Cuando caiga Sánchez
«Si los automatismos de la Constitución funcionan y los españoles echan a Sánchez, quizás haya un nuevo espíritu de restitución de las instituciones»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Toda crisis es un renacimiento. El caso más extremo es el de Argentina, que ha tenido que aferrarse a su modelo de miseria hasta sus últimas consecuencias, antes de que triunfase su némesis, de nombre Javier Milei.
Como no hay situación desesperada que no sea susceptible de empeorar, como diría Luis Herrero, no podemos confiar en que la grave situación causada por el Gobierno de Pedro Sánchez nos vaya a llevar automáticamente a un cambio radical y esperanzador a un tiempo. Pero sí creo que la presidencia de Sánchez ha puesto a prueba el sistema, de la que sale muy mal parado, y que ello nos puede llevar a plantearnos nuestro fracaso colectivo.
Una Constitución ordena la forma del Estado, reconoce y vehicula las fuentes del Derecho, y en ocasiones, siempre si nos acercamos en el tiempo, fija un conjunto de objetivos económicos y sociales. También delimita un espacio, más o menos amplio, en el que se reconocen derechos fundamentales de la persona; derechos que pertenecen a los ciudadanos antes de la existencia del Estado.
Pero una Constitución no sobrevive por sí misma. Ya sea fruto de un diseño, o la recolección informal, pero firme, de las leyes del país, ese marco legal tiene que acompañarse de otras normas que no son jurídicas. Cuando esas otras normas cambian, el sistema político se tambalea.
Lo hemos visto en los Estados Unidos. Seguramente tiene la Constitución más perfecta que existe. Pero fue pensada en un contexto ideológico que se perdió en gran parte con el paso de las décadas. La política estadounidense se fue nutriendo de nuevas ideas que chocaban, que chocan hoy, con el impulso liberal y desconfiado hacia el poder que se aprecia en las palabras que siguen a «We, the people».
«Una amplia mayoría de españoles querían un sistema político sin exclusiones, que dejase atrás los revanchismos»
Algo parecido nos ha ocurrido a nosotros. Cuando se redactó la Constitución del 78, en realidad una carta otorgada, estaba muy vivo el recuerdo de la guerra civil. Y ardían en la piel de sus víctimas las huellas del régimen franquista. Una parte de la población española quiso entonces, y ha querido siempre, instaurar unas instituciones que sirvieran de instrumento para una revancha histórica, pero entonces era una minoría.
Los españoles, no todos, pero sí una amplia mayoría, querían un sistema político sin exclusiones, que dejase atrás los revanchismos, y que permitiese el cambio pacífico de los gobiernos. Si la condena existencial del otro quedaba para los libros de historia, la democracia española, ese sintagma milagroso, nos permitiría mirar hacia el futuro y modernizar el país; esa esperanza burguesa, tranquila, pacífica.
Ese espíritu saltó por los aires. No fue el 11 de marzo de 2004, sino casi exactamente cuatro años antes. El 12 de marzo de 2000, el Partido Popular obtuvo una mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados. El PSOE, que había renunciado a la ruptura de mala gana cuando arrasaba en las elecciones, la recuperó. Comenzó entonces lo que yo llamaba, desde otro medio, «la destransición». El régimen ya no valía si iba a permitir relegar a la izquierda a la oposición de un modo tan arrollador. No se les puede acusar de falta de perspicacia electoral. El PP volvió a obtener una mayoría absoluta (2011), y la izquierda no ha vuelto ni a acercarse a una mayoría incondicionada, salvo en 2008. La última vez que lo logró fue en el año 93. De ahí su alianza necesaria con el nacionalismo.
El PSOE ha asumido ese frentismo existencial que convierte al adversario político en enemigo. Es verdad que fue Pablo Iglesias quien primero lo hizo, pero su fracaso electoral no puede ocultar su abrumador éxito político, que es la transmutación del PSOE, transigente con una democracia que en ocasiones le alejaba del poder, en lo que es ahora.
«El PSOE es ahora una máquina puesta al servicio del presidente y su latrocinio desenfrenado y siempre hambriento»
José Luis Rodríguez Zapatero vació orgánicamente al PSOE. No lo hizo por completo, porque esa ha sido tarea de Sánchez. El PSOE es ahora una máquina puesta al servicio del presidente y su latrocinio desenfrenado y siempre hambriento. La apoteosis del ego de Pedro Sánchez, que se proyecta sobre la ubérrima capacidad del Estado de enriquecer a quien se acerca, le conduce a un uso instrumental, político y personal, de los resortes del Estado. Y como no tenemos ni una democracia, ni un Estado de derecho, ni una división de poderes, ni un sistema mixto, ni nada que se le asemeje, sólo una nación descreída y poco más, observamos casi impotentes una degradación política descorazonadora.
Aguantan las instituciones que no dependen directamente del juego político. La Corona. Parte del sistema judicial. Los restos no subvencionados de la prensa. Y la parte mejor de una sociedad civil, por lo demás, adormecida y acomodaticia.
No sabemos cómo va a terminar esto, o si va a terminar. Pedro Sánchez quiere llegar al año 2036, pues para entonces, y con motivo del centenario, ya se habrá logrado que la victoria de la Guerra Civil sea del bando republicano. Pero si los automatismos de la Constitución funcionan y los españoles echan a Sánchez acumulando voluntades en las urnas, quizás haya un nuevo espíritu de restitución y reforzamiento de las instituciones. En eso confiamos.