La guerra de las pensiones
«La viabilidad del sistema público de pensiones no constituye un problema distinto del de la viabilidad del sistema sanitario o del educativo»

Ilustración de Alejandra Svriz.
El 4 de febrero pasado publiqué en este digital un artículo en el que analizaba la infortunada jornada que para Sánchez constituyó el 22 de enero, cuando de los tres decretos leyes que presentó en el Congreso se aprobó solo uno, y ese gracias al PP. El que obtuvo luz verde pretendía ser una reforma de las pensiones, aumentando y dando más facilidades a la jubilación parcial y a la voluntariamente demorada. Da la impresión de que la única razón que han tenido tanto el PSOE como el PP para aprobarlo ha sido que nacía del concierto social. Estaban de acuerdo los sindicatos y los empresarios.
Parece ser que nadie se preguntó si las medidas son buenas para el interés general. Por parte del Gobierno, durante el sanchismo, el Ministerio de Hacienda ha estado ausente siempre en las negociaciones laborales y, en cuanto al PP, existe la sospecha de que el motivo de su aquiescencia se encuentra solo en que lo habían firmado los empresarios.
Esta minirreforma, que de algún modo es continuación de los parches que implantó Escrivá cuando estaba al frente del ministerio, basa fundamentalmente la viabilidad de las pensiones en el retraso de la edad de jubilación, aunque en este caso es voluntaria y compensada con una mayor prestación. No parece que nadie haya echado cuentas de cuál va a ser el efecto neto sobre las finanzas del sistema, especialmente en el futuro. Hay que preguntarse si el ahorro actual compensa el desahorro que se producirá al generarse, en los años venideros, unos incrementos continuados en las percepciones de un grupo de pensionistas.
Pero el mayor defecto de esta minirreforma es partir del supuesto de que la Seguridad Social (SS) es un sistema cerrado y aislado del resto del sector público. Por eso, a la hora de medir el impacto de las medidas, no se considera el que puede ocasionar en otros sectores, por ejemplo, en el mercado laboral. Alargar la edad de jubilación o permitir la compatibilidad de esta con un trabajo quizás podría tener sentido en una economía de pleno empleo, pero no cuando se tiene la mayor tasa de paro de la Unión Europea. Es muy verosímil que incluso desde la óptica exclusivamente financiera el posible ahorro en pensiones, si lo hubiera, fuese menor que el incremento en el gasto del seguro de desempleo.
Curiosamente el Gobierno no incluyó en este decreto ley, como hubiese sido lógico, la actualización de las pensiones por la inflación, sino que la incorporó a otro, que la prensa apellidó ómnibus, porque incluía 80 medidas de las materias más dispares. El objetivo era claro, forzar a la oposición a que si quería aprobar la regularización de las pensiones tuviese que dar la aquiescencia al lote completo. En realidad, lo que se buscaba era utilizar las prestaciones por jubilación como instrumento político para atacar al PP.
«Los jubilados son percibidos como presa fácil de la demagogia política»
La presencia de diez millones de pensionistas, convertidos en diez millones de votantes, cuyo ámbito de preocupaciones, a estas alturas, se circunscribe en buena medida a cómo afrontar económicamente los últimos días de su existencia, es bastante aliciente para utilizar el tema de las pensiones como arma electoral. Los jubilados son percibidos como presa fácil de la demagogia política.
Precisamente esta fue una de las razones por las que se creó en 1995 el Pacto de Toledo. Tenía como finalidad evitar las acusaciones mutuas entre los dos partidos mayoritarios (PSOE y PP), que entonces se reprochaban recíprocamente poner en peligro el sistema público de pensiones. Quizás fue este el único punto positivo del acuerdo, sacar las pensiones de la lucha partidista. Como se ve, Sánchez no ha tenido ningún problema en romper tal compromiso, como ha roto otros muchos, y está empleando profusamente la acusación de que el PP quiere eliminar –o al menos reducir– las pensiones.
