Lo inverosímil
«Para los ‘wokistas’ Trump encarna, como un vestido hecho a medida, la figura del enemigo que habían inventado para justificar su programa»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Tengo una vecina que, desde la toma de posesión de Donald Trump como presidente de EEUU el pasado mes de enero, arroja las botellas de vidrio al contenedor de papel y los tetrabrics vacíos al cubo de la basura orgánica, al grito de ¡Abajo la agenda woke! Pero sobre esto, como sobre todo asunto, hay que advertir tres cosas.
La primera es que quizá, como les ocurre a quienes cada mañana anuncian la inminente convocatoria de elecciones anticipadas en España, los que dan por muerto al wokismo han firmado el acta de defunción antes de comprobar las constantes vitales del enfermo. Porque —y esta es la segunda cosa— precisamente para los wokistas Trump encarna, como un vestido hecho a medida, la figura del enemigo que habían inventado para justificar su programa, y por tanto interpretan su triunfo como una confirmación con la que la realidad ha dado la razón a su fantasía.
¿Recuerdan ustedes las elecciones americanas de 2016? Seguro que sí. A casi todo el mundo le parecía inverosímil que Donald Trump pudiese llegar a ser presidente de la democracia más antigua del mundo moderno. Pero, como decía el poeta Agatón de Atenas, que algo sea inverosímil no significa que no pueda ocurrir. A menudo, en la historia colectiva y en la individual, la realidad nos obliga a ampliar o a restringir los límites de lo que consideramos verosímil.
Durante siglos pareció inverosímil que la tierra girase alrededor del sol, y no al revés, pero desde que la ciencia demostró que es verdad no tenemos más remedio que creerlo, porque la experiencia lo ha hecho reiteradamente plausible. Otras veces, sobre todo en el ámbito de lo social, la realidad se instala en el terreno de lo inverosímil sin que esos límites se modifiquen. La guerra es, en este ámbito, el mayor ejemplo de un acontecimiento inverosímil que se torna real, y que sin embargo nunca llega a parecernos plausible. Antes de 1914 casi nadie en Europa creía que fuera posible una guerra mundial, y sin embargo hubo dos. Y durante ese período ocurrieron cosas que siguen hoy pareciéndonos inverosímiles, aunque sabemos que fueron reales.
Nuestro único consuelo es que, si bien con un coste monstruoso, la mayoría de los Estados de derecho occidentales retornaron a los límites de la verosimilitud política. También eran muy pocos los que pensaban antes de 2022 que Putin se atrevería a invadir Ucrania, a pesar de lo cual lo hizo. Esto siempre será inadmisible, pero ahora ya no estamos seguros de que pueda volverse a embridar la situación en los límites de lo posible.
“El choque de identidades vino a sustituir a la lucha de clases en el discurso de la izquierda revolucionaria dizque posmoderna”
Quiero decir —y esta es la tercera cosa, que suele ser la más complicada— que hay momentos en los que las sociedades se instalan en lo inverosímil, generando una situación de conflicto que, a diferencia de lo que ocurre con las revoluciones científicas, la verdad no es capaz de pacificar ni resolver, justamente porque, como ya sabía Esquilo, la verdad es la primera víctima de las guerras. Eso que hoy llamamos (con harta imprecisión) wokismo forma parte de una guerra a la que, para diferenciarla de las conflagraciones militares, denominamos “cultural”. Pero no podemos olvidar que algunos de los enfrentamientos bélicos más enconados de la historia de Occidente fueron guerras de religión, y la religión es el componente central de la cultura entendida como hoy se entiende mayoritariamente, es decir, en sentido antropológico.
Desde que ingresamos en el siglo actual vienen ocurriendo cosas inverosímiles, empezando por el atentado contra las Torres Gemelas, que sus autores justificaron como un acto de “guerra santa”, y que se inscribe en la atmósfera de lo que Huntington llamó el “choque de civilizaciones”, un tipo de conflicto cuya motivación central es la identidad religioso-cultural. Desde un punto de vista político, se diría que el choque de identidades vino a sustituir a la lucha de clases en el discurso de la izquierda revolucionaria dizque posmoderna.
No es que la izquierda revolucionaria no fuese ya de origen identitaria, pero a la identidad de clase como motor de la lucha, algo desgastada por el Estado del bienestar (allí donde lo hubo), vinieron entonces a unirse muchas otras, algunas muy antiguas (como la identidad nacional o la racial) y otras menos (como la identidad sexual), que generan una colección de antagonismos dogmáticos de tipo religioso que tienen en común su imposibilidad de resolución por vías jurídicas o, dicho más claramente, que cuando entran en las instituciones jurídicas democráticas las desnaturalizan y desarman los cimientos asentados por la Ilustración.
