizada. Con esa ligera flexión de piernas rebajas un poco tu altura para destacar más la suya. Conviene también tener los pies apuntando a las diez y diez, aunque por qué es algo que no sé.
-¡Hombreeeee… ya era hora!
Recomiendo a todos que practiquen este recibimiento tan efusivo. No cuesta nada, y el otro se queda encantado.
«Detrás de ti ya puede cerrarse la puerta, porque en realidad nada más interesante podría llegar ahora»
(No fue mi caso, ésta es la verdad, porque estoy algo encallecido, y me quedé pensando: «¿Y este tío qué querrá de mí con tanta lisonja y zalamería?»)
«¡Hombre… ya era hora!», significa que –aunque te hubiera podido telefonear cualquier día, y quedar contigo, cosa que no ha hecho en varios años— el lisonjero, y toda la comunidad festiva allí reunida, sabiéndolo o no ansiaba verte, sin ti la fiesta estaba y vagamente se sentía incompleta; ahora él te estaba dando la bienvenida a una celebración donde serás muy bien acogido como figura destacada, y a la que ya hace tiempo que deberías haberte incorporado. Hay que ver lo misántropo que eres, que tanto te has retrasado. Pero en fin, aquí estás por fin, y contigo esta nuestra comunidad, realzada por tu demorada pero al fin efectiva presencia, está por fin completa, por fin tiene sentido. Detrás de ti ya puede cerrarse la puerta, porque en realidad nada más interesante podría llegar ahora.
No hace falta decir que el «Hombreeeee…» hay que pronunciarlo en un tono de sorpresa –como si fuera casi un milagro que llegases allí—y satisfacción, rematada por el asertivo «¡Ya era hora!». ¡Por fin estamos completos! Por fin el círculo está cerrado. Fuera queda un mundo absurdo.
Pero si aquel tío tan simpático no me había llamado ni una sola vez en los últimos años, ¿por qué me recibía ahora en la fiesta de una manera tan vehemente, tan entregada? Pues por nada, concluí: es un automatismo de gratuita adulación. El famoso «Hombre, ya era hora» es una metástasis benigna de la notoria simpatía pública española. Es inocua, un placebo. No hace falta creer en ella, es porque sí, pero, la verdad, sienta bien.
«La adulación, aunque la detectes, aunque la veas desde una hora lejos, es casi irresistible, y sienta bien»
El director de un periódico al que le hice observar que un redactor le hacía la pelota más descarada, me dijo, sonriendo, que la adulación, aunque la detectes, aunque la veas desde una hora lejos, es casi irresistible, y sienta bien; uno siente la tentación de, no creyendo en su sinceridad, creer en ella.
Oí a otro director recomendándole a un subalterno: «Adule, adule usted, Mengano, que el halago es como un dulce: aunque no se lo traguen, lo paladean». Qué gran verdad.
Una vez, teniendo yo una modesta cuota de poder en una empresa, me presentaron a un futuro colaborador preguntándole: «¿Conoces a Ignacio…?». Rápido, el otro respondió: «No le conozco: le admiro».
Vil pelotillero, pensé, conmigo lo tienes claro. Me parecía que aquel halago era excesivo, pero el otro día, en la fiesta, puse a prueba su eficacia. «¿Conoces a Fulano?», me preguntaron, presentándome a un notorio periodista. Estrechándole la mano e inclinando la cabeza, respondí: «No le conozco: ¡Le admiro!»
Pensé que notaría el tono burlón y se sonreiría, pero para mi estupor se lo creyó, y se pasó el resto de la velada contándome su propia grandeza.
Hay quien se lo trabaja. Cuando le presentaron a Lou Andreas-Salomé, Nietzsche le dijo: «¿Pero de qué planetas hemos caído, para encontrarnos aquí?». O algo así. Esto está muy bien, porque ya excluye a todos los demás: sois vosotros dos, seres superiores rodeados de insignificancia.
Nietzsche es sabido que no era un gran seductor, pero seguro que la frase tuvo impacto, se abrió camino hacia la corazón de la bella Lou.
Como venía diciendo, esta tendencia tan española a la adulación gratuita, que al fin y al cabo es una forma leve de hipocresía, quizá no sea sino la sombra, el reverso, de la cordialidad nacional, que es muy superior a la media de la Comunidad Europea. Según las estadísticas que barajo, un 38,8 % superior a la italiana, y por supuesto un 192% superior a la de los austriacos. Sea bienvenida.
«Da pavor pensar en que se cree una ‘app’ para ‘oír’ lo que de verdad nuestro interlocutor piensa de nosotros mientras nos adula»
Con todo, da pavor pensar en el día en que Elon Musk o algún otro de esos millonarios de la tecnología, aliándose con los neurólogos más visionarios, cree una app para que podamos oír lo que de verdad nuestro interlocutor está pensando de nosotros mientras nos adula.
Ese día ya no habrá sociedad posible. El mundo explotará.
Mientras tanto, señoras y señores, a todos se lo digo: No les conozco. Les admiro.