Pero, al mismo tiempo, el Pacto de Toledo tenía un pecado original, encerraba al sistema público de pensiones en una trampa de difícil salida, realizaba una segregación entre Estado y SS, estableciendo la separación de fuentes de financiación. Mientras determinadas prestaciones, como las no contributivas, pasan a ser responsabilidad del Estado y a financiarse con impuestos, otras, las contributivas, quedan confinadas en el ámbito de la S.S. y financiadas con cotizaciones sociales.
Es verdad que el Pacto de Toledo, a instancias de IU, utilizó la palabra «principalmente» en lugar de «exclusivamente», pero lo cierto es que, en la práctica, tal matización se olvida y se hace depender el mantenimiento de las pensiones solo de las cotizaciones sociales, con lo que su financiación resulta en extremo vulnerable. Antes no había sido así. De hecho, en los presupuestos de cada año aparecían las transferencias de recursos del Estado que se iban a realizar en ese ejercicio a la SS. Fue en 1994 cuando se introdujo un antecedente muy negativo al cubrir los desequilibrios entre cotizaciones y prestaciones con préstamos del Estado en vez de hacerlo mediante transferencias, prueba palpable de la disociación que se quería hacer entre el Estado y la SS.
«Es inaceptable que las pensiones se financien mediante cotizaciones sociales, que son un impuesto más que recae sobre los salarios»
Las reformas introducidas hasta ahora, incluyendo estas últimas de los gobiernos de Sánchez, apenas rozan la epidermis del sistema y conservan la prisión en la que el Pacto de Toledo encerró a las pensiones. Lo curioso es que este Gobierno –que se llama progresista– ha continuado transfiriendo los recursos a la SS como préstamos y no como aportaciones. Es más, no ha condonado la deuda –como sería lógico–, con lo que se habría terminado el falso peligro de quiebra de la SS, con el que algunos quieren asustar a los futuros jubilados.
En un Estado definido como social por la vigente Constitución es inconcebible, y en todo caso inaceptable, que se obligue a que las pensiones se financien exclusivamente mediante cotizaciones sociales –que son tan solo un impuesto más, y no de los mejores– porque recae sobre los salarios. Son todos los recursos del Estado los que tienen que hacer frente a la totalidad de los gastos de ese Estado, también a las pensiones.
El Estado debería asumir el déficit de la SS y hacerse cargo del superávit, si lo hubiese. Desde esta perspectiva, tendrían que desaparecer dos realidades económicas que pierden toda su razón de ser: los créditos del Estado a la S.S. cuando tiene déficit, y la llamada hucha de las pensiones, que no es otra cosa que un préstamo de la S.S. al Estado mediante la compra de deuda pública, cuando tiene superávit.
En realidad son meros apuntes contables solo sirven para confundir. Zapatero presumía hace algunos días en Espejo Público que había legado a Rajoy una sustanciosa hucha de pensiones. Puro humo, flatus vocis. Lo que le dejó fue una herencia envenenada, no solo en la SS, sino en toda la economía
«No hay ninguna razón para eximir del gravamen a las rentas de capital y a las empresariales»
Afirmar que son los trabajadores y los salarios los únicos que han de mantener las pensiones es un planteamiento incorrecto. No hay ninguna razón para eximir del gravamen a las rentas de capital y a las empresariales. Tampoco existe ningún motivo para pensar que estas prestaciones tengan que financiarse de forma distinta al resto del gasto público, desde la educación a la sanidad, pasando por carreteras, comunicaciones, tecnología, empresas públicas, etcétera. El hecho de que la sanidad y otros tipos de prestaciones que antes se imputaban a la SS hoy se encuentren en los presupuestos del Estado o de las Comunidades Autónomas prueba hasta qué punto la separación entre Estado y SS es puramente convencional.
Es esta concepción errónea, ratificada en el Pacto de Toledo, la que ha permitido que el sistema público de pensiones haya sufrido permanentemente una fuerte ofensiva. Esta viene de muy lejos, al principio patrocinada y financiada por las entidades financieras, deseosas de popularizar los fondos privados. Recuerdo, por ejemplo, que la fundación del BBVA contrató a 34 llamados sabios para que estudiasen la viabilidad, más bien la inviabilidad del sistema. Tras 20 meses llegaron en 1995 a doctas conclusiones que comenté (más bien critiqué) el 7 de octubre de 1995 en un artículo en el diario El Mundo. Sus previsiones eran apocalípticas, se fijaba un panorama negro para los años siguientes. Pronósticos que no se cumplieron en absoluto.
