La España de las chabolas
«Como los inmigrantes del Tercer Mundo no van a dejar de llegar en masa, guste o no reconocerlo, las chabolas constituirán nuestro único futuro factible. Lo son ya»

El asentamiento de chabolas en la Plaza de las Glorias Catalanas (Barcelona). | Europa Press
En ese acalorado debate político que se viene manteniendo a propósito del problema de la vivienda, existe una alternativa que, pese a no haber sido tomada en consideración por nadie, es la que cuenta con más probabilidades reales de acabar por imponerse en España, y a corto plazo además. Se trata de una solución llamada chabolismo; por cierto, solución que nada posee de nueva ni tampoco de original. A fin de cuentas, el chabolismo fue una característica crónica del paisaje de las grandes ciudades españolas durante más de la mitad del siglo XX. Su ya muy inminente retorno, pues, recuperará una tradición cuyo recuerdo todavía permanece vivo entre los autóctonos de lugares como Barcelona, una de las urbes llamadas ahora a reproducir las estampas típicas de la miseria habitacional propias del conurbano de Buenos Aires, de los ranchitos que rodean Caracas o de las favelas que cercan Río de Janeiro.
Al cabo, la realidad de fondo que provoca ese brutal contraste entre la precariedad extrema y la prosperidad razonable, conviviendo ambas dentro de un mismo perímetro urbano, el rasgo más chocante de esas metrópolis de los países en vías de desarrollo, resulta ser la misma cuyas manifestaciones germinales se comienzan a constatar aquí. Porque Manila, Ciudad de México o Lima, por ejemplo, son municipios abarrotados de chabolas no por causa de que el sector de la construcción en sus respectivos países atraviese problemas para aumentar el número de promociones por falta de mano de obra, exceso de regulaciones que retrasen la concesión de las licencias, impuestos altos u otros impedimentos por el estilo. En Manila y Ciudad de México, como en Lima, la gente se hacina en chabolas no por falta de oferta en el mercado de la vivienda, sino porque sus ingresos son tan bajos que no pueden aspirar a otra cosa.
«Sin demanda solvente, nadie se engañe, tampoco va a haber promoción de obra nueva en números significativos»
He ahí, por cierto, una absoluta obviedad en la que tampoco nadie en España parece querer reparar. Porque el genuino problema no es de oferta, como tanto se nos repite machaconamente a diario, sino de demanda solvente. Y en relación con ese aspecto crítico, la inexistencia en España de una demanda solvente en el mercado inmobiliario, convendría repensar de nuevo el mito de la política de vivienda llevada a cabo por el desarrollismo franquista en los sesenta, cuando las migraciones masivas del campo a la ciudad. Porque, vista con la perspectiva del tiempo, aquella política constituyó un éxito; de ahí que ahora surjan propuestas que recuerdan tanto su filosofía. Pero se olvida que la clave de que aquello funcionase no resultó ser tanto la política de vivienda del Estado como la política industrial del mismo Estado.
En los sesenta, las ciudades españolas se estaban llenando de campesinos reconvertidos en obreros industriales. Así, fueron los salarios decentes que ingresaban aquellos obreros fabriles, no las subvenciones y desgravaciones fiscales a la vivienda social, quienes en verdad hicieron factible el hito. Pero, entre todos esos millones de inmigrantes extracomunitarios y no cualificados que van a seguir afluyendo a las principales ciudades del país durante esta década, se podrán contar con los dedos de una mano los que terminen empleados en la industria. En consecuencia, continuará sin existir lo que tampoco existe en Manila o en Caracas: demanda solvente. Y sin demanda solvente, nadie se engañe, tampoco va a haber promoción de obra nueva en números significativos.
España, aunque estaría mejor decir las élites españolas, vive hoy inserta en una contradicción insalvable. Por un lado, ha decidido abrir las puertas a millones de inmigrantes poco o nada cualificados que se emplean en los sectores peor pagados de la rama de los servicios de baja productividad (la razón poco confesable de esa decisión remite a las dificultades crecientes para el sostenimiento financiero de las pensiones). Por otro lado, se pretende consumar una política pública de vivienda que garantice alojamiento mínimamente decente a un censo de población que se incrementa a un ritmo exponencial, de casi un millón de nuevos residentes cada año. Se aspira, en consecuencia, a un imposible. Pero como los inmigrantes del Tercer Mundo no van a dejar de llegar en masa, guste o no reconocerlo, las chabolas van a constituir nuestro único futuro factible. Lo son ya.