Trump, los bárbaros y el 'ius soli'
«La existencia de Estados es difícilmente compatible con la proclamación de que la libertad de movimientos es un derecho humano universal»

Inmigrantes en la frontera sur de Estados Unidos.
Empezaré con dos premisas de difícil refutación.
La existencia de Estados, es decir, comunidades políticas que ejercen de manera soberana jurisdicción – «dicen y aplican el Derecho»- sobre un territorio, presupone lógicamente la existencia de fronteras y su control por parte de ese soberano que determina quién y cómo accede a su espacio. En el límite, esos Estados tienen derecho a repeler mediante el uso de la fuerza a quienes quieren invadirles.
La existencia de Estados, bajo la anterior premisa, es difícilmente compatible con la proclamación de que la libertad de movimientos es un derecho humano universal. Tomarse en serio este derecho implica creer que las fronteras no deberían existir.
En estos primeros días de la presidencia de Donald Trump hemos conocido la orden ejecutiva «Proteger el significado y el valor de la ciudadanía estadounidense» (Protecting the Meaning and Value of American Citizenship) y también una alarmante respuesta de la nueva portavoz de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, a la pregunta de cuántos de los inmigrantes ilegales que se estaban deportando había constancia de que fueran criminales. «Lo son todos en la medida en la que han entrado ilegalmente en el país», vino a responder la portavoz.
¿Se atreven todavía a seguir pensando a pesar del batiburrillo y la hojarasca, pese a lo que se vocifere en las tertulias o se sentencie en los dimes, diretes y zascas de las redes sociales a propósito de la política y las políticas trumpistas? Y todavía más: ¿Cuánto están, o estamos, dispuestos a que se aplique, o nos apliquemos, el cedazo al que se someten, y sometemos, todas y cada una de las decisiones que adopte la Administración de Donald Trump y las respuestas a la Leavitt?
Hoy les propongo que piensen sobre estas preguntas considerando el siguiente relato ucrónico. Lo que sigue es un poco largo pero confío en que, al menos, sea entretenido.
El 18 de julio de 1936 el alzamiento de ciertas tropas en Melilla comandado por el general Franco ha sido fulminantemente aplastado y la II República ha sobrevivido al golpe de Estado. Con la situación política, mal que bien, recompuesta, y una cierta paz social, en España se asiste con estupor a los movimientos de las tropas alemanas en la frontera polaca el 1 de septiembre de 1939. Tras la entrada de los nazis en París en junio de 1940, España decide entrar formalmente en guerra contra el Eje y abrazar la causa aliada para la liberación de Europa, un hecho que no se produce hasta 1950. Durante la invasión de Normandía en agosto de 1949, operación en la que España también participa modestamente desde la retaguardia, resulta detenido un presunto espía alemán de nombre Cordelio Heller. Como el resto de los «combatientes enemigos» es llevado a una fortificación militar en territorio controlado por los aliados, lugar en el que sigue detenido algunos años después del fin de la contienda.
Pero resulta que Cordelio reclama su condición de ciudadano español e interpone un recurso de habeas corpus para que su caso sea juzgado por los tribunales civiles en España. ¿La razón? Cordelio nació en la clínica del Rosario de Madrid, en 1932, cuando su padre, un ilustre jurista alemán, disfrutaba de una estancia de investigación en la Residencia de Estudiantes junto a su esposa, también alemana. Tiempo después regresaron a Alemania y Cordelio acabó engrosando las juventudes hitlerianas. En el momento de su nacimiento, como en el momento de su detención y cuando se interpone el habeas corpus, sigue vigente el artículo 23.2. de la Constitución republicana que reza: «Todas las personas nacidas en España y sujetas a su jurisdicción son ciudadanos españoles». ¿Deben los tribunales españoles acoger el recurso de Cordelio? Parece un caso jurídicamente fácil pero moralmente difícil.
‘Back to the past (back to reality)‘
Se cree que Dred Scott nació allá por 1799 en un condado de Virginia, Estados Unidos. Hijo de negros esclavizados en África y trasladados a Estados Unidos, servía como esclavo del Doctor John Emerson, quien, como cirujano del Ejército viajaba por distintos cuarteles del país, entre ellos los de los Estados de Illinois y Wisconsin, donde la esclavitud ya había sido abolida. Al retornar a Missouri, y habiendo residido en aquellos lugares, Scott reclamó su libertad apelando al precedente judicial que rezaba: Once free, always free («una vez libre, libre para siempre»). Corría el año 1846.
Scott batalló ante los tribunales durante una década pues sus «dueños» impugnaron las condiciones de la emancipación y el alcance de la regla sobre la residencia temporal en un Estado abolicionista, hasta que el asunto tuvo que ser finalmente decidido por la Corte Suprema allá por 1856. Y entonces brotó una cuestión todavía más profunda que el juez Taney, autor de la opinión mayoritaria, puso en sus términos más crudos: «¿Puede un negro, cuyos ancestros fueron importados a este país y vendidos como esclavos, convertirse en miembro de la comunidad política concebida y gestada por la Constitución de los Estados Unidos, y como tal ser titular de todos los derechos, privilegios e inmunidades garantizados a los ciudadanos mediante ese instrumento? Uno de esos derechos –remataba Taney- es el privilegio de acceder a un tribunal de los Estados Unidos …».
