The Objective
Daniel Capó

¿Qué hiciste la semana pasada?

«El ’email’ de Musk a los funcionarios de EEUU encierra en realidad una paradoja: cuanto más se insiste en medir, menos se entiende lo que realmente importa»

Opinión
¿Qué hiciste la semana pasada?

Elon Musk.

Volvamos a Elon Musk. Hay algo profundamente sintomático de nuestra época en el correo electrónico que ha enviado a los funcionarios federales preguntándoles: “¿Qué hiciste la semana pasada?”. La consulta, en su insistencia por reducir la actividad humana a un puñado de viñetas, delata una cosmovisión concreta, a saber: la creencia de que el trabajo debe ser diseccionado en segmentos cuantificables, aptos para ser evaluados monetariamente. Es decir, que todo lo valioso ha de ser recogido en una lista y que la creatividad, el tiempo y la experiencia se pueden determinar tan fácilmente como el número de tornillos usados en una cadena de ensamblaje.

La iniciativa de Elon Musk a escala federal –en principio, su email se dirige a unos dos millones de empleados públicos estadounidenses– es el reflejo de una ansiedad antigua, donde se entreveran la sospecha populista y las obsesiones productivas del capitalismo. Cabría rastrear fácilmente sus precedentes en la historia moderna, desde los cronómetros y las tablas de Taylor, que convirtieron las fábricas de la época en un experimento de control orwelliano, hasta la utopía de Silicon Valley y su aparente fe en la posibilidad resolver cualquier problema humano mediante una optimización algorítmica. En ambos casos, se comparte una falsa certeza: si algo no se mide, no existe. Es el mundo de los ingenieros y de su imaginación mecánica. De hecho, Musk no hace más que actualizar, con el punto de arrogancia característico del nuevo rico, una inquietud que lleva décadas obsesionando a empresarios, directivos y teóricos de la gestión: medir lo intangible y escrutar lo que no se deja escrutar.

“Más que impulsar el talento, estas medidas ofrecen un espejismo, una ilusión de progreso”

Un ejemplo histórico –nos lo recordaba recientemente Cal Newport en un largo artículo publicado en la revista New Yorker– se lo debemos a Peter F. Drucker, quien en los años cuarenta se propuso estudiar el funcionamiento administrativo de la compañía General Motors. Los economistas habían aprendido a calcular la productividad en las fábricas, pero no en las oficinas. La solución que propuso el gurú austríaco fue la “gestión por objetivos”: dejar de lado el cómo para concentrarse en el qué. No importaba el procedimiento, sino el resultado y la velocidad con que se había obtenido. Tiene sentido. Y esta idea evolucionaría hasta convertirse en el sistema de “Objetivos y Resultados Clave” (OKR), ideado por Andy Grove para Intel y adoptado luego por Google y por gran parte de la industria tecnológica.

Pero estas metodologías también tienen sus limitaciones. Pueden falsearse o, peor aún, transformarse en un formalismo vacuo: una especie de teatro de la productividad en el que se finge estar ocupado sin crear nada sustancial. Más que impulsar el talento, estas medidas ofrecen un espejismo, una ilusión de progreso. Y esto fácilmente pasa a ser un disfraz que oculta un estancamiento. A los ojos de un escéptico, el problema adquiere una dimensión trágica. Quiero decir que intentar diseccionar la productividad del conocimiento es una muestra de hybris, de algo inalcanzable. Dickens ya sabía que la condición humana no es reductible a un maletín de hechos.

“La productividad no puede ser un fin en sí misma ni la eficiencia puede ser la única religión”

Con su email, Elon Musk cree que va a ser capaz de introducir una revolución en el funcionariado. Lo conseguirá, pero en un sentido opuesto al que él pretende. Porque, en realidad, su email –simple y directo– encierra una paradoja: cuanto más se insiste en medir, menos se entiende lo que realmente importa. En un mundo cada vez más sometido al conocimiento abstracto y cada vez más desligado del contacto humano, la pregunta “¿qué hiciste la semana pasada?” convierte el trabajo en una caricatura de sí mismo.

Por supuesto, la productividad no puede ser un fin en sí misma ni la eficiencia puede ser la única religión. Por supuesto, el hombre es algo más que parte de un engranaje que deba justificar su dignidad día a día, semana a semana. Por supuesto, la administración pública tiene que reformarse. Eso no lo duda nadie; pero tampoco tiene sentido leer la realidad como si se tratara de una checklist que sume cinco puntos a la semana. No me parecen estas las verdaderas cuentas de la vida.

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