De este desarme forman parte un montón de “hechos inverosímiles” (también llamados “posverdaderos” o “alternativos”), como el borrado de la realidad biológica del sexo, la reescritura “mejorada” de la historia y de la memoria como una película de buenos y malos, la impugnación de las sentencias judiciales o de las normas constitucionales por razones “sentimentales”, la perversión demagógica de los sistemas educativos y de las carreras profesionales y un largo etcétera que el lector podrá completar sin dificultades. Este combate es una guerra de religión en el sentido de que sus soldados luchan por una verdad que, aunque no muy santa, pretende ser una verdad última, sagrada y absoluta.
“Para acallar a quienes continúan en la interminable discusión acerca de la verdad es preciso cancelarlos”
Ciertamente, una verdad de este tipo, para nosotros los mortales, es necesariamente inverosímil, pues nosotros sólo disponemos de verdades siempre provisionales, discutibles y sometidas a prueba y escrutinio, como la verdad biológica, la verdad histórica, la verdad jurídica o la verdad científica. Así que el verdadero enemigo de este ejército de cruzados es quien no da por terminada la discusión acerca de esas verdades finitas y se niega a aceptar dogmas.
Es como si alguien, contrariado por un diagnóstico médico adverso respaldado por la evidencia, en lugar de consultar a otro especialista o de iniciar un tratamiento, se empeñase en silenciar a los médicos, desprestigiar a los radiólogos, desautorizar a los artilugios clínicos y quemar los registros hospitalarios. De un modo similar, para acallar a quienes continúan en la interminable discusión acerca de la verdad es preciso cancelarlos, y sustituirlos en el imaginario colectivo por un enemigo fabricado ad hoc: quien se atiene a la verdad biológica es un machista, quien se atiene a la verdad histórica es un racista, quien se atiene a la verdad jurídica es un fascista o quien se atiene a la verdad científica es un clasista (entre otras posibilidades); y todos estos monstruos se suman en la figura ficticia de una suerte de inculto retrógado cegado por el sesgo de confirmación, que se resiste a aceptar el “progreso” para mantener sus privilegios.
Los wokistas, como todos los escolásticos, son gente culta a la vez que dogmática. Su mayor éxito, y a la vez su mayor peligro, es que ese enemigo imaginario llegue a encarnarse en una escolástica igualmente dogmática, pero esta vez inculta, capaz de recomendar lejía para combatir un virus y de lograr que los Estados Unidos, cuna de la democracia moderna, den la espalda a Ucrania y, en definitiva, a Europa, para aliarse con el autócrata que gobierna la Federación Rusa con mano de hierro y amenaza y aplasta a sus vecinos, mientras el presidente de un Estado comunista como la República Popular China aboga por el libre comercio frente al proteccionismo estadounidense. Porque entonces los wokistas se cargarán de razón en su cruzada contra el demonio.
Así que volvamos un instante a las elecciones americanas de 2016. ¿Recuerdan qué candidato era el favorito de Slavo Žižek, faro intelectual y estrella de Belén de la izquierda posmoderna? Pues no, no era Bernie Sanders, ni mucho menos Hillary Clinton, sino Trump. El mismo cuyo triunfo en 2024 ha dado un empujoncito hacia arriba en las encuestas de intención de voto a una izquierda abrumadoramente woke que caía en picado en los gráficos demoscópicos de nuestros pagos; el mismo a cuya vera les faltó tiempo para correr a fotografiarse a los patricios de Vox, que en las elecciones generales de 2023 desempeñaron el glorioso papel de fantasma infalible para evitar la salida del populismo del Gobierno. Y eso que en público se declaran, como mi vecina, feroces enemigos del wokismo; tan enemigos, cuando menos, como enemigos de Vox se declaran los wokistas que tanto se han aprovechado de su crecimiento.
Cuando una sociedad se instala en lo inverosímil, no basta con denunciar esa posición como una falsedad y cancelar a sus promotores. Porque lo inverosímil no es falso. Ni tampoco verdadero. Lo inverosímil es aquello que nos desancla de las condiciones en las que podemos distinguir lo verdadero de lo falso. Lo inverosímil es tener que elegir entre la santa inquisición y el aquelarre satánico. Y ahora, a ver quién le pone un cordón sanitario al hombre más poderoso del mundo y a sus interesados enemiguetes.