Dobles parejas
«Cervantes y Berlanga, por un lado, Quevedo y Cela, por otro, dos tratamientos del humor, dos estilos de mostrar una realidad, diferentes y complementarios»

'El Verdugo' de José Luis Berlanga. | RTVE
Una historia literaria también se describe desde la manera en que las diversas épocas, con sus autores, han tratado el humor, la ironía, la farsa, la parodia. En días de carnaval, del mundo al revés, a uno le conviene recordar aquello de André Malraux: «La máscara no oculta, subraya». Ese subrayado que la máscara muestra es un emblema para descubrir cómo, tras la apariencia, se eleva una manera de contemplar, si no la realidad, sí, una interpretación de la realidad. Sabemos con Borges que toda literatura es literatura sobre literatura. Con Octavio Paz que el designio de la historia literaria es la tradición de la ruptura, pero que esa ruptura nunca llega a un punto final (ignorar la tradición) porque si no deviene en solipsismo. Uno innova sobre algo, no en el vacío. Los ejemplos pueden multiplicarse.
Las literaturas, desde los griegos clásicos, han tenido en la risa, el humor, la ironía un punto de inflexión decisivo. Dime cómo te ríes y de qué y te diré de qué vas por la vida. De ahí que acercarse, sin mayor ambición de, cómo señalaba Baroja en sus espléndidas memorias, pasar el rato (no otra cosa es la vida, la de verdad) plantear un juego de memoria, uno recurra a unas dobles parejas de creadores que han manifestado, en sus obras, un tratamiento muy distinto y distante, y, tal vez, complementario, de flirtear con el humor a lo largo de los siglos en la literatura y, más reciente, en el cine español.
Empieza el juego. Esas dobles parejas podrían ser Cervantes y Berlanga, por un lado, y, por otro, Quevedo y Cela. Los cuatro ya han adquirido la condición de clásicos. Condición que no es otra sino la de entrar en la historia, otorgada por lectores y espectadores, de diversas generaciones. Unos antes y otros después. Al grano.
En Cervantes y en Berlanga se dan dos aspectos relevantes del tratamiento del humor, o, en ellos, más de la ironía melancólica que de la risa, aun cuando presenten momentos en los que la risa, o mejor, la sonrisa, posea un rasgo singular. A los dos les une lo que les separa de la otra pareja citada: la compasión hacia sus personajes, la autoironía, la crítica a unas costumbres y usos sociales determinados. No se recrean en lo sórdido, ni hacen siniestras bromas sobre el prójimo. Si hay que reírse de alguien, primero será de ellos mismos.
No hacen falta los detalles, pero tanto Alonso Quijano y Sancho, como Plácido (1961) o el José Luis de El verdugo (1963), provocan una profunda tristeza, más allá de los episodios cómicos, formidables, que adornan sus aventuras en el recorrer de las páginas o en su presencia en la pantalla. Ese hilo invisible que une a estos dos autores es la característica principal de cómo se enfrentan al tratamiento del humor con fondo melancólico. Ya se vislumbraba en el caso de Berlanga con Bienvenido, Mr. Marshall (1953) cuando la esperanza de una vida mejor da paso a la desolación más cruel. Ambos quieren a sus personajes, incluso a los más ásperos o desagradables. Denotan una visión condenadamente cercana y abierta en cuanto a las complejidades de la existencia, de sus avatares, de industrias y circunstancias.
«Tal vez, el punto de unión entre estas dobles parejas sea el de un extraordinario escritor: Ramón Gómez de la Serna»
Al otro lado, Quevedo, una de las cumbres de la literatura universal, no pierde comba cuando se trata de cachondearse, tan brutal como brillantemente, del prójimo. Reírse, humillar y refocilarse de las desgracias ajenas se convierte en su argumento invencible. Del pícaro Buscón don Pablos (1626) al Martín Marco que deambula por ese Madrid empobrecido y que refleja de manera tan implacable como sórdida Cela en La Colmena, (1951), los personajes son marionetas en el escenario creado por sus autores. Dos estilos, dos formas, dos retóricas literarias o cinematográficas, esta última en el caso de Berlanga, que marcan profundas diferencias, pero que a la larga son complementarias.
Dobles parejas en el entramado laberíntico de mostrar una realidad. Y de mostrar, también si la cosa va de eso, primero, reírse de uno mismo, y después, si cabe, de los demás, o al revés. La cosa tiene su enjundia y su estela. En la formidable Antología del humor negro español (1976, Tusquets) que elaboró Cristóbal Serra, como respuesta a la Antología (1940) sobre el mismo asunto que seleccionó André Breton, en la que no aparecía ningún escritor español, se recrean textos del Lazarillo hasta Bergamín, para dejar claro, como el agua clara, el carácter de cierto humor español.
Tal vez, el punto de unión entre estas dobles parejas sea el de un extraordinario escritor: Ramón Gómez de la Serna (Madrid, 1888-Buenos Aires, 1963), el mismo que escribió: «En la vida hay que ser un poco tonto, porque si no lo son sólo los demás y no te dejan nada», autor preludio de la Generación del 27 y único extranjero, según el propio Ramón, junto a Massimo Botempelli (Como, 1878-Roma, 1960) y Chaplin (Londres, 1889- Corvier-sur-Vevey, 1977), en formar parte de la Academia del Humor Francesa. Pero esa sí que es otra historia. Y menuda historia.