La Constitución entonces vigente establecía en su quinta enmienda que: «Nadie… será privado de su vida, libertad o propiedad sin un proceso judicial con todas las garantías». El juez Taney, como portavoz de la mayoría, consideró, sin embargo, que bajo ninguna interpretación posible cabía entender que los padres de la Constitución pudieran estar pensando, al incluir esa enmienda, en la abolición de la esclavitud. Y ello porque entonces, como en el momento de resolverse este caso, ni Dred Scott ni ningún otro individuo en sus circunstancias podía ser siquiera considerado persona:
«Ellos [los esclavos] han sido considerados como seres de un orden inferior durante más de un siglo, y completamente inhábiles para asociarse con la raza blanca, ya sea en las relaciones sociales o políticas; tan inferiores que no tenían derechos que el hombre blanco estuviera obligado a respetar… Él [Dred Scott] fue comprado y vendido y tratado como una mercancía ordinaria para el intercambio y tráfico siempre que fuera rentable». Así se lee en la sentencia. Y es un razonamiento curioso porque, en esa misma Constitución, al contemplarse el caso del esclavo fugado, los constituyentes no pudieron por menos que referirse a ellos como «personas» (artículo 4 sección 2: «no person held to Service or Labour in One State…»).
«Todo lo que dice la Constitución sobre la españolidad es que la ciudadanía se adquiere, conserva y pierde de acuerdo con la ley»
De la sentencia Dred Scott v. Sanford (1857) se ha dicho, sin exageración, que es una de las más infames en la historia de la Corte Suprema y la catalizadora de la guerra de secesión que aconteció poco después. Tras su finalización, la reconstrucción institucional del país incluyó una serie de enmiendas a la Constitución para abolir la esclavitud, otorgar el derecho de voto a los negros, y establecer, para así desterrar el ominoso razonamiento de Dred, que: «Todas las personas nacidas o naturalizadas en los Estados Unidos y sujetas a su jurisdicción, son ciudadanos de los Estados Unidos». Se trata de una de las más rotundas expresiones del conocido como ius soli -el derecho de ciudadanía basado en el lugar donde se nace- con el que ahora Trump de forma, se dice, flagrantemente inconstitucional, quiere acabar.
En mi relato ucrónico les colé un bulo: el artículo 23.2. de la Constitución de la II República no rezaba como la enmienda 14 de la Constitución estadounidense. El ius soli que aquélla consagraba carecía del automatismo de ésta, pues exigía, para ser españoles, que los nacidos en España de padres extranjeros hubieran optado por la nacionalidad española en la forma en que determinasen las leyes. La Constitución española de 1876 en su primer artículo sí constituye un buen parangón: en su artículo 1 se dice que son españoles «las personas nacidas en territorio español». En la discusión que mantuvieron los que pergeñaron esa Constitución sobre el modo de adquisición de la nacionalidad española se atribuye a Cánovas haber sentenciado: «Pongan que son españoles los que no pueden ser otra cosa». Para lamento de Julián Marías, entre otros, nuestra actual Constitución que pronto será más longeva que la que se alumbró bajo la presidencia de Cánovas, todo lo que se dice acerca de la españolidad es que la ciudadanía se adquiere, conserva y pierde de acuerdo con la ley (artículo 11.1.), ley que, hoy en día, no está presidida por el criterio del ius soli.
Back to the future
A finales de 2001, en el marco de una operación militar en Afganistán, Yaser Hamdi fue apresado por las tropas de la Alianza del Norte y del ejército de los Estados Unidos y llevado, como «combatiente enemigo», a la prisión de Guantánamo. Es nuestro Cordelio Heller del cuento, y, como Dred Scott, interpuso un recurso de habeas corpus pues resulta que nació en Louisiana, en 1980, hijo de madre saudí y padre de la misma nacionalidad que, por aquel entonces, trabajaba como químico para la compañía Exxon en ese Estado. Siendo un bebé, Hamdi había abandonado los Estados Unidos.
La Corte Suprema tuvo que decidir en primer lugar si Hamdi podía sufrir la falta de derechos que acompañaba a su consideración de «combatiente enemigo», a pesar de ser ciudadano de los Estados Unidos, cosa que salvo para alguno de los jueces, no estuvo en discusión por aplicación de la enmienda 14 (hasta el punto de que inmediatamente se supo de su ciudadanía tuvo que ser trasladado de Guantánamo a una prisión en Virginia). Así y todo, ese caso abrió la espita para la consideración de ser excesivo el alcance de la concesión de ciudadanía por el mero hecho de nacer en los Estados Unidos.
Esto es lo que se propone ahora Trump, a pesar de algún que otro precedente lejano (United States v. Wong Kim Ark, 1898) que parece consagrar el automatismo del mero y fortuito hecho del nacimiento en territorio de los Estados Unidos para poder adquirir la nacionalidad. Más allá de las consecuencias – terribles y paradójicas- que conllevaría la expulsión de los inmigrantes ilegales que han tenido hijos en los Estados Unidos que serán ya ciudadanos, y bien integrados, la cuestión de fondo, a la luz de las nuevas circunstancias –que no son las que alumbraron la enmienda 14 en 1868 como respuesta al problema de la esclavitud ni las de un territorio por conquistar y poblar, hecho que da sentido a la primacía del ius soli– es razonable poner en cuestión el criterio a pesar de que la literalidad de la enmienda ofrezca pocas dudas sobre la inconstitucionalidad de la orden ejecutiva dictada por Trump.
Parecerá depender todo, claro, de que pueda darse con una lectura distinta al inciso «bajo su jurisdicción» («subject to the jurisdiction thereof») o incluso de que triunfe – lo cual no sería tan extraño, dada la composición de la Corte Suprema- un argumento de corte originalista basado en las intenciones de los redactores de la enmienda, o incluso del entendimiento de que el texto es una «Constitución viva» –living Constitution– que ha de adaptarse a las nuevas realidades, como tantas veces ha proclamado esa misma Corte en otros tiempos y para otros menesteres.
Veremos.