La cuestión a plantearse, no es la solidez y solvencia de la SS, sino la solidez y solvencia del Estado. La viabilidad del sistema público de pensiones no constituye un problema distinto del de la viabilidad del sistema sanitario, del educativo, del seguro de desempleo o del de la dependencia. Incluso, el problema es idéntico al del mantenimiento de la obra pública, del transporte público, de la justicia, del orden público, de la defensa y de todo el resto de funciones del sector público.
Los que defienden la inviabilidad del sistema público de pensiones, a la hora de argumentar suelen recurrir a la pirámide de población, al aumento de la esperanza de vida, y en definitiva al incremento de la relación pasivos-activos. Se olvidan de que la variable a tener en cuenta no es el número de trabajadores, sino la productividad. Lo importante no es cuántos son los que producen, sino cuánto se produce. El mismo número de trabajadores, por ejemplo, puede producir el doble, si la productividad también se ha duplicado. Es el producto o la renta nacional (más bien la renta per cápita) la magnitud a considerar de cara a medir la capacidad de imposición y, en cierta medida, si resulta sostenible, no solo el sistema público de pensiones, sino toda la economía del bienestar y en general todos los servicios y bienes públicos.
«La cuestión radical que está sobre la mesa es si la productividad va a seguir creciendo»
Durante décadas la productividad ha crecido sustancialmente en España. Fue ese aumento de productividad el que permitió reducir la jornada laboral en otras épocas. En los últimos años, sin embargo, esta variable se ha detenido y es ahí donde debería centrarse la preocupación acerca de la financiación del Estado social. En estos momentos existe una incógnita: la cuestión radical que está sobre la mesa es si la productividad va a seguir creciendo.
Para defender que los jubilados son unos agraciados se argumenta a menudo que la pensión media está por encima del salario medio, lo que puede ser cierto, pero ello no es indicativo de nada, puesto que se están comparando cosas heterogéneas y además medias; los jubilados han llegado al final de su vida laboral y no tienen ninguna posibilidad de conseguir por sí mismos una mejora en su nivel profesional y económico, mientras que en el salario medio se engloban las retribuciones de todos aquellos que se están incorporando al mercado de trabajo y por ello se les abrirán, si se esfuerzan, múltiples oportunidades de prosperar laboral y profesionalmente. Y no digamos cuando lo que se confronta es la riqueza. Es lógico que por poco que se ahorre, se posea más en la vejez que en la juventud.
Mucho más significativo es constatar que una de las variables que está incrementando año tras año, el gasto en pensiones, es el hecho de que las cuantías de las prestaciones de los que entran en el sistema (se jubilan) son mayores que las de los que salen (defunciones), lo que indica que, en contra de lo que se dice, los salarios aumentan por término medio en mayor medida que las pensiones.
La actualización anual de las prestaciones se configura como la diana predilecta de la ofensiva del neoliberalismo económico contra el sistema público de pensiones. Especialmente cuando la inflación es notable, arguyen que significa una carga muy gravosa para el erario público, insoportable. Sin embargo, ese argumento carece de fundamento porque la subida de los precios no solo incrementa la cuantía de las pensiones, sino también, al menos en la misma medida, la de los ingresos públicos, incluyendo las cotizaciones, con lo que los efectos, como poco, se neutralizan. Otra cosa es que se quiera aprovechar la inflación para que la Hacienda Pública (o la SS, que para el caso es lo mismo) obtenga un beneficio extraordinario a costa de reducir las pensiones a los jubilados.
Por otra parte, si la renta per cápita (en términos reales) se incrementa o al menos no desciende, no hay ninguna razón para que la renta de cada uno de los pensionistas no mantenga su cuantía también en términos reales, que no otra cosa es la actualización por la inflación. Muy al contrario, si las pensiones no se actualizasen, es decir, si se redujesen en términos reales, es porque otras rentas también en términos reales están aumentando. No parece demasiado equitativo.